Desengrietar la Argentina es uno de los desafíos principales de la nueva oleada popular que se inició con el gobierno de Alberto y Cristina. Mientras gran parte de la oposición recrudece sus niveles de confrontación y apuesta a radicalizar la polarización en una sociedad hiperfragmentada, el oficialismo se propone transitar con éxito el camino que va de la unidad para ganar las elecciones a la unidad para gobernar. Pero ¿qué quiere decir desengrietar? ¿Realmente la grieta política es lo que divide a nuestra sociedad? ¿O es la desigualdad económica y simbólica lo que fractura al país? Discutir qué tipo de grieta es la que predomina es discutir qué tipo de proyecto político queremos. Y entender que detrás de la llamada grieta hay en realidad dos modelos de economía política antagónicos, que solo pueden superarse con un proyecto de desarrollo nacional inclusivo, es la clave para avanzar hacia una etapa superadora de falsos debates sobre la grieta, la posgrieta.

La democracia occidental, en tanto orden político y social, está siendo cuestionada a nivel global. Y es que, en muchos países, esta democracia coexiste con un modelo económico que siembra desigualdad y no da respuesta a necesidades básicas. De hecho, a pesar de la reciente crisis del 2008, donde múltiples discursos sobre regulación del sistema financiero internacional coronaban cumbres internacionales, la desigualdad global hoy sigue en aumento. Tal como indicó Intermon Oxfam en su informe reciente, durante el 2019 los principales multimillonarios incrementaron su fortuna a un ritmo de 2,4 mil millones de dólares por día y solo 26 personas concentran la misma riqueza que la mitad de la humanidad (3,8 mil millones de personas).

Esta desigualdad convierte a nuestras democracias en tierra fértil para que florezcan tendencias políticas de derecha y extrema derecha, que encuentran en un simplista discurso de orden la solución a problemas centrales de redistribución de la riqueza y del poder. Orden frente a los inmigrantes que invaden nuestras calles, orden ante los ladrones que entran por una puerta y salen por otra, orden frente a los pueblos originarios que ocupan nuestras tierras, orden frente al feminismo que desintegra a las familias, orden frente a los choriplaneros y vagos que viven a costas del trabajo ajeno, en fin, orden que permita salir del caos que nos sumerge en una globalización impiadosa.

Orden, orden y orden, nada mejor para resolver virtualmente el conflicto. El orden supera la contradicción, básicamente porque la contradicción no es más un eufemismo para estirar el conflicto, el orden en cambio lo suprime. Si hay orden, no hay conflicto; si no hay conflicto entonces, hay estabilidad; si hay estabilidad, hay progreso. Así funcionan, palabras más palabras menos, las bases de los renovados discursos de odios. Porque el conflicto implica, inevitablemente, un otro con quien confrontar, un otro que no quiere el orden. El orden es por lo tanto la negación de un otro, sin conflicto no hay otredad, no hay diversidad, no hay pueblo, no hay democracia. Por el contrario, hay un nosotros sin ellos. Entonces ¿se puede reivindicar el conflicto y a la vez el orden? ¿O quienes creemos que la realidad es contradictoria, compleja, dinámica y dialéctica estamos condenados a ser los profetas del desorden? ¿A qué orden nos referimos?

Paradójicamente, son las élites las principales responsables del verdadero desorden, el económico. América Latina continúa siendo la región más desigual del mundo, donde 14.805 multimillonarios y acumulan el equivalente al 35 por ciento del PBI regional; y esta desigualdad se conquista con la imposición de un modelo económico-ideológico-cultural: el neoliberalismo. En este, los pobres, los indigentes, los inmigrantes, y particularmente las mujeres pobres, inmigrantes, indígenas, afro, trans, las disidencias sexuales, se vuelven invisibles frente a la imposición de un discurso único y universal de orden.

Las elites sacan ventaja de esta situación: desorden en el campo económico, pero orden en el campo cultural. Desorden e incertidumbre. El neoliberalismo desordena la vida de millones de argentinos y argentinas, afirmaba Cristina Fernández de Kirchner en un congreso de CLACSO colmado de gente. Queremos enseñarles a vivir y a disfrutar de la incertidumbre que nos propone el mundo actual, decía el ex ministro de Educación Esteban Bullrich. En dos afirmaciones simples vemos la verdadera grieta: la del modelo económico, mejor dicho, la del proyecto de país.

