En 1952, cuando tenía veinte años, Sylvia Plath estudiaba en el Smith College, una universidad privada exclusiva para mujeres de Massachusetts. Ingresó en septiembre de 1950: poco antes, había escrito en su diario: "Creo que me gustaría llamarme 'la chica que quería ser Dios'". Estaba llena de expectativas y de ambición, pero también de inseguridades: había ganado una beca de 1.300 dólares, y quería demostrar que se la merecía. Para esa época ya escribía y había sido publicada, casi exclusivamente, en las revistas Mademoiselle y Seventeen: su vida se repartía entre cuidar de niños durante el verano, romances algo problemáticos y las preocupaciones académicas. Por debajo de esa vida apacible, sin embargo, latía una angustia difusa y una depresión que no era solo intensidad adolescente, sino señales del sufrimiento psíquico que la acompañaría hasta el fin de su vida. Pero este periodo, el que va entre su ingreso a en educación superior y su primer intento de suicidio —y luego, la edición de la novela La campana de cristal, que registra su derrumbe psicológico—, es un momento de posibilidad y latencia, en el que Sylvia Plath descubría y exploraba qué tipo de escritora y qué clase de mujer llegaría a ser.
Ganaba un poco de dinero, no mucho, gracias a los relatos que vendía a revistas. En 1952, por ejemplo, le vendió a Seventeen dos cuentos y cinco poemas por 225 dólares. Y también ganó el premio del concurso de relatos de Mademoiselle, dotado con 500 dólares, una pequeña fortuna para alguien tan joven. El cuento premiado fue "Domingo en la casa de los Minton" y le dio un impulso tremendo. Su biógrafa Lindsay Wagner-Martin afirma que en aquel verano, tras la publicación de "Domingo...", "Sylvia Plath se hizo escritora".
No es extraño, entonces, que casi inmediatamente después le enviase a la revista "Mary Ventura y el noveno reino", este relato que por primera vez se publica en español y que recién se conoció en inglés en enero de 2019, poco después de que lo hallara entre los archivos de Sylvia la crítica y académica Judith Glazer-Raymo. Mademoiselle lo rechazó. Sylvia jugueteó con revisarlo, le cambió el final, pero lo cierto es que estuvo por décadas entre sus papeles y pocos sabían de su existencia. El cuento claramente le gustaba, lo envió para ser publicado a una revista que la había premiado; pero el rechazo no le dolió demasiado o al menos no lo registra como importante ni en sus diarios ni en las cartas a su madre, Aurelia (en estos años la correspondencia entre ambas era constante). Así que "Mary Ventura y el noveno reino" es un hallazgo que viene a sumar una pieza más al rompecabezas de esta mujer que lo ha sido todo para todos. Biografías, películas, innumerables estudios críticos y hasta una ópera sobre su vida y su obra se complementan con ediciones de sus cartas, sus diarios y todos sus relatos, su tesis y sus libros infantiles. Al mismo tiempo, su figura va mutando: la escritora desgarrada entre la domesticidad idealizada de la época que le tocó vivir y su propia personalidad oscura, algo salvaje; la pionera feminista, la enferma mental, la mujer destruida por un hombre tormentoso y cruel, la madre suicida, la víctima, la heroína, la abandonada. En su fantástico libro de 1993, La mujer en silencio, la periodista y crítica literaria Janet Malcolm la usaba como ejemplo sobre la imposibilidad de escribir una biografía. Y agregaba: "El modo en que la niña bien alimentada y rubia en Estados Unidos se convirtió en la mujer delgada y blanca en Europa que escribió poemas como 'Lady Lazarus' (Morir/ es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien) sigue siendo un enigma de la historia literaria, un enigma que está en el núcleo de la urgencia nerviosa que impulsa la empresa biográfica de Plath y de la fascinación que la leyenda de Plath ejerce sobre nuestra imaginación".
Así, ya es imposible leer cualquier texto de Plath dejando de lado su mito. Sin embargo, hay que pensar que este cuento se escribió antes de que ella fuese redactora invitada de Mademoiselle, experiencia que recrea en La campana de cristal y, por supuesto, antes de conocer a Ted Hughes en Inglaterra, su Heathcliff, su sueño y su pesadilla. Esta es otra Sylvia: una alumna brillante, una joven triste y desbordada, una escritora en busca de su voz. Escribe Malcolm: "Una persona que muere a los treinta años, en pleno desconcierto de una separación, permanece fija para siempre en ese desconcierto". Esto era muy cierto en 1993, cuando publicó su libro. Ahora ya tenemos más elementos para leer a Sylvia Plath lejos de ese helado invierno de 1963, cuando se suicidó en su casa de Fitzroy Road mientras sus hijos dormían.
