Importante éxito de público en su Francia natal y reciente ganadora de dos premios César, Monsieur Chocolat abreva en las fuentes de la biopic tradicional, alternando datos y hechos de la realidad histórica con otros imaginados por los guionistas, con el objetivo de darle forma a una mirada contemporánea sobre un personaje ciertamente olvidado. Pero quien, sin embargo, es relativamente sencillo de transformar en ícono cultural y, por extensión, en adalid involuntario de los derechos civiles. La vida y obra del dúo cómico integrado por el británico (aquí reconvertido en francés) George Foottit y el afrocubano Rafael Padilla, alias Chocolat, es una de las tantas que las nieblas de la historia han recubierto con un manto de lógico ostracismo, aunque los especialistas en la cronología del clown los consideren figuras relevantes en la renovación del oficio a fines del siglo XIX. Que la película del realizador Roschdy Zem termine con los cuarenta segundos de una de las seis “vistas” de los artistas reales, registradas por los hermanos Lumière en 1900, es testimonio fiel no sólo de su existencia y popularidad sino de los cambios que se avecinarían en las formas del entretenimiento popular.
Monsieur Chocolat elige simplificar los inicios circenses del payaso negro (interpretado por el experimentado Omar Sy) y establecer su descubrimiento por Foottit (James Thierrée, con un aire a Chaplin fuera de personaje) como el punto de partida de un casi instantáneo estrellato. Un par de flashbacks introducen datos de la vida temprana de Padilla como esclavo liberado en territorio español, permitiendo asimismo que el tema de la condición social irrumpa en la narración sin medias tintas. Será el gerente del Nouveau Cirque y creador del Moulin Rouge, Joseph Oller (un Olivier Gourmet en modo “de taquito”) el que transformará su acto en una de las nuevas maravillas de la escena parisina, logrando que la dupla instale un nuevo tipo de payaso augusto que, teniendo en cuenta su raza, no hará más que corresponderse con el estereotipo del negro bueno y sumiso. Sometido, claro está, a los mil y un cachetazos y patadas. De alguna manera, la relación entre ambos no es muy diferente a la de los comediantes de Muertos de risa, de Álex de la Iglesia, aunque aquí el humor sólo ruede dentro del circular escenario circense.
Una escena ficcional creada para la ocasión hace las veces de bisagra narrativa: en la cima de su popularidad, aunque aquejado por varias adicciones (al juego, principalmente, pero también al alcohol y a las mujeres) Chocolat es detenido por la policía y sometido a varios vejámenes por el simple hecho de ser dueño de una tez oscura. De allí en más, la película reducirá su personaje a una disyuntiva: seguir el camino del éxito comercial con su popular personaje o dar el salto e intentar una carrera en el teatro “serio” como el primer actor negro en interpretar a Otelo. Nada de eso ocurrió en la vida real, por cierto, aunque aquí lo más relevante no sea la exactitud histórica (pocos films cumplen a rajatabla esa condición) sino la aparente necesidad del guión de reducir en semejante grado la psicología de su atractivo personaje central.