El padre de la Angélica, cuando no andaba con el camión meta llevar vacas de acá para allá aunque siempre con destino final en el matadero, tocaba el acordeón a piano en la orquesta del Gringo Marzialli. Linda, la Angélica, todos le andábamos arrastrando el ala, pero ella ni bola. Esa noche del baile en la carpa de arpillera de la escuelita de Campo Trobiani yo me había prometido jugarme entero y sacarla a bailar, quería aprovechar que el viejo iba a estar en el escenario y que no podría bajarse porque, siendo un tipo tan responsable como es, pensaba yo, nunca dejaría a sus compañeros músicos sin el acordeón, que era el alma de la orquesta.

Mi viejo había comprado esa semana la chata Ford F100 con sistema de suspensión Twin I Beam. Roja, la chata, roja como la sangre, roja como recién salida del infierno, linda, ideal para pecar, che, una pinturita, la chata, no sabés cómo brillaba y cómo bramaba ese motor. Yo andaba más agrandado que galleta marina en agua. A la tardecita paseaba canchero por el pueblo, mano derecha en el volante y bracito izquierdo acodado en la ventanilla, por momentos llevaba el ritmo de algún tema de “Los Iracundos” que sonaba en la radio a todo volumen, golpeando con la palma de la mano sobre la puerta, después abría los dedos y los extendía en abanico para sentir la caricia del vientito, saludaba con una sonrisa gozosa a vecinos sentados en la vereda, peatones recién bañados y esforzados ciclistas, todos cogoteando con envidia para ver quién era el afortunado que conducía ese tremendo vehículo.

Pero no estaba del todo feliz ¿y por qué no estaba feliz si lo tenía todo? podría preguntar cualquier gil desinformado. Y no estaba del todo feliz porque no lo tenía todo, y no lo tenía todo porque me faltaba la Angélica. Era el insalvable obstáculo de su padre lo que me tenía preocupado y con bronca. El tipo me había agarrado en la calle, un día que yo la venía chamuyando a la salida de la escuela, iba a la escuela de las mojas, la Angélica, imagínense, y la había mandado a los rajes para la casa. A mí, encarándome y mirándome con esos ojos de loco que tiene, me dijo, vos, pibe, dejá de molestar a mi hija que es muy chica, todavía no tiene quince, dejala tranquila o te voy a romper la cara ¿entendiste? Y agitó ante mi nariz ese puño de oso que tiene de tanto manipular y hacer fuerza con el volante del camión, yo me hice el boludo, di media vuelta y me fui puteando y pensando en cómo carajo haría este tipo para tocar el teclado del acordeón con esos dedos gruesos como chorizos. Un viejo de mierda, un sorete celoso, y chapado a la antigua.

Pa’ mí que está caliente con la hija, me dijo el Hugo, yo lo miré feo, no digás pelotudeces, Hugo, será loco pero no degenerado, le contesté, medio con bronca, como quien defiende al suegro aunque no se lo merece pero lo hace por su amada esposa y porque a la familia cristiana hay que respetarla, qué tanto. Igual, no puedo negar que me quedé pensando en lo que dijo el Hugo, porque es medio tarado el Hugo, pero a veces acierta, como esa vez que estábamos reunidos con la barra en el boliche del Ciego y largó aquello de que seguro que la Mariana, la Mariana es la mujer de Dr. Martiarena, se encama con el Chenga Milanesio. Andá, dijimos todos, una mina como ésa le va a dar bola al Chenga, si es un muerto de hambre, el Chenga, estás en pedo vos, largá el café con leche con ginebra, Hugo, dijo el Mario, siempre tan ocurrente. Pero no, che, fue verdad, acertó, no pasó más de un mes y no va que el doctor los encuentra, a la Mariana y al Chenga, cogiendo en la cocina de su casa. El quilombo que se armó fue de novela. Más de un mes el pueblo entero hablando de eso, chusmearon hasta cansarse, y hubiesen seguido un par de meses más si no hubiera sido porque el Gringo Lombardi se colgó en el galponcito que tenía en el patio para arreglar chucherías “y para pensar”, como decía él poniendo cara de filósofo, se ve que pensó demasiado y descubrió que la vida es una mierda. Vaya uno a saber lo que le pasa por la cabeza a un tipo que se cuelga de un tirante roñoso.

