Deben existir en el mundo pocas cosas más absurdas que el cine de Elia Suleiman. No porque sus películas (escasas: apenas cuatro largometrajes en casi veinticinco años) sean aborrecibles, desechables o banales. Todo lo contrario. Son absurdas porque el mundo es ininteligible, ridículo, absurdo al punto de la desesperación. Es el punto de vista del realizador cuando se planta frente a aquello que lo rodea, usualmente confinado a los límites de ese territorio que algunos llaman Palestina y otros Israel. De hecho, Suleiman nació en Nazaret y, por lo tanto, su identidad es tanto palestina como israelí, una doble nacionalidad que suele figurar en algunos papeles pero no en otros, dependiendo de su grado de oficialidad. Pero lo absurdo no queda reducido a pequeñeces opacas, formales. En su nueva película, que tuvo su estreno mundial en mayo del año pasado en el Festival de Cannes, esa cualidad descriptiva se extiende mucho más allá de la madre patria: hacia París primero y Nueva York después, en un despegue geográfico que, por momentos, adquiere cualidades cósmicas. Como si se tratara de un Jaques Tati redivivo, preocupado ya no tanto por el avance de una modernidad tantas veces idiota, sino por los mismos mecanismos de la experiencia y la forma bajo la cual vemos el mundo. De repente, el paraíso –título local para It Must Be Heaven– se estrena comercialmente en nuestro país el próximo jueves 20 y en ella Suleiman vuelve a demostrar sus dotes de artista único, de una idiosincrasia y generosidad creativa atípicas. Fiel a la costumbre, es él mismo quien interpreta el personaje central, aunque aquí, a diferencia de la anterior El tiempo que queda (2009), no sólo lleva las siglas E. S.: su nombre completo es Elia Suleiman. De profesión cineasta. La otra, notable divergencia, es que el relato no recorre una cronología histórica a partir de 1948 –año de creación del estado de Israel– sino que atraviesa un presente continuo e inagotable. Un presente de opresiones, desaires y ridiculeces que varían de región en región pero que nunca dejan de aparecer en cuadro. Un presente de absurdos que incluyen una descarga de orina interminable durante una noche de lluvia palestina, un desfile de tanques en pleno centro de París y el más inesperado fan de esa extraña condición de ciudadano de un estado inexistente. Bienvenidos, nuevamente, al loco, loco, loco mundo de Elia Suleiman, esta vez en pantalla anchísima y, como siempre, a todo color.
Elia Suleiman, el personaje, apenas si pronuncia dos o tres palabras a lo largo de los noventa minutos de proyección. En general permanece mudo, inmutable, observando y reaccionando con alguna ligera contorsión de su rostro, el sombrero de ala ancha perfectamente posado en su cabeza. E. S. pertenece, ahora más que nunca, a la tradición gestual de Buster Keaton, no por sus dotes de acróbata sino por la cualidad impertérrita, coronada desde luego por el rayo iluminador del Tati más destilado. El héroe mira al vecino desde el balcón de su casa, todos los días. Y cada día que pasa el joven está más cerca de apropiarse del limonero de su jardín: una mañana lo encuentra robando dos o tres frutas, al siguiente podando delicadamente las ramas, más adelante regando el árbol y una nueva raíz en crecimiento. Ladrón amable, coqueto, tan delicado que casi no parece ladrón. Su padre es un viejo conocido de la zona, siempre dispuesto a contar fábulas fantásticas que resuenan en la vida real por sus cualidades metafóricas, y su oyente predilecto es, desde luego, el propio Suleiman. En la conferencia de prensa en Cannes, luego de la función inaugural, el realizador –quien vivió durante más una década en los Estados Unidos y actualmente reside en Francia, aunque visita su tierra natal de manera recurrente– comenzó a detallar el origen del proyecto haciendo gala del sentido del humor como la mejor introducción posible. “Lo terrible es simular a esta hora de la mañana que soy una persona inteligente, pero el concepto del título, la idea de paraíso, tiene una carga de ironía. También hay algo ligado a una idea personal: la de un lugar ideal en el cual uno quisiera asentarse y no irse nunca más. Lo cierto es que, a lo largo de las últimas décadas, sólo han sido visitas y salidas inmediatas y un regreso siempre pospuesto. Paradójicamente, la vida en el exilio no está exenta de placeres y caminos de maduración, que incluyen la posibilidad de observar procesos desde distintos ángulos y no de una manera lineal, en una posición excluyente. De alguna manera, De repente, el paraíso es el reflejo de ese constante cambiar que también es un arma de doble filo: la fatiga, la frustración y el desencanto de no poder hallar ese paraíso también está acompañada del privilegio del exilio”.
