Señalemos un dilema estético primordial, el que argumenta el vínculo entre la interioridad y la exterioridad. Esto es, toda producción artística supone un nivel de extrañamiento con el mundo, una zona traumática de la existencia que suscita algún tipo de expiación simbólica. Se busca comunicar aquello que nos disgusta desbordando la insípida literalidad del concepto. Sin embargo, ese núcleo disconforme de la personalidad solicita un público, un otro con el cual compartir esa mirada enfadada de lo real. La tensión resultante podría definirse así. La ficción solipsista convierte al objeto estético en una expresividad infructuosa, pero su repercusión excesiva lo contamina en parte de ese flanco defectuoso del ser que procura cuestionar.

En torno a esta controversia, el cine introduce una potente mutación pues se yergue esencialmente como arte de masas. Por cierto el teatro clásico o la literatura moderna capturaron el asentimiento significativo de un público, pero en una escala y con una intensidad difícilmente equiparable. Es interesante interrogarse por las razones de ese fenómeno, una muy particular democratización del gusto que reformula aquella escisión entre los secretos de una conciencia desdichada y sus efectos sobre una multitud de escuchas tan requerida como sospechosa.

La primera de esas razones es sin dudas su diversidad semiótica, la manera articulada en que el cine coaliga las tres clases de signos que viabilizan nuestro trato con las cosas (el texto, la imagen y el sonido). Hay una integralidad de la percepción humana que queda así satisfecha, una plenitud de contacto con aquello que busca ser examinado solo alcanzable en esa riqueza sensorial que el cine explota constitutivamente. La segunda de ellas es lo que podríamos denominar pretensión de realidad, de atrapar el espectador en el ensueño de una veracidad aparente, una suerte de patente cercanía cuasi física que impacta sin igual en la receptividad de los asistentes. Hay por lo demás una territorialidad encriptada que colabora con ello, una sala a oscuras que nos invita a la atención inmóvil, concentrada y casi hipnótica. Y por último, la rápida apropiación del cine por la industria cultural capitalista, la mercantilización creciente de un virtual disfrute popular convertido en ganancia empresaria.

Ahora bien, la irrupción definitiva de un arte con vocación de multitudes reaviva en tonalidad más aguda una polémica sobre la que se había pronunciado el propio Aristóteles. ¿Qué relación entablar entre la calidad de una obra y el mensaje moral que transmite? ¿En cuánto engrandece o perjudica a un autor su intervención política sobre el mundo? Dicho de otra manera, si en el cine se produce como nunca antes presuponiendo un público que se configura al recibir un mensaje, ¿es legítimo emitir veredicto acerca de la dimensión pedagógica de una obra?

Estas escuetas reflexiones asfaltan el terreno para algunos comentarios sobre El Guasón, película dirigida por Todd Philips y protagonizada por Joaquín Phoenix que competirá en los próximos días por los premios de la Academia de Hollywood. Merece nuestra atención por el notable éxito de público que ha recogido en prácticamente todo el planeta. Retornando en parte a lo señalado al comienzo, cuando una obra repercute de esa forma las posiciones antagonizan. O el arte de fuste para ser tal supone un virtuosismo técnico que roza el hermetismo, o su pretensión comunicativa amerita una simplificación de las estrategias de enunciación.

Pues bien, el filme en cuestión pone en jaque ese binarismo, pues su repercusión es enorme y su factura estética (anticipamos) es intachable. Hay en el cine como arte de masas, ya fue de algún modo anticipado, una singularidad que requiere ser justipreciada. Es un calibrador eventual de la conciencia social dominante, de los estados actuales de opinión que buscan diferentes canales de manifestación. El voto es uno, la movilización callejera otro, pero el arte como textualidad compleja de alcance industrial porta la característica de conjugar experiencia ficcional y reflejo mediato de una idiosincrasia colectiva. Es más, aún en aquellas obras en donde impera lo que habitualmente calificamos como “entretenimiento” hay indicios de una ubicación antropológica, de una disposición de ánimo que amerita ser descompuesta en su aparente banalidad.

Pues bien, ¿cómo explicar el rotundo interés por El Guasón? Un ingrediente, tal vez más superficial pero inevitable debe ser señalado, es su vinculación con una de las representaciones más difundidas de la cultura pop contemporánea (la tira de Batman y los distintas sagas de superhéroes). Hay allí una plataforma de despegue que alimenta la expectativa, pero en ningún caso la explica cabalmente. Auscultemos entonces los dos aspectos medulares de la película, que sintonizan con un cuadro generalizado de la opinión pública.

