Estás pupilo en un colegio con nombre de santo inglés por una nefasta decisión de tus padres. Te metieron allí dentro y no te consultaron nada al respecto. Sos un maldito adolescente de casi 16 años. Estás con tu amigo, echado panza arriba en tu cama, mirando el cielo, raso. Y acabás de tomar un ácido con una marca labrada que es el logo de una compañía de autos japoneses. Y en las pupilas de la habitación, aparecen paredes con formas increíbles. Cada vez que tomás un ácido, es muy probable que las paredes también respiren y se ondulen. En este preciso momento, el asunto de la digestión te parece lo más divertido del mundo. Y la sola idea de hacer la digestión, te provoca mareos interminables y convulsiones. No podés parar de desternillarte de la risa y mientras te reís de lo entretenida que es la digestión, te aparece una idea. Una idea que ahora es ineludible. Deberías poner un disco. Uno de esos discos de vinilo para los que se necesita una bandeja, una púa diamante, una monjita bien fría y una multitud de cables. Mientras lo escuchás, comenzás a buscar mensajes ocultos, esotéricos, alguna instrucción para suicidarte a estilo de una glamorosa estrella de rock o quizá algunas incitaciones a cometer asesinatos en masa como Charles Mason. Nada parece emerger de ese plato plástico y redondo de dos caras y un agujero al medio. Seguís buscando. Métodos para cultivar flores de plantas prohibidas y nuevos mensajes secretos que todos los padres del mundo siempre supieron que escondían esos discos.

¿Cuál sería el disco que elegís para ese minuto? ¿Intentás pasar al revés la parte final de Revolution Número 9?

Nada de eso. Ya probaste y no sucedió ninguna ficción. Pero aprendiste las palabras “Namber nain”, eso sí. Y aunque vuelvas a pasar al revés el Álbum Blanco de Los Beatles, no podrías ser concluyente a certificar que allí, se esconden mensajes satánicos. No tenés los discos de Black Sabbath ni de Los Saycos porque, a decir verdad, las letras te parecen bastantes estúpidas. Tampoco tenés los discos de AC/DC ni de New York Dolls porque todavía no se conocen demasiado. El rock agoniza. Son los últimos estertores de aire fresco y libre. Un par de años más y todo será colecta para el chanchito de la industria. Como ya intentaste pasar al revés decididamente todos tus discos y los de tu aliado amigo, decidís poner el más anormal de todos. El disco es de una banda californiana: The Tubes. Ese disco fue robado por tu hermano mayor mientras realizaba un trabajo de pasante en la radio del pueblo el mismo año que apareció: 1975. ¿A costa de qué semejante riesgo? Porque su hit, es una cantinela con pinceladas wagneriana con coros y orquesta y maldiciones. Se llama “White Punks on Dope”. Y en este momento, en este preciso y único momento, eso sos: un salame fresco, un punk adoptado, drogado y pueblerino.

 

Te sentís solo. Definitivamente solo, incluso con tu amigo al lado. Esa es la condición inevitable del adolescente. Y esa banda punk que se disemina por los aires, te parece la mejor banda de la historia. Y te costará una vida larga volver a moldear el gusto de tus amigos acérrimos de Los Faces o Sly & The Family Stone. Pero no te detenés ahí, en esa barrera del pensamiento se abre un surco en tu cabeza. Dice: no pienses como si fuéramos eternos, en ser digital, cuando te tocó patinar en 45 revoluciones por minuto.