Es maravilloso ser vieja. En los últimos años recuerdo a menudo esa frase, que alguna vez leí y mi memoria atribuye a Colette, aunque no tengo certeza. Busqué la cita en estos días y no pude encontrarla. Cumplir sesenta años, tener más de sesenta años, significó para mí comenzar a transitar otro modo de habitar y habitarme. Un pasaje radical a la conciencia cotidiana de que tenemos “fecha de vencimiento”. Por supuesto que una sabe que la vida es azarosa y se puede morir por accidentes o razones varias a cualquier edad, pero en este nuevo presente el final está allí, tiene fechas posibles y esa fecha es inexorable. Las inquietudes habituales respecto de las canas, arrugas, sobrepesos y demás, son tan sólo estrategias distractivas. Por suerte están allí, al alcance de toda publicidad, y podemos discutirlas con entusiasmo. Es muchísimo más fácil discurrir acerca de gimnasios y operaciones estéticas que asumir que la transformación es existencial. Porque da un susto espantoso. Aunque estemos decididas a vivir al menos treinta años más… No añoro otras etapas de la vida. Las conozco, las atravesé, sé de qué se trata ser niña, ser adolescente, ser joven. En cambio, la vejez es un desafío que recién comienzo a explorar. De alguna manera, la percibo como una nueva adolescencia, en la que intento escucharme deseos otros, descubrir nuevos mundos, cobijar nuevas ansias. Estoy más vulnerable físicamente, sí. Al mismo tiempo, la vida vivida hasta hoy es la que tuve, la que tengo, la que construí, la que me ampara y la que me desampara, con sus logros y sus limitaciones, sus innumerables fracasos, sus contados aciertos, sus dolores y amores. Esta vida vivida –mis varias vidas- es la vida que está y que me cobija. Ahora puedo inventarme nuevas vidas, o no. Tampoco sé muy bien qué haré durante “mis próximos treinta años”. Ni me importa. Estoy atenta a deseos y mandatos, en toda su plenitud. Elijo todos los días. De a ratos, todo el tiempo, como puedo. Si puedo. Todo lo que sucede -y me sucede- es de una enorme intensidad. Atravieso una libertad nueva. Vale como ejemplo y también como metáfora una anécdota real: una amiga de mamá, a sus ochenta y cinco años, se fue de vacaciones a Egipto. Atravesó el desierto, anduvo en camello, voló en globo aerostático. Nunca se había animado hasta entonces. Volvió más que agotada. La prescripción médica recomendaba reposo absoluto. Pero reía feliz, mientras planificaba su próxima aventura. Si pudiera nombrarla de algún modo, creo que hemos llegado, por fin, a la edad del desenfado.