Fue, qué duda cabe, una de las grandes estrellas de Hollywood, y uno de los últimos sobrevivientes de la era de oro de los grandes estudios. Tenía casi tantas películas como años. Y eso que murió –según anunció el miércoles su hijo Michael— a los 103. Recio, de mandíbula tensa y punzante como un ariete, y con los dientes siempre apretados, protagonizó películas legendarias, como La patrulla infernal y Espartaco, a las órdenes de Stanley Kubrick, y otras tremendamente populares, como 20.000 leguas de viaje submarino, pero nunca ganó un Oscar al mejor actor. La Academia de Hollywood debió resarcirlo en 1996 con una estatuilla honoraria al conjunto de su carrera, que él recibió alborozado de manos de Steven Spielberg.
“Hijo de inmigrantes judíos analfabetos rusos”, como él mismo confesó en su autobiografía, Issur Danielovitch Demsky había nacido el 9 de diciembre de 1916 en un suburbio fabril de Nueva York. Como si fuera la encarnación del sueño americano, a fuerza de pura voluntad personal pudo salir del gueto, conseguir una beca y estudiar en la American Academy of Dramatic Arts. La Segunda Guerra Mundial truncó su carrera en Broadway, pero a su regreso del frente su excompañera de estudios Lauren Bacall lo convenció de que probara suerte en Hollywood. El productor Hal B.Wallis le vio pasta y le dio un papel secundario pero importante en El extraño amor de Martha Ivers (1946), junto a Barbara Stanwyck. Fue el primero de tres film noirs que lo catapultaron a la fama. En Retorno al pasado (1947), del maestro del claroscuro Jacques Tourneur, compartió ese laberinto de flashbacks con Robert Mitchum y Jane Greer. Y en la noche eterna de Yo sólo me basto (1947) se hizo amigo de Burt Lancaster, con quien compartió el cartel estelar en siete oportunidades.
Pero la década dorada de Douglas fue la de los años ’50, que él inició prematuramente con El triunfador (1949), su primer protagónico absoluto, donde compuso a un boxeador arribista que le valió su primera candidatura al Oscar al año siguiente. Y siguió con un rosario de éxitos, la mayoría de ellos dirigidos por realizadores de primer nivel. Para William Wyler fue un detective implacable en La antesala del infierno (1951) y un cowboy siempre rudo para Raoul Walsh en Los viajeros (1950), para Howard Hawks en Sangre en el río (1952) y para King Vidor en Hombre sin rumbo (1955). Imposible olvidar al trompetista de Música en el alma (1950), de Michael Curtiz, al periodista manipulador de Cadenas de roca (1951), de Billy Wilder, o al no menos inescrupuloso productor cinematográfico de Cautivos del mal (1952), de Vincente Minelli, con la que accedió a su segunda nominación al Oscar. Y para Minelli también entregó uno de sus mejores trabajos como Vincent Van Gogh en Sed de vivir (1956), que le valió su tercera y última candidatura a la estatuilla.
Todavía gozaba de la inmensa popularidad que le dieron 20.000 leguas de viaje submarino y Ulises, un péplum rodado en Italia (ambas de 1954), cuando se enlistó en La patrulla infernal (1957), quizás la mejor película que hizo en toda su carrera, con dirección de Stanley Kubrick, una pintura descarnada de la Primera Guerra Mundial que deja a la celebrada 1917 de Sam Mendes como una estampilla barata. Duelo de titanes (1957), Los vikingos (1958) y El último tren (1959) lo confirmarían, a su vez, como la gran estrella del cine de acción de esa década.
Pero las ambiciones de Douglas lo llevaron a producir una nueva película de Kubrick, Espartaco (1960). “Hay mierdas con talento y mierdas sin talento. Stanley Kubrick es una mierda con talento”, justificó en su autobiografía, titulada El hijo del trapero (1988). Proyecto personal de principio a fin, pensado para su exclusivo lucimiento, Espartaco siempre fue una película de Douglas antes que una de Kubrick. Y para ella convocó a uno de los mejores guionistas de su época, Dalton Trumbo, quien por entonces todavía estaba marcado por las listas negras del macartismo y a quien el actor le dio la oportunidad de figurar por primera vez en los créditos de una producción de Hollywood en más de diez años.
De allí en más, sin embargo, la carrera de Douglas no tendría la intensidad que había alcanzado hasta entonces, a pesar de que siguió trabajando con grandes directores. Con Robert Aldrich hizo El último atardecer (1961), con Minelli Dos semanas en otra ciudad (1962), con Elia Kazan El arreglo (1969) y con John Huston La lista de Adrian Messenger (1963), donde fue la única de las muchas estrellas de la película a quien se veía con su propio rostro, porque todos allí (Robert Mitchum, Tony Curtis, Frank Sinatra) usaban máscaras. Quizás fue porque la cara tallada en piedra de Douglas parecía en sí misma una máscara.
En los años ’70 y ’80 hizo mucho de todo, pero poco bueno. Brian De Palma le dio posibilidad de lucimiento en Furia (1978) y Stanley Donen en Saturno 3 (1980). En 1991 sobrevivió a un accidente de helicóptero, en 1995 a una apoplejía y al año siguiente a la ovación de pie de la Academia de Hollywood. Y, como para no perder la costumbre, siempre siguió filmando, esencialmente telefilms, como el que según Internet Movie Database es su película final, Los asesinatos del Empire State (2008). Pasó 62 años de su vida en los sets.