El fiscalismo es uno de los peores virus del pensamiento económico. Es la idea de las “finanzas sanas”, de que no se puede gastar más de lo que se recauda. Es un “virus” porque se trata de un lugar común grabado a fuego, a fuerza de repetición, en el inconsciente colectivo. Se apoya además en el sentido común, la idea de gastar “lo que no se tiene” parece absurda.
Así, cualquier economista que enfatice en la necesidad de los equilibrios fiscales y monetarios, que diga frases como “tener una macroeconomía ordenada”, o que hable de “políticas monetarias y fiscales consistentes” habrá dado el santo y seña para ser inmediatamente considerado “serio” y partícipe de la cofradía. Se trata además de lo que se enseña en la mayoría de las universidades.
El virus habita y se reproduce dentro de la corriente principal. El buen economista sería entonces como el buen contador. No nos referimos al arte de conseguir que los clientes paguen menos impuestos, sino a los principios elementales de Luca Pacioli y su partida doble llevada a las cuentas nacionales.
Sin embargo, si se acerca la lupa al problema puede vislumbrarse su verdadera naturaleza. Los cultores de los equilibrios no están en realidad preocupados en que los gastos sean iguales a los ingresos, es decir en que no haya déficit, ya que tal estado, partiendo de una situación deficitaria, podría alcanzarse, por ejemplo, aumentando los impuestos.
La verdadera obsesión está en el Gasto y, por extensión, en el tamaño del Estado, que es lo mismo que decir la cantidad y calidad de sus prestaciones. Un derivado del fiscalismo, entonces, son los Estados mínimos que no se ocupan de nada de lo que puedan ocuparse los privados. En el extremo nada de, por ejemplo, salud, educación o previsión social, sólo las funciones básicas de administración, seguridad y defensa.
Otro derivado del fiscalismo es el monetarismo, la idea de que la emisión genera inflación y que por ello deben existir bancas centrales independientes del poder político --como si tal cosa fuera posible-- que ejerzan un control estricto sobre la cantidad de dinero.
Son todas ideas cuyo fin último es en realidad la destrucción del sector público y sus regulaciones.
La soberanía del Estado no se basa en que posea una policía y un ejército, sino fundamentalmente en su capacidad de “movilizar los recursos sociales”, tarea que consigue principalmente a través del gasto.
Suponga el lector que el Estado imprime billetes y los destina a la construcción de una obra de infraestructura o a pagar los sueldos de la administración. El Estado habrá creado así un déficit, pero cuya contrapartida es el superávit privado. El gasto, además, tiene un efecto multiplicador, ya que el dinero inicial circula retroalimentando la actividad productiva. Por ejemplo, los constructores de infraestructura demandarán insumos y mano de obra y los trabajadores alimentos y textiles. El Estado gastó lo que no tenía y creó, de la nada, activos y actividad económica. He aquí su poder.
Quitarle al Estado la política monetaria, por ejemplo dolarizando la economía, equivale a quitarle su poder de movilizar recursos, su soberanía.
Pero la historia no termina aquí. El Estado generó actividad económica y sobre esa actividad cobra impuestos. Si se genera actividad se generan ingresos impositivos. En consecuencia, en los sistemas impositivos modernos, los equilibrios fiscales se consiguen gastando más, no menos.
Si al lector le parece extraño que no sea necesario recaudar primero para gastar después se puede acudir al ejemplo de los principales creadores de dinero: que no es el Estado sino los bancos comerciales.
A diferencia de lo que normalmente se cree, la mayor creación de dinero es el dinero bancario a través del otorgamiento de créditos. Y también a diferencia de lo que normalmente se cree los bancos no necesitan poseer el dinero que prestan, solo una porción mínima, los encajes en el Banco Central.
Por ejemplo, si el lector compra un vehículo a través de un crédito bancario se crea una cantidad de dinero equivalente al precio del vehículo y se acredita en la cuenta bancaria del comprador. Es decir el banco creó dinero de la nada e inmediatamente ese dinero comienza a circular. Por ejemplo a pasar de la cuenta del comprador al vendedor y de la del vendedor a sus acreedores o proveedores. Tanto en el caso del sector público como en el privado no se necesitó de una acumulación previa de riqueza, “ahorro”, para poder movilizar recursos sociales. El ahorro recién aparece después de la inversión como resultado del proceso productivo.
¿De qué depende que los bancos otorguen más o menos créditos? Del nivel de actividad económica. Por eso la buena teoría sostiene que la cantidad de dinero es “endógena”, depende de la evolución del PIB. Y el rol de la buena economía no es conseguir equilibrios presupuestarios, sino conducir el ciclo económico.
Los defensores del equilibrio fiscal como objetivo de política saben que la reducción del Gasto contrae la economía. También saben que el control férreo sobre la política monetaria limita la capacidad de gastar del Estado. Otra vez, el objetivo no son los equilibrios, sino la destrucción del Estado, al que la mala teoría asocia a una carga para el sector privado antes que a un movilizador y multiplicador de recursos.
Lo expuesto no quiere decir que no haya restricciones de Gasto para la política económica, pero la restricción no es la interna. El Estado pueda gastar y movilizar recursos, pero cuando lo hace la economía crece y, dada la estructura productiva local, las importaciones crecen más rápido que las exportaciones, la economía se queda sin dólares y se frena. La verdadera restricción, entonces, es la externa. Por eso nunca deben confundirse los gastos en pesos con los gastos en dólares.
Una pregunta posible, de sentido común, es: ¿si se puede gastar sin recaudar previamente, para qué sirve la AFIP? La estructura de recaudación determina sobre quiénes pesa la carga de sostener el Estado, funciona como un mecanismo de redistribución del ingreso. Es por eso que se dice que la estructura impositiva refleja las relaciones de poder al interior de la sociedad.
Pero si realmente se quiere equilibrio fiscal, suponiendo que sea un fin en sí mismo, se debe gastar más, no menos, para que crezca la economía y la recaudación. Si en cambio el gasto se reduce se entra en un círculo vicioso recesivo de caída de la actividad y de los ingresos fiscales. La teoría económica lo sabe desde al menos la década del '30 del siglo pasado.
Los economistas ortodoxos también saben cómo destruir el Estado. El nivel de endeudamiento dejado por la administración de Mauricio Macri, y sobre todo la dependencia con el FMI, obligan a los funcionarios de Economía a un exagerado discurso fiscalista. Una vez más, la verdad surgirá de la observación de cuáles serán efectivamente los gastos y sobre qué sector de la sociedad recaerá mayormente su sostenimiento. Habrá que ver antes que escuchar.