Un lugar en el mundo
La primera escena de It Must Be Heaven es paradigmática: una ceremonia cristiana ortodoxa tiene lugar en idioma árabe. La iglesia está repleta de fieles y el sacerdote lleva adelante el rito –con sus cantos y gestos ceremoniales– hasta que algo sale mal. Ridículamente mal. El resultado es una concatenación de gags que transforman lo ritual en algo inesperado, irracional, absurdo. El propio Elia Suleiman nació en el seno de una familia cristiana –de la rama griega ortodoxa al-Rûm–, pero toda la situación parece diseñada para que quien no conozca el dato biográfico pueda contraponer de entrada los términos palestino = musulmán, ayudando a horadar una de las tantas generalizaciones ligadas al mundo árabe. Luego de los títulos de apertura aparece el Suleiman de la ficción; a diferencia del Suleiman real, parece llevar adelante una estricta soltería. Luego de algunos paseos por la zona y las actividades más comunes y silvestres, el protagonista se desprende de una serie de objetos (ropa, libros, una silla de ruedas) que el seguidor de su obra no puede sino relacionar con la figura de su madre, enferma e imposibilitada de caminar en los segmentos contemporáneos de El tiempo que queda . Aquí tampoco hay ninjas palestinas voladoras como en el final catártico de Intervención divina (2002) pero sí un grupo de jóvenes corriendo con palos y armas por las calles del barrio y un par de policías israelíes que –en pleno tránsito en la ruta con una detenida que lleva los ojos blindados– se divierten intercambiando anteojos de sol. El contenido político, como en los films previos, es fuerte y potente, pero siempre aparece bajo las siluetas de la sátira, nunca como bajada de línea argumentativa. Es una poética que el cineasta viene puliendo y destilando desde su ópera prima, Crónica de una desaparición (1996), en la cual él mismo interpretaba a un realizador recién llegado a Palestina, luego de años de exilio en Nueva York, y dispuesto a registrar los últimos acontecimientos de su tierra natal en tiempos de elecciones nacionales. En el primer segmento de la nueva película el cronista observa a una joven que lleva sus cuencos de agua de manera tradicional, entre los olivos y bajo un delicado sol de primavera. Es una de las tantas instancias plácidas, poéticas en un sentido profundo, que remiten a un pasado perdido y a un paraíso anhelado que siempre se escurre entre los dedos. Después, un avión y un viaje a Francia, previo paso por una zona de turbulencias que Suleiman retrata con risible agonía.
“Muchos de los elementos que terminaron formando parte de la película tienen su origen en ideas que había escrito veinte años atrás en una serie de cuadernos. Impresiones del pasado que se metamorfosearon en escenas o detalles”. La declaración tiene toda la lógica del mundo: sus films se ofrecen bajo la estructura de viñetas concatenadas, secuencias aparentemente aisladas que comienzan a hacer sentido a partir de la acumulación. En uno de los momentos más humorísticos e impactantes de la segunda parte de De repente, el paraíso, rodada en París, un grupo de visitantes del Jardín de las Tullerías lucha denodadamente por hacerse de una silla y poder sentarse al sol. Quien ya ha podido ubicarse cómodamente, no relegará su sitial antes de luchar hasta el final de sus fuerzas. Suleiman observa los movimientos y también la particular disposición de un atelier de moda ubicado frente a su departamento, lleno de maniquíes y un televisor gigante que transmite un desfile las 24 horas, aunque no haya nadie para verlo. Una noche, el movimiento nocturno de una mujer de la limpieza le llama la atención y el gag que cierra la breve escena es tan sutil como (nuevamente) absurdo, pero curiosamente iluminador respecto de ciertas conductas del ser humano en tiempos hiper tecnologizados. “Me parece importante la observación de aquello que ocurre alrededor, pero también de lo que pasa en el interior. Todo eso permite pensar en cómo mejorar tu propia vida y también la de aquellos que te rodean. Es una forma de vida, una manera de poner en duda constantemente esa supuesta sabiduría que uno cree haber acumulado durante los años de madurez. Pero cada tanto recuerdo que soy un director de cine y entonces me parece necesario escribir algo llamado guion, un proceso que puede llevarme varios años, ya que prefiero cocinar a hacer películas. A veces ocurre algo en el mundo que me pone en alerta y es entonces que me pongo a trabajar en una película, como si se tratara de una necesidad”.
Un héroe silencioso
Poco antes de viajar a Nueva York, el protagonista tiene una reunión en una oficina de un piso parisino que deja en claro el motivo del viaje: conseguir financiación para un nuevo largometraje. La existencia misma de De repente, el paraíso confirma que no todos los productores forman parte de la misma raza, pero le respuesta negativa que recibe Suleiman en la ficción es sintomática de un estado de las cosas en el cine de autor internacional. “El proyecto nos encanta y a Ud. lo reverenciamos, pero entendemos que la historia no es lo suficientemente palestina. Podría transcurrir en cualquier lugar del mundo”. Más tarde, ya en los Estados Unidos, otra cita con otra empresa productora no llegará siquiera a darse de forma completa, al tiempo que Gael García Bernal, interpretándose a él mismo, no deja de quejarse por algunos “detalles” de un inminente proyecto, una serie sobre la conquista española en la cual los conquistadores hablan en inglés. Más allá del tiempo que le insume a Suleiman la escritura de los guiones, según su propia confesión, es imposible no ver en esos diálogos un reflejo de las dificultades en la vida real: no es sencillo conseguir financiación para proyectos tan poco amoldados a los ritmos, temas y formas del cine contemporáneo que viaja cómodamente por los festivales. Tal vez si hiciera films un poco más violentos, un poco más sórdidos, un poco más pesimistas, otro sería el cantar. Pero la violencia no deja de estar presente en su cine. Está ahí en esos policías ocupados en minucias pero ciegos a los desmanes, en esos tanques que pisotean el asfalto y esos aviones que pintan el cielo con los colores nacionalistas, en esos ciudadanos que portan armas de todo calibre ante la mirada atónita del silencioso héroe. “Soy pesimista respecto de Palestina, pero también de Francia. A veces pienso que, en estos días, es peor para Francia”, declaró Suleiman en Cannes ante una pregunta de los periodistas. De repente, el paraíso parece decir que los males del mundo son muchos y que el desplazamiento geográfico no altera los ejes esenciales, aunque la opresión se viva de maneras y con intensidades distintas. La Naturaleza, mientras tanto, sigue su curso, aunque alterada por la acción del hombre: el pajarito se interesa por un artilugio luminoso usado para golpetear teclas pero luego, ante la amenaza humana, se va volando una vez más, alto y orgulloso en el cielo. Abajo, bien lejos, queda ese purgatorio que algunas veces ofrece a los sentidos fugaces destellos paradisíacos.