En el hospital
El viernes, cerca de las diez, llegaron Fidalgo y Bustos a sacarme todo. Mamá y papá salieron. Me empezaron a sacar las vendas mientras yo miraba para el techo. Habían pasado siete días desde que estaba ahí, en esa habitación. Me moría de ganas de pararme, de caminar, de sentir los rayos del sol, de acariciar a mi gata. Pero todavía faltaba para eso. En algún momento me sacaron el tutor y yo no me di ni cuenta, no lo sentí. En eso, Fidalgo me dice: «Te voy a sacar la sonda, esto va a doler, pero es un segundo». ¡Tac! Fue el segundo más espantoso de mi vida. «Está todo sequito, estás cicatrizando muy bien». Me preguntaron si quería verla y dije que no, después dije que sí, pero solo por foto. Me mostraron la foto que habían sacado para su registro y ahí estaba. «No es vagina que vas a tener, ahora parece que te pasó un camión por encima, pero de a poco se va a empezar a deshinchar y va a cicatrizar bien». Yo igual ya estaba curada de espanto, me había asegurado antes de irme a operar de buscar fotos en internet de chicas que habían subido sus procesos de curación para hacerme una idea de lo que me iba a encontrar. Luego me explicaron que, de a poco, a mi ritmo y sin forzar, iba a tener que intentar pararme. Que podía ser que en una hora ya estuviera regia caminando, como podía ser que me tomara todo el día. Había estado acostada durante siete días, así que lo más seguro era que me mareara, probablemente me desmayara, pero la idea era prevenir que eso pasara. Esa fue la parte más difícil. Volver a levantarse, renacer de una muerte, es lo más difícil de todo. Me levantaba para sentarme y me mareaba. Me acostaba, esperaba un ratito, lo volvía a intentar y pasaba lo mismo. Me podía la situación, lloraba sin parar, quería levantarme de una vez e irme. «Tranquila, Caro, tranquila, sé fuerte, ya vas a poder», me decía mamá. Le escribí a Fer, mi psicóloga, que me había estado acompañando en todoeste proceso y le dije que no estaba pudiendo levantarme.
Cuando nos levantamos, le pedí a mamá que me ayudara a bañarme, era lo que más anhelaba. Tuvimos que tener cuidado de no mojar nada entre el ombligo y la rodilla, a pedido del doctor también. Me lavé el pelo como pudimos, las axilas, la cara, los pies. Y enjuagamos el Pervinox que me había quedado en todo el muslo y que me daba un terrible asco, obvio que con total cuidado para no mojar el área operada. Me mareé un poquito porque la ducha caliente te sube la presión, y creo que me volvió la sangre a un montón de lugares a los que hacía casi una semana que no llegaba. Después, también a pedido del doctor, con un secador de pelo echamos aire ahí por unos segundos para que no quedara tan húmedo. Luego me sequé el pelo con la ayuda de uno de esos cepillos cilíndricos de peluquería que mamá había comprado una vez pero no había usado nunca. Me maquillé los labios de color rojo y me puse un pulovercito lindo. «Pero, Caro, ¿para qué te maquillás tanto si no vamos a salir a ningún lado?». No sé por qué no entendía mi necesidad de sentirme limpia y bella en este nuevo cuerpo, creí que era obvio. Ahora leyendo esto capaz sabés, mami.
El segundo o tercer día vinieron los docs al departamento para ver si me estaba curando bien y presentarme al señor dilatador pequeño y sus hermanos, el señor mediano y el señor grande. Ah, porque el laburo que tenemos que hacer las mujeres trans que nos operamos es ese: dilatarnos la vagina para mantenerla abierta. El primer mes, según las indicaciones de Fidalgo y si mal no recuerdo, tenía que dilatarla tres veces por día con el dilatador pequeño y el mediano, diez minutos con cada uno. Después, más adelante, incorporaría el grande y reduciría la frecuencia. De tres veces por día pasaría a dos veces, luego una vez por día, luego cada dos por tres y por último una vez por semana. Todo eso me lo indicaría bien él. Pero en ese momento me dijo que empezara con el más chico los días que estuviera ahí, para familiarizarme con la sensación y con todo el proceso que era presionar un miniconsolador y mantenerlo firme, sin moverlo, en una vagina recién operada.
Familiarizarme con eso fue, en parte, conocer lo que le pasaba a mi cuerpo. Era necesario estar relajada y respirar hondo para no causar dolor y tensión innecesaria en la cavidad vaginal. Ponía un preservativo en el dilatador, por una cuestión higiénica, y un poco de lubricante. Con la ayuda de un espejo, al menos las primeras veces, medía dónde estaba el agujero (porque hay chicas que por error lo ponen en la uretra) y, sin mirar (porque me impresionaba), lo mandaba. No sentía dolor. Es una operación que, en general, se vive sin mucho dolor. La parte dolorosa y angustiante pasa por otro lado, es psicológica. Te hacés de hierro por todo lo que tenés que pasar emocionalmente. Y así fue. Con una jeringa y un poco de Furacín dos veces al día, comiditas ricas, una pequeña salida a un Burguer King, un poco de tele, un par de partidas de chinchón y algunas películas los tres juntitos, los días se pasaron volando. Volvieron Bustos y Fidalgo para chequear que estuviera todo ok y como vieron que sí, nos devolvieron para Entre Ríos. Nunca sentí tanta cercanía con papá y mamá. Nunca los amé tanto. Nunca estuve tan segura de una decisión que había tomado. Nunca tanto nada. Fue la experiencia más intensa, más dolorosa y más feliz de toda mi vida. La repetiría una y mil veces, me iba convencida de eso. No por una cuestión sadomasoquista de querer volver a pasarla mal por los días de internación, sino por todo lo bello que fue. (...)
