Judy 7 puntos
EE.UU., 2019.
Dirección: Rupert Goold.
Guion: Tom Edge, basada en la obra teatral End of the Rainbow, de Peter Quilter.
Fotografía: Ole Bratt Birkeland.
Música: Gabriel Yared.
Intérpretes: Renée Zellweger, Finn Wittrock, Jessie Buckley, Rufus Sewell, Michael Gambon.
Duración: 117 minutos.
Londres, diciembre de 1968. Judy Garland acaba de salir del teatro donde canta todas las noches que puede, que no son muchas. El alcohol y las drogas la vienen matando hace años. Tiene 47 pero parece de 60. Está sola, camina sin rumbo bajo el aguanieve y ni bien ve una cabina telefónica se sumerge y llama a su hija adolescente Lorna a Los Angeles. Y le dice que está todo bien, que si ella y su hermano menor Joey quieren vivir con su padre en esa casa soleada y con pileta de Beverly Hills ella está de acuerdo. Quiere que sean felices, algo que con ella parece difícil.
Es un momento crucial de la película, porque Judy ha venido peleando –sin posibilidad alguna— por la tenencia de sus hijos y ahora finalmente se da cuenta de que no tiene sentido. Es también un momento decisivo para Renée Zellweger, porque en ese primer plano tiene que expresar todo el dolor de esa Judy vencida por la vida y por los hombres pero a la vez amorosa con su hija, para quien quiere lo mejor. Sin embargo, en vez de sostener la emoción del plano de la protagonista sin cortes, el director británico Rupert Goold elige colocar unos “inserts” anodinos de la hija del otro lado del Atlántico, cuando su sola voz en el teléfono hubiera bastado. No importa. Esa torpeza –y otras similares, propias de un director con más experiencia teatral que cinematográfica-- no impiden que Judy sea un melodrama sin duda anticuado, convencional incluso, pero siempre comprometido e intenso, que le debe todo a su actriz protagónica. Quién diría: la ex Bridget Jones se carga la película entera sobre sus hombros y en la noche del domingo próximo será recompensada con el Oscar, en una categoría que la tiene como favorita absoluta. Ya se sabe: a Hollywood le encanta la autocompasión y la oportunidad este año es a través de Garland según Zellweger.
Judy, conviene aclararlo, no es una biopic; no describe todo el arco de la vida de Garland. Basada en una obra teatral del West End londinense, se concentra en sus meses finales, cuando acosada por las deudas se ve obligada a dejar a Lorna y a Joey con su padre Sidney Luft (Liza, hija de Vincente Minelli, ya era mayor de edad y estaba construyendo su propia carrera) y acepta un contrato para cantar en un teatro de variedades de Londres, donde todavía tienen interés en ella, casi olvidada en su país. Está emocionalmente inestable, sufre de pánico escénico y depende del alcohol y de unos cócteles con pastillas para dormir y luego despertarse, una práctica a la que se hizo adicta de niña, cuando la Metro-Goldywn-Mayer la contrató como una estrella y la trataba como una esclava.
Unos flashbacks recurrentes como pesadillas dan cuenta de esa relación tóxica con Hollywood. Allí se ve a Garland como la joven Judy (Darci Shaw) en el set de su película consagratoria, El mago de Oz (1939). Pero el viejo camino de ladrillos amarillos no la lleva a ningún paraíso esmeralda sino siempre a las garras del tiránico productor Louis B. Mayer, de quien ella después diría en su autobiografía que la había “molestado”. La película de Goold no se atreve a ir tan lejos, pero deja entrever una dependencia siniestra, donde tanto ella como su co-estrella de entonces, Mickey Rooney, mucho más sumiso, le debían sus vidas al estudio y no podían existir siquiera fuera de él.
En Judy no hay nada de la vida de Garland entre 1939 y 1968. Esos treinta años –en los que Garland actuó, cantó y bailó en algunas de las mejores películas de la era de oro de Hollywood, como La rueda de la fortuna (1944), El pirata (1948) y Nace una estrella (1954)— quedan en fuera de campo. Mejor. La película gana en concentración. Y Renée Zellweger también. Y ella es la película toda: frágil cuando accede a ese contrato en Londres; altiva cuando pretenden que ensaye canciones que supuestamente Garland se sabe de memoria; una ruina en las bambalinas, cuando no se anima a pisar el escenario; y feroz cuando finalmente llega hasta allí, ya sea para cantar la emblemática “By Myself” o para insultar al público que le arroja porquerías desde la platea.
Para cada momento Zellweger encuentra el tono justo. Físicamente, no se parece demasiado a la Garland original (con el maquillaje de escena quizás les recuerde a los espectadores locales a… Irma Roy). Pero suple esa diferencia con una entrega poco común, que incluye animarse a cantar una docena de temas que inmortalizó su personaje (no puede faltar “Over the Rainbow” en un momento crucial) y de los que ella da las versiones de los últimos días de Garland, poco antes de morir de una sobredosis, a los 47 años. Son versiones a veces violentas, a veces cascadas, siempre dolidas. No es poco.