Cómo correr a la pareja heterosexual y su historia de amor romántico del centro es la pregunta a la que parecen responder varias ficciones recientes: basta con mirar la versión de Mujercitas escrita y dirigida por Greta Gerwig, que pone la carrera literaria de Jo y las consideraciones sobre la conveniencia económica y social del matrimonio por sobre los encuentros románticos entre Jo yel profesor Baer, o entre Laurie y Amy. Siempre interrumpidos, nunca en primer plano, los besos y declaraciones amorosas en la vida de las hermanas y sus pretendientes son algunos más entre tantos eventos que las conforman, y ni siquiera tan importantes como los vínculos entre hermanas, tal como Louise May Alcott lo quiso (y Gerwig va mucho más allá, al explicitar que el matrimonio de Jo March fue un modo de responder a una imposición de los editores puramente comercial).
Incluso en la versión de Drácula estrenada por Netflix, el supuesto romance entre el vampiro y Mina (que viene del cine más que de Bram Stoker) es nulo, mientras que el vampiro sí establece un diálogo sesudo e intelectualizado con una monja, la versión femenina de Van Helsing, que está muy lejos del esquema predador-presa que tantas veces se plasmó con Mina.
Definitivamente, y aunque el romance no se deje de lado ni se suprima como experiencia, las ficciones empiezan a hacerse cargo de que hay otras formas de escribir la historia que no sean conducidas, como una especie de embudo finalista y natural, al final feliz o trágico, importa poco, donde un hombre y una mujer anudan sus destinos y encuentran en esa unión su sentido definitivo.
Después de una primera temporada construida alrededor de la tensión entre Otis y Maeve, Sex education se suma a esta tendencia: si la primera temporada giraba alrededor de Otis, su relación crispada con la madre sexóloga, los saberes que traficaba en el colegio para mejorar la vida sexual de todxs y la dificultad para acceder a la chica por la que se desvivía, en la segunda temporada Otis aparece incluso desplazado como protagonista. No solo eso: el chico, que ahora puede masturbarse y está listo para la próxima etapa en su vida amorosa y sexual, hace un recorrido en el que se deja bien claro cuán lejos están sus saberes teóricos de las vidas de las personas reales, y sobre todo de personas que no cuentan con el repertorio de privilegios que él ni siquiera percibe, como buen varón heterosexual y blanco con una situación económica resuelta.
Así, de una manera adorable y comprensiva, como es todo en la serie, Otis se revela como el nene de mamá que en realidad es, sumido en sus propios rollos mientras a su alrededor la vida bulle y la gente se encuentra: en esta segunda temporada, los relatos verdaderamente conmovedores son el de Eric con los dos chicos que le proponen relaciones casi opuestas, o el de Maeve con una madre que no puede cuidar sino más bien necesita que la cuiden. Otis derrapa y se demuestra tan desorientado como el resto, o quizás más, mientras las chicas se encuentran unas a otras en la mejor historia de esta temporada, que comienza cuando la descocada Aimee se sube a un colectivo para ir al colegio y un desconocido, ni siquiera demasiado desagradable, se masturba contra ella y le eyacula en el jean.
La situación duele porque en la sonrisa forzada de la chica y sus ganas de minimizar el hecho nos reflejamos todas: es más fácil decir que no fue nada y seguir de largo. Pero la serie va construyendo de una forma bellísima un recorrido que empieza en soledad y que solo puede cristalizar en el encuentro con las otras, las compañeras. No hay historia de amor romántico entre un chico y una chica en la segunda temporada de Sex education, pero hay mucho más que eso.
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