La muerte acecha
"Mary Ventura y el noveno reino" es, lo decía la propia Sylvia, un cuento "vagamente simbólico". La trama es tenue, sencilla e inquietante: una joven, Mary (el nombre es el de una amiga de secundaria de Sylvia, a quien admiraba por su carácter "vital, una modelo de artista"), es obligada por sus padres a tomar un tren. "Ya sabes cómo son los trenes. No esperan", dice el padre, cuya implacable insistencia es sospechosa. Una vez ubicada con su maleta, Mary tiene sensaciones contradictorias respecto al viaje. No quiere hacerlo, no está claro por qué, pero pronto se deja seducir por los lujos del vagón comedor, los mullidos divanes rojos, los pasajeros que comen "manzanas y ciruelas y uvas de invernadero de los cuencos de fruta repartidos por las lustrosas mesas de madera", por la lánguida música de salón. Fuera, sin embargo, lo que ve por la ventana no es tan agradable: inhóspitos campos otoñales, "un disco plano y naranja, que era el sol", un espantapájaros con un abrigo negruzco, a cuyos pies picotean el maíz una bandada de cuervos. El color rojo prevalece y es un signo obvio de la amenaza: el abrigo de Mary, el color de los labios de su madre y el de una pasajera que es obligada a bajar, los asientos, la cereza en el trago, el propio ticket. La inquietud de Mary se alivia cuando aparece una compañera de viaje y de asiento que borda un vestido con hilo verde. Es amable y quiere ayudarla; pero también, de a poco, le informa que el destino del tren, ese "noveno reino", es "el reino de la negación, de la voluntad congelada". Y Mary, que empieza a notar la frialdad fuera del tren y la cercanía de lo pavoroso, toma una decisión.
Hay muchas formas de pensar este cuento de rasgos fantásticos, juvenil y algo ingenuo, pero que ya contiene las bombas pequeñitas que estallarían años después. El viaje puede ser, en una lectura tenebrosa, la vida. Y ese reino helado, el fin. Una alegoría del suicidio: bajarse del tren es renunciar a la vida. Pero también puede pensarse como un relato de supervivencia. El noveno reino, al que todos van casi sin resistirse, puede ser, al contrario, el deseo de morir, el final hacia el que va la depresión cuando se descompensa. Y otra mujer, la compañera de viaje, que ya ha hecho este viaje antes, quien le advierte a Mary sobre el riesgo y le ofrece una opción: esta no es la historia de una heroína y su salvación solitaria, sino una historia de solidaridad. No es conveniente decir mucho más. Apenas que en el texto se intuye una desesperación sorda, la de no poder escapar de ese viaje hacia el que Mary va con reluctancia, pero también con resignación. La muerte acecha en el relato, como lo hace en toda la obra de Plath: la muerte es uno de los temas de su obra.
Volveré mañana
Es posible que Sylvia haya escrito este cuento cuando, en Smith, dejó la residencia de Haven, muy cómoda, por la de Lawrence, en la que las estudiantes trabajaban para pagar parte del hospedaje. Hubo otros problemas, también, en esos meses: Sylvia estaba insatisfecha en ciertos cursos, algunas de sus compañeras no reingresaron después del verano (se casaron, empezaron a trabajar), otras debieron abortar (le llamaban "visitar al Dr. No"). Su novio, Dick —la relación iba y venía— le anunció que tenía tuberculosis y que ella debía someterse a un chequeo para descartar un contagio. La vida se enrarecía: a pesar de que Sylvia seguía siendo una alumna excelente y participaba, por ejemplo, de la Smith Review, la revista de la universidad, ya no se sentía tan segura de sí misma. En noviembre de 1952 escribía en su diario: "Tengo miedo. No soy sólida sino hueca. Siento tras los ojos una torpe caverna, paralizada, un pozo infernal, una bufonesca nada. Nunca he pensado. Nunca he escrito, nunca he sufrido. Deseo matarme, eludir la responsabilidad, regresar vilmente al útero. No sé quien soy, ni adónde voy". Mary tampoco sabe adónde va. Su ticket dice que se dirige al noveno reino, pero ella no sabe qué es eso, dónde queda, qué debe hacer allí, por qué sus padres la subieron al tren, por qué tantos pasajeros hacen ese mismo viaje sin quejarse o sin darse cuenta. Por supuesto, un cuento no debe leerse solo en clave de autobiografía, tampoco este. Sucede que la sensación de encontrarse perdida, tan típica de la juventud, y con frecuencia mezclada con la omnipotencia, impregna "Mary Ventura y el noveno reino".
Además, es imposible ignorar que Sylvia intentó suicidarse meses después de escribir este cuento, en agosto de 1953: forzó un armario donde había somníferos, se llevó un frasco lleno y se escondió en un espacio hueco que quedaba debajo del dormitorio de la primera planta de su casa. Dejó una nota para su madre en el comedor, que decía: "Voy a dar un paseo largo. Volveré mañana". Estuvo inconsciente dos días en ese escondite como de animal: su madre denunció la desaparición y la foto de Sylvia apareció en los diarios con el titular: "Bella joven de Smith desaparece en Wellesley". La encontraron porque la oyeron gemir, y le salvaron la vida.
"Otra lectura posible de 'Mary Ventura...' es la de estar atrapada en una pesadilla. El sufrimiento psíquico de la enfermedad mental se parece mucho a los terrores nocturnos. La soledad de ver cómo los demás funcionan, al menos un poco; cómo son felices, al menos a ratos; el que sufre no puede escapar de sí mismo, encerrado en su casa de angustia, en su propio vagón que va hacia la catástrofe.”