A mediados de los años sesenta el cáncer definitivamente era una enfermedad incurable, los hombres y las mujeres de fe que lo padecían podían pedirle ayuda a Dios, los hombres y mujeres ateos o agnósticos no contaban con ese consuelo. Mario Jorge De Lellis respetaba las diferentes creencias, pero era tozudamente ateo, cuando supimos de su cáncer comprendimos que debía abandonar toda esperanza. Tenía 44 años, había fundado y dirigido la revista cultural Ventana de Buenos Aires, llevaba publicados una cantidad imprecisa de cuentos, una novela, una biografía de Pablo Neruda, otra de Cesar Vallejos y doce libros de poesía. Esencialmente era un poeta que “iba como buscando flores por la vida”, constituido por derecho propio en un continuador de la obra de Raúl González Tuñón. “Con él descubrimos que era posible una poética tanto de los pequeños sucesos como de los ídolos populares (...) y aprendimos sus textos de memoria”, supo señalar Horacio Salas.
En uno de sus célebres poemas, “Canto a los hombres del vino tinto”, De Lellis había escrito: “La vida es tan correcta / tan construida así como esas casas de diez pisos / tan dócilmente puesta hacia la muerte”. Y precisamente en ese año 1966 él iba hacia la muerte. Sin embargo, soslayó los gestos trágicos y siguió rindiéndole culto a la amistad, al vino y a los versos. La amistad y el vino estaban garantizados; en cuanto a los versos, justo en esos días se cumplían veinticinco años de la aparición de Flores del Silencio, su primer libro de poemas. En El escarabajo de oro, no el cuento de Edgar Allan Poe sino la revista que dirigía Abelardo Castillo, nos pareció que había que celebrarlo, entonces fue que le propusimos reeditar Cantos humanos. Acarició lentamente su bigote y aprobó con un minúsculo movimiento de cabeza. El próximo paso fue hablar con Carlos Alonso, se sintió honrado por participar en el agasajo y una semana después teníamos el dibujo para la tapa: una suerte de tríptico de trazos dolorosos y profundos que mostraban los rasgos medulares de De Lellis. El libro ya era un hecho, en la solapa escribimos: “Se nos ha dado por querer que esta nueva edición de ‘Cantos Humanos’ sea algo así como el pequeño pago; o mejor, para que no haya malentendidos, el homenaje en chico de toda una generación al poeta al que más le debe”.
Era tiempo de buscar el sitio ideal para presentarlo. Alguien propuso el histórico caserón de la SADE, en la calle México a pocos metros de donde entonces se alzaba la Biblioteca Nacional. Horacio Salas y Abelardo Castillo se ocuparían de trazar el perfil de Mario Jorge de Lellis y luego el propio De Lellis leería alguno de sus poemas. Estábamos cumpliendo fielmente con las normas de la época, ahí fue cuando Mario nos habló de su sueño, “algo así como el sueño del pibe”, dijo. Era un sueño sin más vueltas: “Imagínense —explicó— yo leyendo ‘Canto a los hombres del vino tinto’ y a mi lado, pegadito, el Gordo Troilo, con su fuelle, poniéndole música”.
Los sueños están para cumplirse: había que buscar a Anibal Troilo. Nos dijeron que podríamos encontrarlo en Caño 14, un bar de copas y tangos que estaba en un entrepiso de la calle Uruguay, entre Paraguay y Charcas. Ahí lo encontramos, en cuanto pudimos acercarnos, le contamos quién era Mario Jorge de Lellis, le dijimos que igual que él había nacido en Almagro y que le quedaban unos pocos meses de vida. Troilo nos escuchó con los ojos semicerrados; de tanto en tanto movía apenas la cabeza, como afirmando. Cuando dejamos de hablar, habló él: “¿Qué día y a qué hora?”, preguntó. “El 5 de abril, el martes 5 de abril, a las siete de la tarde”, contestamos. “Allí estaremos”, dijo, en plural.
Mario Jorge de Lellis nunca se enteró de aquella visita a Caño 14, la callamos con el fin de mantener el efecto sorpresa, aunque hubo una segunda razón para ese silencio: la promesa de Troilo podría haber sido una manera piadosa de sacarse de encima a esos jóvenes que venían a pedir imposibles. El 5 de abril, a las seis y media de la tarde, estábamos convencidos de eso. Sin embargo, nos apostamos en la puerta de la SADE esperando lo imposible.
Unos minutos antes de las siete, comprendimos el plural de aquella noche en Caño 14: en la vereda de enfrente se detuvo un taxi y de él bajaron Aníbal Troilo, Roberto Grela y Tito Reyes. Los tres se escabulleron hacia el fondo del escenario. Poco después Horacio Salas y Abelardo Castillo hablaron del poeta y su poesía, luego Mario Jorge de Lellis comenzó a decir “Canto a los hombres del vino tinto”, cuando llegó al verso “Viejos amigos míos, cantantes de violetas” se produjo el milagro: sonaron los primeros acordes del bandoneón de Troilo y casi de inmediato los compases de la guitarra de Grela. El resto no se puede contar, fue “como un gran acordeón tocando a fiesta”: cantó Tito Reyes y bebimos vino. En un momento le acerqué a Troilo un libro de Mario y pedí que en su portada escribiera algo. Lo que escribió obvia comentarios, sin vueltas da la medida de un gran artista y de un gran hombre: “Una vez más, a Vicente y a todos, gracias. Pichuco”.
Mario Jorge de Lellis murió seis meses después: el 14 de noviembre de 1966. “Quizá esa tarde los gorriones se hayan callado un momento”, postuló Isidoro Blaisten. Estoy seguro de que así fue: esa tarde por un momento callaron los gorriones para que Mario Jorge de Lellis pudiese escuchar una vez más la voz de Tito Reyes, la viola de Roberto Grela y el fuelle de Anibal Troilo despidiéndolo como todo poeta mayor merece ser despedido.