La importancia histórica y política que tiene para nosotros la palabra “memoria” es tanto el resultado de los hechos que como sociedad nos han marcado así como el concepto más fuerte que nos permite pensar lo impensable. Esto es, el horror de la represión orquestada desde el Estado durante la última dictadura y el silencio que de manera posterior se desplegó sobre esos eventos, tomando la forma de las leyes de “Punto Final” (1986) y “Obediencia Debida” (1987) durante la presidencia de Raúl Alfonsín, sumándose luego la serie de indultos otorgados durante la primera presidencia de Carlos Saúl Menem, ya entrados los años noventa. La “memoria” deja de ser así un mero término para hablar de una capacidad individual, circunstancial, para convertirse en una necesidad cívica de primer orden: resistirse al olvido es una estrategia para mantener en estado abierto lo que pasó y, a su vez, abrirse, cada uno, a una vida ética que elige voluntariamente no realizar concesiones frente al mal encarnado. Héctor Schmucler (1931-2018), quizás, uno de los intelectuales argentinos más importantes y a la vez con menos “prensa”, llevó adelante, junto a sus reflexiones vinculadas a la semiología, la crítica literaria y eso que luego, gracias a su injerencia, comenzó a llamarse aquí “ciencias de la comunicación”, un pensamiento filosófico referido a la memoria en relación a la violencia política de los sesenta y setenta. Pensamiento que, como rasgo distintivo, se entregó a un andar sin concesiones que sigue interpelándonos en la actualidad.
Los trabajos recogidos en La memoria, entre la política y la ética, ordenados de manera cronológica, retratan precisamente el complejo camino intelectual que llevó a Schmucler a volver sobre la idea de memoria para tratar de entender los sucesos que marcaron su vida, en el nivel más íntimo y personal posible que la expresión puede tener. La desaparición de su hijo Pablo, miembro de Montoneros, es el cuerpo insepulto sobre el que se construye todo un edificio filosófico que pone en primer lugar la dimensión ética y hasta metafísica en torno al problema de que a Pablo se le negó su muerte. Esto es, se le negó, primero, la posibilidad de que la muerte marque un cuerpo para entender que el muerto estuvo alguna vez vivo (tal como aparece en el artículo “Ni siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su sello”, de 1996); y, segundo, se establece así la pauta del mal radical, consistente en quitarle a un individuo el derecho a morir como “cada uno”. Lo primero tiene que ver con la vida en sociedad del hombre, la existencia de vínculos y relaciones que nos comunican con el otro: que alguien querido muera tiene que poder experimentarse en el cuerpo marcado por la muerte. La sustracción del cuerpo, la desaparición, es el primer lugar del escándalo, porque esa muerte parece no haber tenido lugar, se la considera siempre supuesta, sin sustancia. Lo segundo, la idea de negar el morir como “cada uno”, que es retirar la posibilidad de poder tener una muerte propia, bajo la idea de una técnica de muerte convertida en técnica política. Algo que identifica a la Shoá con las prácticas de la Junta Militar. Esa muerte en masa, que tiende a la desidentificación, algo que también trabaja Schmucler en el artículo “El mal imperfecto”: no por nada, en Auschwitz, el nombre se perdía para identificarse con la numeración impuesta por un tatuaje, así como los detenidos por la fuerza represora, en los campos de tortura, pasaban a ser individualizados por un número. ¿No es posible entender en esa práctica común de numeración el hecho de que no hay nombre porque se busca sacarle al otro, al individuo, al sujeto, la posibilidad misma de tener su muerte?
Los artículos de Schmucler marcan también un arco que vincula su pensamiento a los sucesos de la política argentina. En los primeros trabajos encontramos sus colaboraciones para la revista mexicana Controversia (1979-1981), dirigida por los gramscianos de Pasado y presente exiliados, entre ellos el propio “Toto” Schmucler tanto como José Aricó y Juan Carlos Portantiero, entre otros. Luego, siguen los textos escritos entre el fin del alfonsinismo y el largo período de olvido organizado identificado con los noventa, un momento en donde la crítica de Schmucler hacia el problema de la violencia política adquiere el nombre urgente de “memoria”, pensando precisamente en el olvido institucional. Finalmente, cierra con las intervenciones públicas, orales, que Schmucler realizó ya sea con motivo de alguna entrevista o en diversos paneles en donde la conversación giraba en torno a las políticas de memoria que comenzaron a tomar forma hacia comienzos del 2000. El punto central reside, en este último tramo, en la posibilidad de que la conjunción de política y memoria determine a la última a una fetichización lingüística que expanda sus usos y haga perder su significado más profundo. Si todo tiene que ver con la memoria, entonces, nada tiene que ver, como un peligroso revés.
Y es que ya el primer artículo marca esta compleja posición de Schmucler en el panorama de las discusiones en torno a la manera en que se ha pensado la violencia de los setenta. “Actualidad de los derechos humanos” (1979) pone en escena el problema de la apropiación de los Derechos Humanos por parte de un grupo o bando. Los militares no tuvieron razón al habilitar ese “cínico desprecio a la vida” que fue la presunción de muerte de los desaparecidos con motivo de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); pero, desde el punto de vista de Schmucler, tampoco la tuvieron los guerrilleros, quienes, considera, se manejaron con el mismo desprecio a la vida. Algo que marcó su alejamiento de movimientos guerrilleros como el Ejército Guerrillero del Pueblo en Salta, a quienes apoyó en 1963 junto con otros compañeros de Pasado y presente; o de Montoneros, con quienes colaboró entre 1973 y 1975. En ambos casos, la progresiva militarización y el enjuiciamiento de traidores o sobrevivientes, sospechados de haber entregado a otros compañeros por el mismo hecho de no haber sido muertos por la tortura, funciona para Schmucler como una condición a revisar en torno a la manera en que se piensa la memoria en relación con la violencia política del período y en la alternativa de quiénes “tienen” los Derechos Humanos.
Héctor Schmucler es un pensador tan fundamental como incómodo. Su idea de la memoria enfrentada a la técnica es un intento por no instrumentalizar el recuerdo: por eso la figura recurrente de “Funes, el memorioso” en sus disquisiciones en torno a la memoria y el olvido. El olvido es parte constitutiva del ejercicio de la memoria, pero nos enfrenta siempre a una responsabilidad: recordarlo todo no es pensar, pero olvidar es sí parte de una elección, de un pensamiento, que tiene que ver con lo ético. Por qué se olvida lo que se olvida, y si es posible, en todo caso, olvidar el olvido, hacer del olvido una herramienta para volver a dejar abierta la memoria. Pero, quizás, a contrapelo de lo que propone Schmucler, ya no transformar esa memoria abierta en una instancia metafísica sin concreción en políticas puntuales, sino en entender que sin una política de la memoria, lo que hay es un terreno abierto para la amnistía que tanto criticó. Walter Benjamin, uno de los pensadores sobre los que Schmucler vuelve de manera continua, lo sintetizó bien en sus “Tesis de filosofía de la historia”: hay un enemigo, hay un mal metafísico que toma forma concreta, y si ese enemigo sigue venciendo, ni siquiera los muertos estarán seguros. Quizás así se vuelva preciso tomar partido.