Hoy María Elena Walsh cumpliría 90 años. La cifra redonda convoca a la celebración, pero en el fondo es apenas un apunte de almanaque. Un dato del tiempo cronológico que pierde importancia ante el tiempo histórico. Ante la persistencia de su obra, su actualidad inagotable en la cotidianeidad de un país que, consciente o no, continuamente se explica a sí mismo a través sus rimas, sus metáforas y su mágico manejo del sinsentido. Sin dejar de ser poeta, la Walsh fue escritora, compositora, autora, cantora, maestra, feminista, ciudadana. Como trovadora de lo palpable y lo anhelado, María Elena encarnó -y encarna- la conciencia poética de generaciones de argentinos.
María Elena Walsh nació el 1º de febrero de 1930 en Ramos Mejía. Ascendencia irlandesa por parte del padre, y herencia criolla y andaluza por parte de su madre, fueron la base de una identidad amplia y generosa, que le permitió atravesar la vida cultural argentina con el desparpajo de quien sabe que su voz viene de otras voces y la modernidad es un amasijo de tiempos en vaivén. A lo largo de una vida dedicada a descalzar sentidos de las palabras, pasó de sonrojarse como juvenil promesa de la poesía a hurgar con desenfadado entre los pliegues de la palabra cantada. Desempolvó el folklore como idea y en la conmoción de lo urbano fue parte de aquel movimiento de la Nueva Canción Argentina que en la segunda mitad de la década de 1960 afinó las mezclas de géneros y estilos en nombre de lo distinto. Con esa argamasa forjó su idioma para grandes y chicos. Para los demás.
A los 17 años, su primer libro de poesía, Otoño imperdonable, obtuvo el segundo premio municipal de poesía y fue celebrado por figuras como Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez. Por entonces ya publicaba en el diario La Nación, como luego hizo en la revista Sur. Allí polemizó con los intelectuales que lisonjeaban una Argentina “más cerca de París que de Catamarca” y entre otras cosas renegó de la descontada idea de José Hernández como el poeta máximo de ese conjunto de esencias y circunstancias que debían trazar la identidad de un país. “Máximo poeta es el pueblo, a pesar de ser excluido de las antologías y de los textos escolares”, supo decir y enseguida lo demostró con una copla anónima: “A la orilla de un hombre/ estaba sentado un río/ afilando su caballo/ y dando agua a su cuchillo”.
Eso sucedió en 1960, en el año del 150° aniversario de la Revolución de Mayo, cuando la revista creada y dirigida por Victoria Ocampo, con quien entabló una amistad perdurable, la convocó entre una serie de intelectuales a un “examen de conciencia” sobre la argentinidad. Entre otros escribieron Jorge Luis Borges y la misma Ocampo. También ella, cuyo artículo se tituló “Vox populi” y, justo en esa revista, trazaba una encendida defensa del folklore. No de lo que por entonces, en nombre de lo popular, retumbaba en peñas, radios y discos y avanzaba por el costado más operativo de la industria cultural, sino de lo que ella misma definía como “esencias poético musicales” del hombre de los valles y quebradas del noroeste argentino. Allí, sostenía, estaban catedrales metafísicas, estéticas y humanas de los argentinos.
María Elena hablaba de lo que había conocido en la década de 1950 en compañía de Leda Valladares. De lo que bajo el nombre de Leda y María dejaron sentado en discos como Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), publicados en Europa, y los dos volúmenes de Entre valles y quebradas (1957). Esa identificación personal con la raíz de la belleza anónima y colectiva, se proyectó después en los vértigos del proceder ciudadano.
En 1960 apareció Tutú Marambá, su primer libro de poesía dedicado a los niños, al que siguieron Zoo Loco (1964), El Reino del Revés (1965) y Dailan Kifki (1966), por nombrar algunas de las muestras de un lenguaje y una actitud absolutamente novedosas para la literatura infantil. Esa manera distinta y elevada de considerar a la infancia como espacio y a las niñas y los niños como público, se complementó enseguida con varios discos de canciones y cuentos. Fue una especie de renacimiento de la canción como herramienta poética, portadora de memorias y asombros, que se consolidó en trabajos como Canciones para mirar (1963), El país de nomeacuerdo (1967) y Cuentopos (1968).
Más allá de sus maravillosas canciones infantiles, María Elena Walsh fue una cantautora todo terreno y en canciones abiertas a un público más amplio –como en definitiva lo eran las infantiles- supo trazar con garbo e insolencia un retrato mordaz, sentimental e impiadoso de lo cotidiano: “¿Diablo estás?”, “Los ejecutivos”, “El 45”, “Sábana y mantel”, “Orquesta de señoritas”, por nombrar algunas, que son parte de discos como los dos Juguemos en el mundo, el primero de 1968 y el segundo de 1969, El sol no tiene bolsillos (1971), Como la cigarra (1972), El buen modo (1975), son representativas de una inteligencia superior y una sensibilidad abrazadora.
El único disco publicado durante la infausta dictadura cívico militar fue De puño y letra (1977). En esa época dejó prácticamente de componer y casi no actuó en público. En un famoso artículo publicado en el diario Clarín en agosto de 1979, con la misma perspicacia de sus poesías, cuentos y canciones y con un coraje poco común para la época comparó a esa Argentina de la dictadura con un jardín de infantes. “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. (…) El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas”, escribió.
En febrero 1982, Mercedes Sosa abría sus shows de reencuentro con su público, después de la ignominia del exilio, cantando “Como la cigarra”: “Gracias doy a la desgracia y a la mano con puñal porque me mató tan mal y seguí cantando”, dice la canción. Poco después, el mismo tema, junto a otros como “Oración a la Justicia”, “Dame la mano y vamos ya” y su traducción de “Venceremos”, un himno de los derechos civiles en Estados Unidos recopilado por Pete Seeger y popularizado por Joan Báez, acompañaron el retorno de la democracia como cánticos de esperanza.
Innumerables son las versiones de sus canciones: MIA, Cuarteto Zupay, Aymama, Sandro, Tita Merello, entre muchos, muchos otros. Pero cuando las cantaba ella misma, con su voz, tensa y dulce de madre buena y severa, su mundo se completaba. Murió el 10 de enero de 2011. Pero ese es otro apunte del almanaque. Para personalidades como María Elena Walsh, morir es imposible. Entre otras cosas porque a su obra, perdurable por fuerza propia, el tiempo no le concederá la infernal ciudadanía “en el país de nomeacuerdo”.