Cuando el noviazgo fue oficial, dijo algo que me quedó resonando por mucho tiempo: mientras estemos juntos nadie te va a hacer nada porque al que se zarpe, le rompo la cabeza. En un principio, la promesa me incomodó más que darme seguridad. Pero enseguida me convencí: es porque estás saliendo con un hombre de verdad y los hombres de verdad aman así, prometiendo cuidado, con huevo, algo que sin duda mi noviecito anterior no había tenido cuando nos asaltaron y salió corriendo. Pablo conocía la anécdota porque yo misma se la había contado. Me servía para desbaratar sus celos y recordarle que estaba muy por encima del cagón de mi ex. No me costaba nada y, a cambio, me abrazaba y besaba con más deseo. Era un tipo con calle, de esos que saludan a los laburantes de la cuadra y se ufanan del respeto que les tiene el barrio. Gracias a él, comencé a saludar a los trapitos y comerciantes de la zona que, al enterarse que era su novia, cambiaron la mirada lasciva por un saludo de vecino buena onda. Tal era ese respeto que, una vez, un pibe que estaba en el kiosko me invitó a tomar una birra y el que atendía lo rescató: no te zarpes que es la novia de Pablo. Enseguida el pibe retiró la invitación, levantó las manos en señal de inocencia y todos se rieron. Repliqué la risa y volví a casa sintiéndome intocable. Periódicamente, Pablo chequeaba cómo me trataban, no sólo en el barrio sino también en la facu y el trabajo, reafirmando el compromiso con su promesa. Nadie me había hecho sentir tan cuidada. Me encantaba ser la novia de Pablo.

Para festejar el segundo mes, fuimos a un boliche. Me había vestido para él pero no me significaba un sacrificio. Incluso cuando ello implicaba encajarme tacos, minifalda y las remeras ajustadas que sólo usaba cuando sabía que no iba a comer una galletita y, por ende, podría respirar. Más me convertía en su chica, más amada me hacía sentir.

Tomamos varios tragos y bailamos al costado de la pista. De a ratos nos sentábamos y nos dábamos unos besos que yo interrumpía acalorada cuando a él se le iba la mano. Es que no me aguanto, sos una diosa. Y yo, que era nueva en eso de sentirme una diosa, jugaba a provocarlo para después frenarlo y susurrarle cosas al oído. Disfrutaba la novedad, la adrenalina de verlo como loco. Él no me sacaba los ojos de encima, parecía borracho de mí y eso me encendía. Cuando ninguno de los dos aguantó más, salimos del boliche y abrazados esquivamos a los fumadores e indecisos que hacían puerta. A los metros, nos libramos del gentío y las veredas se hicieron transitables; nos despegamos sin soltarnos las manos. En eso, sentimos un chiflido de la vereda de enfrente. Era un pibe que me hacía señas y gritaba cosas. Intenté distraer a Pablo con un abrazo pero fue inútil. Me hizo a un lado, se dio vuelta y al grito de qué mierda te pasa cruzó la calle. El pibe empezó a decirle que tampoco era para tanto, que estaba elogiando a su novia y que no iba a pelearse por eso. Pero no importaba qué tanto se disculpara, Pablo ya había apoyado su frente contra la del tipo y apretaba los puños como cargando furia para pegarle. Como pude, le grité que nos fuéramos, estaba petrificada. Pasaron autos arengando la pelea a los bocinazos y, cuando volví a verlos, Pablo lo tenía del cuello contra la pared. El tipo apenas podía moverse. Para entonces, algunos curiosos se habían acercado a presenciar el espectáculo. Yo moría de vergüenza y culpa por haberme paralizado, por habernos emborrachado, por haber jugado a la diosa, por mi pollera y mi top pronunciado. Crucé corriendo y le bajé el brazo para que lo soltara. El hombre tosió y volvió a respirar. Pablo me miró como si volviera de una pesadilla y me encajó un beso heroico. Fue el beso más amargo que me dieron en mi vida. Tomó al hombre de la remera y a los gritos lo obligó a pedirme perdón. Del círculo improvisado de gente, apareció una piba llorando a los gritos. Nos dijo que éramos unos enfermos y nos echó amenazando con llamar a la policía. Yo agaché la cabeza, Pablo la miró y escupió a un costado. Me tomó fuerte de la mano y empezamos a caminar como si nada. Con los brazos todavía temblando, me obligué a la calma pero no volvía del shock. No me sacaba de la cabeza su mirada fuera de sí y el beso amargo que me encajó cuando evité que ahorcara a una persona. ¿Era ese el rostro del amor que se la juega? ¿Qué hubiera pasado si en vez de frenarlo esta vez yo salía corriendo? Nos tomamos un taxi y me acarició el rostro con una ternura que desentonaba con la noche. Me besó en la mejilla y al oído me dijo: tranqui, hermosa, ni ese gil ni nadie más te vuelve a faltar el respeto.