En primer término, una crítica a la hipermodernidad y la sobreurbanización, que tiene como antecedente insoslayable Taxi Driver de Martin Scorsese. Pulverización de los vínculos fraternos, sendas familiares descompuestas, contactos existenciales donde rige el desapego afectivo, hostilidad de las burocracias administrativas crean un sistema propicio para comportamientos patógenos, enfermizos, cuya reactividad anómala es simultáneamente peligrosa pero atendible en tanto denuncia un estado alarmante de cosas.

Hay allí un cierto núcleo trágico, pues ese cuadro que dispara dislocaciones vitales es a su vez un dato irreversible de la civilización que nos atañe. Nos incomodan al extremo situaciones que son inescindibles de nuestra condición de seres incrustados en la modernidad tardía. Algo de esto también había circulado en la (claramente fallida) Relatos salvajes. Un conjunto de instituciones (la familia, la justicia, el estado) vapuleando a ciudadanos indefensos que al verse ultrajados reaccionan explosivamente.

La película de Philips incluye decisivamente (en la línea de El Club de la pelea, de David Fincher”) una lectura política en su relato, por cuanto la patologización creciente del personaje central deviene de algunas formas impiadosas de capitalismo salvaje. Medicinas que se le niegan, ejecutivos de Wall Street que lo golpean o un intendente enriquecido que lo bastardea colaboran en la progresiva radicalización de un sujeto en el cual confluyen una historia familiar traumática, un cosmos urbano amenazante y una estructura de poder insensible.

Un estado de insatisfacción siempre a punto de estallar, he allí el hilo narrativo que el director explora y el público aplaude. Un público que por cierto no estalla en su cotidianeidad pero siente que podría hacerlo, que sería legítimo hacerlo para evitar la locura, la alineación o el maltrato. Y aquí ingresa el segundo elemento que, creemos, sostiene la aceptación del filme. Esto es, el punto en que ese estado de insatisfacción recela de cualquier forma de reparación sistémica, institucional, en definitiva política.

He allí una paradoja de El Guasón. Politiza el comic y el linaje de críticas a los desgarramientos de la modernización pero ignora todo camino de organización colectiva para reparar sus daños. Las opciones parecen ser el caos, la locura o el crimen. El solipsismo de la conciencia dislocada o la extroversión de una horda de payasos quemando la ciudad o asesinando a gobernantes y empresarios. Irrupción imprevista de un pueblo que pasa de una voz soterrada y pasivamente angustiada a furia descontrolada sin desembocadura propositiva.

Volvamos entonces a la cuestión del juicio estético, a la relación entre el cine como arte de masas, su alcance pedagógico y su incidencia performativa. Es brillante la película? Sí, por el debate que abre y las fibras que toca. No, porque plantea sin matices una alternativa asfixiante. O los líderes de una revolución son personalidades patógenas o lo que vale de una emancipación es su momento puramente destructivo abjurando de cualquier orden estatal aceptable. Lo primero recuerda el desprecio conservador respecto de los liderazgos populares y lo segundo a cierto utopismo de izquierdas autonomistas que recelan de cualquier forma de regulación estatal de los cambios.

Exploremos otro camino y en esa búsqueda interesa el peronismo. Un movimiento que desde sus orígenes combinó insurrección y estatalidad. El 17 de octubre y la Resistencia como acontecimientos de disrupción y aguerrida subjetividad popular desbaratando la consistencia entre fraudulenta y opresiva de un régimen de dominación. El Plan Quinquenal y la Constitución de 1949 como arquitectura normativa de un estado rector de rotundas mejoras sociales. Por qué no pensar así también la crisis del 2001. Anomia de las asambleas barriales devenida en un proceso progresista con liderazgos perdurables.

Perón en El Modelo Argentino define a la política como “la lucha por la institucionalización de una idea”. Y en diversos escritos describe las 4 etapas de su revolución (la doctrinaria, la toma del poder, la dogmática y la institucional). Combinación ajustada entre conciencias que maduran, hegemonía oligárquica que se fisura, nuevas identidades que se fundan y proyectos populares que se cristalizan. El triunfo del 27 de octubre parece reabrir ese blasón. Con un capitalismo salvaje que provoca exclusión y repudio, pero encuentra como réplica o la movilización sin destino o el neofascismo, el Frente de Todos tiene en sus manos la posibilidad de combinar con sabiduría la palabra popular insatisfecha y una estatalidad transformadora y a su vez competente.