Respirar y contener la respiración a la vez. Ese es el requerimiento básico para ser un escritor. Así, al menos, lo pensaba Mavis Gallant. No era un acto aeróbico peculiar sino más bien, una forma de supervivencia que desarrolló cuando era chica. Ella explicaba que ninguna infancia es inmune a la perturbación. Tampoco la suya: una niña canadiense que a los cuatro años es enviada a un colegio católico como pupila por decisión de sus padres. Aun así, aseguraba, tampoco el shock que provoca un cambio semejante determina que una persona se convierta en escritora. Al fin y al cabo, son millones los que atraviesan situaciones difíciles y muy pocos, en comparación, quienes escriben. Se trata, más bien de un temblor específico bajo los pies cuando un adulto de confianza dice una cosa y hace otra. Una niña puede pensar “no es justo”. La vida responderá, invariablemente, “yo tampoco soy justa”. La literatura no podrá restaurar el orden. Pero sí ahondar en las posibilidades de esa cisura; esto es, la memoria y el lenguaje como herramienta para soñar despiertos. Y para crear un orden tan íntimo como efímero. ¿No es ese, finalmente, el trabajo de un escritor?

De estas materias, que confluyen en una literatura excepcional, están hechos los textos que componen Los cuentos de Linnet Muir. Se trata de una serie autobiográfica –con selección, traducción y prólogo de Inés Garland– donde Gallant recorre su infancia y su juventud en Montreal (aunque también vivió en Nueva York) a comienzos del siglo XX. Allí se encuentran una madre ensimismada que no se lleva bien ni con el casamiento ni con la maternidad, un padre que muere joven (aunque el dato se le oculta por años a la hija) y una infancia de silencios. Ella, dice, debió aprender que ciertos sobresaltos quitan los cerrojos que dividen la percepción de la imaginación. Su escritura, de hecho, se nutre de lo que indaga a un lado y al otro.

Esta primera edición local es, además, un modo de conocer a una escritora que otras canadienses consagradas, Alice Munro y Margaret Atwood, señalaron como referencia ineludible. Munro afirmó que los cuentos cortos de Gallant –parte esencial de su obra aunque también publicó dos novelas– le abrieron la puerta para que ella también se dedicara a un género, la “short story”, que la narrativa a veces desdeña. Atwood, por su parte, admira la enorme capacidad que tenía Gallant para captar la naturaleza humana y sus diálogos.

“Porque lo digo yo” es la respuesta que recibe la pequeña Linnet ante cualquier pregunta. Pero su obstinación encuentra formas curiosas de abrirse paso: “Debe haber sido después de un segundo ‘nada’ que un día de verano corrí gritando alrededor de un jardín, decapité a los tulipanes y, no, dejemos que esto lo complete otra voz, las únicas voces legítimas que tengo pertenecen a los muertos: ‘…después se los comió’”, relata en “Voces perdidas en la nieve”, el primero de los seis relatos seleccionados por Garland que componen el libro. Con el tiempo, Linnet desarrolla un sentido sagaz e implacable de observación. Lo explicaría en otro de los textos: “Antes de los 10 años, un niño entra a una habitación y percibe de inmediato todo lo que se siente, se percibe, se calla, todo lo que se percibe relativo al amor, el odio y el deseo, aunque pueda no tener palabras adecuadas para esos sentimientos. Es parte de la clarividente inmunidad a la hipocresía con la que nacemos y se desvanece justo antes de la pubertad”.

 Se podría pensar que con semejante precocidad, Linnet (o Mavis) se transformaría en una mujer solemne. Pues no. Estos relatos también están plagados de sentido del humor. Ella se transforma en una chica de ideas socialistas y libertarias y feministas (cuando aún el concepto no estaba de moda). Tras una temporada en Nueva York, retorna con lo puesto a Montreal. Aplica para obtener un puesto en un periódico (“si no hubiera sido por la maldita guerra no habríamos contratado nunca a ninguna de estas malditas mujeres”, le escuchará decir a un editor) y así es como Linnet se transforma en cronista. Alguna vez diría que la diferencia entre periodismo y literatura consiste en escribir desde afuera o desde adentro de la vida. Desde afuera, todo debe ser explicado, incluso el epígrafe de una foto de un niño con un oso que dice, justamente: “Un niño come un pan mientras un oso lo mira”. ¿Y si se agrega la palabra “rubio” sería inescrupuloso? ¿Y si se señala que el oso está hambriento se pensaría que el niño es desalmado? ¿Y si escribe un lector diciendo “mi esposa saca mejores fotos que esas”? ¿Y si el director del partido político que apoya al periódico objeta que el asunto del pan y el oso resulta negativo para su imagen partidaria? Quienes trajinan redacciones saben que, aunque haya pasado casi un siglo, el oficio periodístico continúa tironeado por esos vaivenes, que a veces de tan enroscados, resultan cómicos. Linnet lo dijo primero.

Gallant nació en 1920 en Montreal y falleció en París, donde vivió la mayor parte de su vida, en 2014. Durante su infancia anduvo a salto de mata entre 17 colegios distintos. Su padre, de origen inglés y protestante, falleció en 1932 pero a ella nadie se lo informó. Luego su madre se casó con otro hombre y según Mavis, no quería saber nada de su vida anterior, hija incluida. A los 28 años, se divorció en buenos términos de un músico de quien tomó su apellido, abandonó el periodismo que venía ejerciendo hasta entonces y decidió dedicarse a la literatura. “Me estaba convirtiendo exactamente en aquello que no quería ser: una periodista que escribía ficción en su tiempo libre. Pensé que la cuestión de escribir o dejar de hacerlo de una vez por todas tenía que ser decidida antes de cumplir los treinta. La única solución parecía ser romper con todo e intentarlo: me daría dos años”, contó esta mujer que hablaba en francés pero escribía en inglés. Su primer cuento fue rechazado por The New Yorker, pero le preguntaron si tenía más para mostrar. A partir del segundo, que salió en 1951, publicó más de cien. Compartió espacio con J. D. Salinger, John Cheever y John Updike, entre otros.

Garland dice: “La actualidad de los relatos es la consecuencia de la profundidad de su mirada. Allá en lo más hondo, donde ella deja llegar la plomada, está nuestra condición humana, lo que apenas cambia con el contexto, lo que hace a la buena literatura”. En el prólogo de sus Cuentos reunidos, publicados en España a mitad de los noventa, Gallant cuenta una anécdota que apunta en el mismo sentido. De chica, dice, coleccionaba muñequitos de papel adentro de una caja, figuritas recortadas de revistas a las que vestía y desvestía, sus primeros personajes. A través de Los cuentos de Linnet Muir la chispa incombustible de su escritura nos devuelve al momento donde nos sentimos frágiles, hechos de papel, desnudos y vestidos por nuestras tristezas, nuestros deseos, nuestras ambiciones. Allí afuera, alguien es capaz de acercar la mirada y afinar el oído para volver a contarlo.