La apología de Esteban Bullrcih a la incertidumbre es una receta clásica para justificar la estigmatización de quienes no quieren flexibilizarse, precarizarse, autoexplorarse para adaptarse a sus vaivenes. El cambio constante entonces es la forma evolutiva más alta y descarnada que nos impone el mercado. No es un cambio social, es un cambio individual, un cambio al interior de unos mismo. Como decía una de las fundadoras del neoliberalismo, Margaret Tatcher: no existe algo así como la sociedad, solo existen los individuos. Por tanto, es un cambio sin conflicto. Uno de los grandes éxitos culturales del neoliberalismo ha sido negar el conflicto en nombre del diálogo mientras implementa políticas económicas que aumentan la conflictividad social. En simultáneo han instalado un tipo de grieta que ha servido para justificar un modelo de explosión, precarización y estigmatización social.

Así, la desigualdad actúa como limite a los procesos democráticos. Por un lado, la concentración extrema de la riqueza permite a las elites apoderarse de los procesos políticos de manera de garantizar la estabilidad del proceso de acumulación. A partir del lobby, del trafico de influencias y otros procesos, incluido el control y la utilización de medios de comunicación y de procesos judiciales. Por el otro lado, gracias a la batalla cultural, se ha ido despojando a las clases populares de la capacidad de construir esta identidad subalterna capaz de asumir un modelo propio de desarrollo y justicia social.

De hecho, una de las cualidades del neoliberalismo es quitarnos el derecho al futuro, mientras que coloca a sus adversarios en el pasado y se autoproclama como la modernidad prometedora. ¿Qué quiere decir que no tenemos derecho al futuro, ni siquiera a desearlo? Básicamente que sin justicia social no hay estabilidad posible, y los niveles de desigualdad no son compatibles con un desarrollo económico efectivo y sostenido en el tiempo. Necesitamos industrias con capacidad suficiente para insertarse de forma inteligente en el mundo, para eso se requiere mano de obra formada, educación, ciencia, pero sobre todo no es compatible el deseo de un país desarrollado con procesos neoliberales que deja a generaciones enteras de niños y niñas malnutridos y sin acceso a derechos básicos como la salud, la educación, la vivienda. El futuro no es lo inesperado, el futuro es el producto de un quehacer colectivo que aun en la contingencia anticipa certezas.

Entonces, empecemos a hablar del verdadero conflicto: la Argentina tiene profundas grietas en términos de desigualdad socioeconómica que configuran una ciudadanía de primera y otra de segunda. Desengrietar es, justamente, animarse a construir un nuevo acuerdo social en el cual la transformación pase más por ordenar lo económico que por imponer un falso orden cultural que consagra los privilegios de las minorías. Dicho de otro modo, si el statu quo propone la anarquía del mercado, un nuevo acuerdo social deberá redistribuir para crecer, y orientar el crecimiento hacia un modelo de desarrollo inclusivo. Y para que el acuerdo social se aplique y perdure en el tiempo hay que pensar que es algo más -bastante más- que una puja de precios y salarios. Pero también, que es algo más que un pacto de tolerancia. El acuerdo social debe dar lugar al cambio estructural. Y este requiere de dos piezas claves; en primer lugar, de una economía política con alianzas claves para sostener los acuerdos; en segundo lugar, una nueva narrativa que gane definitivamente la batalla cultural al neoliberalismo y donde la solidaridad se vuelva un valor intrínseco e indiscutible.

Al mismo tiempo, en Argentina sobresalen por su propia expresión las demandas feministas, ambientales, juveniles, las de los movimientos sociales, de los pueblos originarios y de las disidencias sexuales. Por lo tanto, el acuerdo social deberá ser un puente de conexión entre las demandas que están latentes en la sociedad civil y las agendas políticas. El acuerdo social no es pensar todos iguales, no es negar las diferencias ni las disidencias sino por el contrario es un espacio para sintetizar y procesar el conflicto. Este es tal vez el sentido de este nuevo acuerdo social: instituir desde los conflictos y las heterogeneidades sociales, instituir produciendo individualidades autónomas.

* Delfina Rossi y Nahuel Sosa son integrantes de Agenda Argentina.