“Parece como si lo hubiera hecho más para mí que para homenajear a Jack”, se dice a sí misma Jackie Kennedy en un momento de honestidad brutal, en referencia al impresionante cortejo fúnebre que ella se obstinó en darle a su marido asesinado, a pesar de los recaudos aconsejados por los servicios de seguridad. En qué medida los actos públicos de esos cuatro días que van desde el magnicidio del 22 de noviembre de 1963 a la entrevista que Jackie concede a un periodista en la mansión familiar de Hyannis Port, Massachussets, son espontáneos o construidos, parte de un luto o un espectáculo, hechos o relato, ingenuidad o astucia es –más allá de ser la sustancia misma de la política– la materia de Jackie, curioso debut estadounidense del realizador chileno Pablo Larraín, cuya primera película hablada en inglés parecería privativa para un cineasta “de la casa”. Para un realizador poco amigo de la ambigüedad, la resbalosa Jackie es una rareza, y la lógica indica apuntar como responsable de esa ambigüedad al guionista Noah Oppenheim, entre cuyos antecedentes se cuenta uno francamente infrecuente: es el presidente de la cadena de televisión NBC.
Pensada originalmente como una miniserie de HBO en cuatro episodios, con producción de Steven Spielberg, Jackie se convirtió en una película que dirigiría Darren Aronofsky y protagonizaría su esposa, la exquisita Rachel Weisz. En algún momento ambos abandonaron; Aronofosky quedó como productor y por algún motivo le ofreció la dirección a Larraín, que es más joven de lo que se supone (40 años, siete películas). Por algún motivo también, Larraín dijo que aceptaba si y sólo si Natalie Portman encarnaba a Jacqueline Lee Bouvier. Portman aceptó y eso es lo más comprensible de todo: no es un papel para andar rechazando. De hecho el papel la llevó hasta las puertas del Oscar, y si no lo ganó es por el viento de cola que traía La La Land, que elevó al escenario a la sin duda magnífica Emma Stone. Pero es que lo de Portman es un verdadero show del matiz. ¿Show? Sí, muy visible si se quiere, mientras que lo de Stone es un tipo de actuación más interno, más generoso en tanto menos ostentoso. En fin, cuestión de estilos.
Ninguna novedad como estructura narrativa, la de Jackie se sostiene en la entrevista que un periodista innominado (podría ser perfectamente Theodore H. White, de la revista Life, quien reporteó a la ex primera dama días después del magnicidio) realiza a la señora Kennedy en su casa de Massachussets. Esa entrevista da lugar a que Jackie eche luz sobre ciertos recuerdos, que narrativamente se presentarán en forma de flashbacks, y del vaivén entre ese presente y esos flashbacks surgirá el andamiaje de la película. Hay otros hechos que el estado de shock de Jackie no le permite recordar. O eso dice: que ella misma admita un hiato entre su relato y la verdad habilita toda duda. La señora Kennedy aduce una tergiversación reciente de sus palabras para arrogarse el derecho a editar la entrevista, algo que hará lápiz en mano una vez terminada, de modo poco elegante para una dama de sus quilates. Pero esos quilates, ¿no eran ya una invención? A pesar de su apellido tan bián, Jacqueline Bouvier era hija de un corredor de Bolsa y un ama de casa de Southampton. Esos modales tan distinguidos, ¿no eran acaso aprendidos y mil veces ensayados?
Natalie Portman los exagera, hasta el borde mismo de la caricatura. Allí está, en YouTube, el especial de televisión en el que Jackie, como una especie de Chiqui (Legrand), hace un tour por la Casa Blanca en 1961, mostrándose poco menos que como una reina, con su peinado bananita, su spray y una dicción entre aniñada y afectada. O afectando ingenuidad, más precisamente. Ese modo de hablar es el que Portman acentúa, hasta niveles irritantes. La idea de realeza aparece aquí y allá en la película, insinuada sobre todo por el periodista al que Billy Crudup interpreta como una roca. Lo impresionante es que cuando esa roca empieza a ver que detrás de esa aparente bobita chic hay una astuta mujer política, la roca empieza a desintegrarse. “Eso, por supuesto, no lo dije”, le dice Jackie, levantando el cigarrillo como en un aviso de Kent después de confesar que ella y Jack no dormían en la misma cama. “Por supuesto, no fumo”. Y fuma como un escuerzo. Esa mujer puede decidir no cambiarse el famoso conjunto Chanel rosa ensangrentado por la sangre del marido, “para que vean lo que hicieron a nuestra familia”. Hay que tener brillantez para decidir esa puesta en escena.
Pero a la vez esa mujer puede ser tan frágil como para verse perdida, mareada, ausente, un poco loca incluso, inmediatamente después del asesinato, pidiéndole a un guardaespaldas que le cuente qué pasó, intentando hacer contacto con Lee Harvey Oswald, paseándose por los pasillos de la Casa Blanca como un fantasma. Y sin embargo, en la entrevista introduce la idea de que el gobierno de JFK era como el Camelot del Rey Arturo, confiándole al periodista que en el futuro “esos personajes serán más reales” que los de la realidad. Si eso no es construir un relato…