Incluso para el cinéfilo más afanoso, la extensa y rica historia del cine japonés sigue ofreciendo constantemente novedades y sorpresas. Del cineasta Yûzô Kawashima (1918-1963) poco y nada se había visto hasta ahora en Occidente, con la excepción de un par de títulos tardíos, en particular Sun in the Last Days of the Shogunate (1957), que suele figurar en los primeros puestos de los mejores films nipones en las listas anuales confeccionadas por la revista Kinema Junpo. Un verdadero agujero negro para ir descubriendo de a poco: entre 1944 y 1963 Kawashima filmó medio centenar de largometrajes, una prolífica carrera abortada por su temprana muerte a los 45 años. Luego de dar los primeros pasos en el oficio en los estudios Shochiku, donde permaneció durante una década rodando comedias y melodramas diseñados para completar dobles programas en los cines de la compañía, Kawashima pasaría a las filas de la rival Nikkatsu, donde disfrutó de producciones de presupuesto más holgado y una recepción crítica y popular relevante. Además de hacer las veces de maestro de uno de los pilares de la inminente nūveru vāgu, la Nueva Ola Japonesa: Shohei Imamura.

Ese es precisamente el período abordado por El Japón de posguerra de Yûzô Kawashima, ciclo que la plataforma cinéfila Mubi comenzó a ofrecer a sus usuarios hace algunos días. Siete películas en total, todas ellas estrenadas originalmente entre 1955 y 1958, que muestran en su pico máximo de creatividad y talento a ese “eslabón perdido entre el cine clásico japonés de los años 50 y el modernismo de los 60”, en palabras del historiador especializado Alexander Jacoby. Las copias, relucientes, han sido recientemente restauradas y la visión de todos los títulos permite apreciar a un notable cronista de los cambios sociales y culturales de su país que, al mismo tiempo, nunca olvidó las formas populares del arte cinematográfico.

Suzaki Paradise: Red Light District (1956) es una de las grandes obras de este período y la favorita de Kawashima entre todas sus películas. La primera parte del título pone de relieve un espacio físico de características particulares, que el “distrito de luces rojas” después de los dos puntos hace explícito. El Paraíso de Suzaki no es otra cosa que una zona marginal de la gran ciudad de Tokio entregada a la vida nocturna: bares, pistas de baile, salones dedicados a la prostitución. El prólogo marca el uso de las locaciones reales que el realizador comienza a elaborar de manera ostensible como sets para sus relatos: en plena calle, una pareja de jóvenes discute qué pasos seguir de allí en más. No tienen trabajo ni techo y las únicas pertenencias caben en un par de bolsas de mano. Tsutae corre y se sube a un ómnibus sin conocer el recorrido; la sigue Yoshiji y ambos descienden del vehículo tiempo después. Como si se tratara de una frontera hacia otro país (o un universo diferente al conocido), la historia transcurre en gran medida a algunos metros del luminoso cartel que da la bienvenida a Suzaki. En un pequeño bar gerenciado por una mujer con dos hijos pero sin marido a la vista, la joven consigue un empleo como caramera y anfitriona de los clientes varones, toda una tradición en las sociedades orientales. Su novio comienza a trabajar como repartidor de comida en un local cercano, aunque a regañadientes.

De tono dramático, Suzaki Paradise sigue a ambos personajes y a otros secundarios (la dueña del bar, otra empleada del local de comida, un joven que intenta sacar del negocio de la prostitución a una joven todavía inexperta) a lo largo de varios meses, con sucesos y cambios inesperados que no conviene revelar. A pesar de que la descripción puede hacer pensar en un melodrama tradicional a la manera nipona, Kawashima sostiene una intensidad seca, realista, plataforma para describir un Japón que apenas comenzaba a transitar los primeros indicios de la recuperación económica y en el cual la supervivencia era un modo de vida cotidiano para muchos habitantes. La modernidad narrativa asoma su nariz en varias escenas y el grado de franqueza de ciertas escenas y diálogos puede sorprender al espectador que imagina el cine de los años 50 como un reflejo moralmente pacato. Tsutae está interpretada por una joven Michiyo Aratama, quien tres años más tarde se transformaría en el rostro femenino de la trilogía La condición humana, de Masaki Kobayashi.

Muy distinta en tono, intensidad y logros, Tales of Ginza (1955) muestra otra faceta de Kawashima, la del practicante de la sátira que encara un relato coral como digesto de la sociedad, sin olvidar que el cine suele ser también un entretenimiento. El comienzo del film, luego de una canción pop que describe el barrio tokiota de Ginza, parece remedar a las viejas sinfonías urbanas del período mudo, con su descripción de la vida de una gran ciudad desde el amanecer hasta la madrugada del día siguiente. Comedia (melo)dramática en su máxima expresión, los personajes incluyen a una mujer abandonada por su esposo y obsesionada con hallar al artista que dibujó su retrato quince años antes, un florista de barrio que le da trabajo a un grupo de adolescentes huérfanas (Tatsuya Mihashi, colaborador de Akira Kurosawa en varios largometrajes) y una joven recién llegada de Osaka con ínfulas de modelo, interpretada por Mie Kitahara, actriz que un año más tarde se pondría a las órdenes del realizador Kô Nakahira para un film indispensable del cine japonés pre “nueva ola”, que no tardaría en explotar: Crazed Fruit.

Los “cuentos de Ginza” de Kawashima incluyen un par de números musicales al ritmo del mambo, desfiles de moda, momentos de slapstick con Mickey mousing a tono, una subtrama de whodunit, el tráfico de drogas que avanza sobre las calles del barrio como trasfondo y un intenso clímax en la mejor tradición del film noir. A diferencia de lo que podría haber logrado con el mismo material uno de sus colegas en los estudios Nikkatsu, Seijun Suzuki, no todo funciona con idéntica efectividad, pero el resultado no deja de ser un intenso collage que describe una sociedad en un momento muy particular de su historia, a diez años del final de la Segunda Guerra Mundial. Un joven Imamura, futuro bastión de la nueva ola japonesa, hace las veces de asistente de dirección, según puede corroborarse en los títulos de apertura.

El melodrama vuelve al centro de la escena en Till We Meet Again (1955), relato de existencias cruzadas y casualidades fatídicas en el cual, por un lado, una mujer cansada de la falta de atención de su marido alpinista conoce a un científico especializado en la investigación de peces. Al mismo tiempo, el montañista se encariña con la dueña de una boutique, quien a su vez está profundamente enamorada del padre de la primera de las mujeres, un empresario adinerado. Precisamente, más allá de los romances y atracciones, el dinero marca el ritmo de la vida de los personajes –pedirlo, usarlo, devolverlo, sufrir por las deudas–, espejo de un Japón que entraba de lleno en el capitalismo moderno, que Kawashima registra sin anestesia pero sin abandonar la amabilidad para con sus personajes. Este imperdible ciclo programado por Mubi se irá completando en las próximas semanas con la inclusión de otros cuatro largometrajes del realizador –The Baloon, Burden of Love, Our Town y Hungry Soul– terminando así de dibujar la silueta de una de las novedades cinéfilas en formato de streaming más estimulantes de este comienzo de temporada.

Tales of Ginza (1955)