Lo que yo sé es lo que a mí me pasa por la cabeza, lo que me pasa por la cabeza a mí es la Angélica, y la colgaría de un tirante, sí, cómo no, pero no del cogote, claro, la colgaría para… bueno, para qué te voy a contar a vos, Cuqui, que fuiste a una escuela de curas y por ahí te asustás, o te ofendés, qué sé yo, no seas gil, me dijo el Cuqui, que me venía escuchando con atención, mientras agachaba la cabeza como con vergüenza y acomodaba prolijamente con un dedo las cáscara de maní que íbamos dejando sobre la mesa del boliche, vos ni te imaginás las cosas que yo pienso a la noche cuando estoy solo en mi cama, las cosas que le haría a la Jorgelina, si ella me diera bola, o por qué te creés que dejé de ir a misa y de confesarme, me da vergüenza, hasta tengo miedo de que el Padre Ginés me excomulgue. ¿Ginés? ¿El cura que mata palomas en el patio de la iglesia con el rifle de aire comprimido? Que te va a excomulgar ése, mirá, yo, hasta estoy seguro de que hay tantas guerras en el mundo porque ese chanta mató a la paloma de la paz. Pero no te calentés por lo tuyo, Cuqui, dicen que es la edad, la edad del pavo, como dice mi viejo. Claro que yo me río de eso, Cuqui, más pavo serás vos, viejo, pienso, aunque no se lo digo, claro, quién sabe cuánto hace que vos y la vieja dejaron de coger, aunque por mí mejor ¿no? porque ¿sabés una cosa, Cuqui? Cuando pienso en mi madre cogiendo con el viejo me da como una cosa acá, ¿viste? Después me tranquilizo y me digo, vos, viejo, estás pegando la última curva y yo recién agarro la recta, eso sí, Cuqui, no sabés cómo le agradezco al viejo que para el sábado me hayas prometido la chata, después de todo es un buen tipo, hay que reconocerlo.

Y la saqué a bailar, nomás. El viejo estaba en el escenario meta darle al acordeón. Me acuerdo que estábamos bailando “Desde el alma”. Cuando nos vio, dele dar vueltas a la pista, como volando, viste, porque el vals a mí me vuelve loco, me da esa cosa de la velocidad, como cuando agarro la chata a la hora de la siesta y no hay nadie en la calle. La cuestión es que fue vernos y dejar el acordeón en el piso. Y se nos vino al humo, nomás, no le importó que la orquesta quedara sin el instrumento más importante, y con más razón en ese vals. El Ricardito se esforzaba punteando la guitarra tratando de reemplazarlo, pero no, no le salía, dele pifiar notas el Ricardito, pobre. La gente, desconcertada, ya estaba parando de bailar cuando el viejo llegó a nuestro lado. Me agarró de la manga del saco azul marino con botones dorados, sí, ése, el que usé para la fiesta de graduación y tironeándome me separó de la Angélica. Vos, mocoso de porquería, ¿no te dije que la dejaras tranquila a mi hija? Tomátelas de acá, que no te vuelva a ver con ella, dijo, dándome un empujón que me tiró contra el tipo de la pareja de al lado. Y vos, dijo dirigiéndose a la Angélica, andá a sentarte a la mesa con tu tía, cuando volvamos a casa vamos a hablar y tu tía también me va a escuchar, qué se cree ésa, conmigo no se juega ¡qué tanto!

Yo me quedé un rato tomando una ginebra en el bufette, conmigo estaba el Gallego González. Entonces le digo al Gallego, Gallego ¿vos me darías una manito para joderlo a este hijo de puta? Y dale, me dice el Gallego, siempre dispuesto a meterse en quilombo. Salimos, fuimos hasta la chata estacionada en el camino de tierra frente a la escuela, donde yo tenía un cable de acero para remolque y le di al Gallego algunas instrucciones. Él volvió a entrar al baile y se instaló cerca del escenario, bah, escenario, lo que se dice escenario no era, la verdad es que en los bailes de campo de esos tiempos, con unas pequeñas modificaciones, se usaba como escenario un acoplado de esos que se enganchan a los tractores para transportar cereal hasta la cooperativa del pueblo. El Gallego, cuando nadie lo veía, tomó el cable que yo había pasado por debajo de la carpa y lo ató a la lanza del acoplado, después le dio tres tirones, yo, afuera, bajo el cielo estrellado de enero, mientras imaginaba que le iba a decir a la Angélica para excusarme, porque luego de este acontecimiento, con toda seguridad, ella se iba enojar como nunca, recibí el aviso, subí a la Ford, puse primera y, aprovechando que ese día, en el apuro, no le habían sacado las ruedas al acoplado, cosa que muchas veces hacían para evitar accidentes y para que funcionara mejor como escenario, aceleré. Me llevé el acoplado con los músicos arriba, atravesando la carpa de arpillera, como treinta o cuarenta metros. El viejo de la Angélica, cayó de costado y se quebró la muñeca izquierda y un par de dedos, el acordeón se hizo bosta, los otros músicos, mal que mal, zafaron, el Ricardito fue uno de los más jodidos porque cayó de culo y se quebró el huesito dulce, un mes sin sentarse, pobre.

Es el día de hoy que el viejo no puede tocar el teclado con la agilidad con que lo hacía antes, la muñeca se le curó bastante bien pero los dedos le quedaron medio duros.

 

A veces, nos acordamos con la Angélica y nos cagamos de risa, aunque ella, entre carcajada y carcajada, no deja de reprocharme el mal momento que le hice pasar a su papi. Él sólo accedió a hablarme luego del nacimiento de nuestro primer hijo. Y hubo que ponerle su nombre.