Los caballos no mueren de pie, sino sacrificados. Cuando Netflix suba hoy viernes a su grilla los últimos seis episodios de la sexta temporada de BoJack Horseman, habrá llegado a su final uno de los experimentos televisivos más ricos, e impensadamente populares, de la era del streaming. Es que la sexta será la última para una serie que se volvió de culto a partir de (o pese a) una premisa por lo menos extraña: en un universo de animales antropomórficos que conviven en perfecta armonía con los humanos, un equino que fue estrella televisiva en los '80s/'90s, ahora vive como una excelebridad sin rumbo, entre la decadencia, el alcoholismo y cierta vocación por sembrar el desprecio entre quienes le rodean.
En su cabalgata narrativa (2014-2020), BoJack Horseman ha husmeado con clase y a buen paso en los rincones de la industria del entretenimiento con especial apego por las notas más agrias, melancólicas y amargas de la comedia incómoda; en algún lugar donde parecieron confluir Louis C.K. Larry David, Mister Ed y quizás el Charlie Sheen de Two and a Half Men. Peligrosamente pum-para-abajo en muchos momentos (que llegan siempre sin aviso), acaso experimental, artie tal vez, y con un refinado sentido del humor negro, este caballo depresivo añora su éxito en una sitcom familiar –apócrifa, claro–, Horsing Around (o Retozando, en su traducción) mientras coquetea con la autodestrucción, revisita su pasado, descubre infelicidades propias y ajenas y revela cierta intención, no del todo convencida, de redimirse. A tanto clima extraño, taciturno, le suman fuerte las voces originales de los personajes, como el timbre sobrio y amargado que da al equino el canadiense Will Arnett (que también puede escucharse en la voz del Batman de Lego Batman: la película), o como el aporte estelar que Aaron Paul (sí, sí, el Jessie Pinkman de Breaking Bad) le brinda a su vago y atorrante amigote, Todd Chavez.
La serie llegará a su cierre acaso en su mejor momento, con un ruido mediático a punto de caramelo: BoJack Horseman supo torcer la extrañeza que había causado su debut, hasta volverse en una suerte de favorito de la crítica. Pero su final abriga, también, cierto tono de ríspida alegoría: su sátira sobre los lados B de Hollywood (o “Hollywoo”, en el universo de BoJack) y sus costados menos luminosos, parece rimar con los conflictos laborales, salariales que afectan a los trabajadores del equipo creativo de la serie. Que resonaron como sugestiva música de fondo el año pasado, cuando Netflix anunciara una sexta temporada, que implicó también el mandato de “redondear” las líneas argumentales de los personajes, porque la sexta iba a ser la última.
La mente detrás del caballo más infeliz de Hollywood es el californiano Raphael Bob-Waskberg, responsable también de otras dos series animadas que, como BoJack Horseman, resultan para nada convencionales: la fugaz Tuca & Bertie (cancelada por Netflix tras una sola temporada, sobre la relación entre dos aves antropomórficas, treintañeras y hembritas, una tucán y una zorzal) y la existencial Undone (que ya lleva dos temporadas en la plataforma de Amazon, con dibujos a partir de actores como Bob Odenkirk, de Better Call Saul, y Rosa Salazar, de Bird Box). El propio Bob-Waskberg se refirió esta semana al final de BoJack Horseman en Twitter, y lejos de alentar la melancolía, puso énfasis en el peligro de los spoilers, lo que podría sugerir un final fuerte o imprevisto: “Sólo un recordatorio, lo que constituye un spoiler es siempre algo subjetivo, así que tengan cuidado de dónde cliquean”, tuiteó, acaso dando indicios sobre un cierre con alguna sorpresa narrativa para el caballo y su entorno.
Pero, ¿se puede esperar un final que no fuera infeliz para BoJack Horseman? Dudoso, dado su orgulloso historial de desenlaces fatídicos (muere uno, muere otra), quejas sobre el negocio (como las fatigosas rondas de prensa con el enviado de Yahoo! - Finlandia), enfoques angustiantes (“a nuestra edad, es raro no haber formado una familia”), flashbacks descoloridos (papá caballo llama al potrillito “fábrica de mocos”), desinteresados consejos (“no se entiende tu sarcasmo”), líneas repulsivas (“cuando una mujer se encierra a llorar y puedes oírla al otro lado de la puerta, sólo quiere llamar la atención”) y golpes de tristeza (como cuando el corcel pide “necesito que me digas que soy una buena persona”, y su interlocutora simplemente le esquiva la mirada, en silencio) . ¿Seguro que es comedia? Sí, pero de un modo introspectivo que deja espacio para erecciones inoportunas en el desayuno, alas cortadas a carreras promisorias de jóvenes talentosos y talentosas y temáticas “difíciles” como el aborto, la tenencia de armas, las sobredosis, la violencia laboral, las traiciones y hasta un conato de abuso a una adolescente. Todo, con una libertad creativa o conceptual siempre dispuesta a sorprender, ya sea con un episodio que es un único monólogo, pronunciado durante un funeral, o con otro capítulo que es virtualmente mudo, ya que transcurre en un festival subacuático y, como todos sabemos, los caballos no pueden hablar bajo el agua.
Entonces, si resulta improbable pronosticar un final feliz para BoJack Horseman, ¿podrán los fans aspirar a que el caballo encuentre, al menos, un final en paz? El humor tiene muchos sabores, pero lo agrio y lo amargo tienen infinitos taninos.