15 años antes
Las infancias son complicadas, pero más lo son para nosotras, las travas, y mis hermanas maricas. Yo fui ambas. Fui una niña marica y llegué a ser una pequeña trava. Tuve distintas etapas durante mi infancia. En un principio no me concebía como otra cosa que no fuera una nena. Me pensaba como una, me portaba como una, me identificaba como una. Un par de años más tarde, en los juegos con mis amigas todavía no intervenidas por el espanto paterno, me llamé Jennifer, y era la hermana, la estilista, la diseñadora o la famosa de lo que fuera que estuviéramos jugando. No sé de dónde saqué ese nombre, pero me gustaba. Era estúpido y fantasiosamente yanqui y creo que me sentaba muy bien, porque creo también que, para ese entonces, ya me había convencido de lo que todo el mundo parecía estar más que convencido: de que yo no era, en efecto, una nena. No sé por qué no era una nena. No tenía el pelo largo como las demás, pero porque no me dejaban. No usaba el guardapolvito rosado, pero porque no estaba permitido. No me llamaba ni Caro ni Sofía ni Serafina legalmente, pero en mi corazón era nada más y nada menos que Jennifer. Lo del pelo era un plato. Recuerdo el horror que le tenía a la maquinita para el pelo. Una vez me raparon la cabeza y se sintió como si me estuvieran mutilando, como si me arrancaran las plumas con pinzas o las alas que usaba para volar. «Tiene como un trauma con la maquinita», decía mi mamá en las peluquerías, y recurríamos, por descarte, a las tijeras. Aun así, no me gustaba para nada. Tiempo después aprendí lo que era un desmechado y una tijera para desmechar, y a pesar de que me dejaba el pelo más corto, sin entender muy bien la diferencia, iba a la peluquería y pedía un desmechado porque había algo de anestesia en la idea de pedir algo parecido a lo que pide la señora de al lado, y está bueno no sentir tanto dolor todo el tiempo. Recuerdo también que una vez en el colegio levanté con la mano uno de los mecho nes que tenía cerca de la coronilla, entre los dos remolinos que tengo ahí arriba, porque era de los mechoncitos más largos que tenía y me regocijaba agarrar una porción de pelo y estirar un poco el brazo teniendo todavía en la mano dos o tres pelitos, que cuidaba como si fueran oro o espuma. Había algo en esa falsa longitud capilar que por momentos me hacía sentir un poco mejor, como si fuera otro mundo el que podía encontrar ahí; una fracción de paz, un poco de tranquilidad frente a tanto entorno basura. Por lo general, solía hacerlo frente al espejo para no solo sentirlo, sino además verlo. La cuestión es que ese día lo hice en el aula y Lisandro, un compañero, me dijo: «Wow, Agus, qué largo que tenés el pelo. Casi sos una nena». Creo que no contesté nada, tal vez me reí un poco. Él debe haber pensado que fue por lo ingenioso de su chicana, pero si supiera… Creo que ahora sí sabe. De cualquier manera, creo que todes inconscientemente lo sabían, mal que mal.
El descubrimiento
A los trece, también en internet, gracias a mi bella amiga la computadora, encontré de algún modo la palabra trans. No recuerdo dónde ni cómo, si fue en un video, un texto, una imagen, un tuit, un estado. Pero recuerdo enterarme de que había una ley y de que existían las hormonas. Recuerdo haber leído sobre Jazz Jennings, y en ese momento creo que también estaba pasando lo de Caitlyn Jenner y un clic sucedió en mí. También recuerdo hablar sobre el tema con mis amistades virtuales y pelearme con un par. Y esto de ser trans, si bien traía alivio por un lado, por otro traía mucho estrés y ansiedad. La angustia de zafar o pass como le dicen en inglés, de que no validen mi identidad, de que me maten a golpes en el colegio, o de que no me dejaran estudiar en paz, que al menos hasta ese momento en el aula como estaba sola con mis compañeras mujeres no pasaba nada. A veces, cuando faltaba una profesora, mezclaban nuestra división con alguna o varias de las de electromecánica, las de los varones, y éramos entre ochenta y cien alumnos, todos amontonados en el aula en la misma clase. Me preguntaba, en el medio de estas situaciones, ¿qué podía pasar con una pobre y pequeña trans en un espacio así?
También me daba miedo convertirme en una Leelah Alcorn. Sabía que mis papás no me iban a mandar a terapia de conversión, o a una silla eléctrica, o a exorcizarme, pero, no sé, el miedo de que me dejaran de abrazar, de que me empezaran a hacer a un lado, de que me negaran el amor o incluso que me echaran de casa me aterraba hasta las patas. Tenía un montón de presión en la cabeza. Y más aún para tener apenas trece años. También me cuestionaba si estaba mal lo que sentía, si no estaba enferma, porque toda mi vida me dijeron y me recalcaron que eso era lo que me pasaba. Me lo dijo mi psicóloga de ese entonces, Silvia, quien lamentablemente sigue ejerciendo como profesional. Un día que estaba triste, cansada, resignada, le dije que tal vez no era trans, que tal vez me arrepentía de lo que estaba sintiendo, y su respuesta fue: «¿Viste? Me alegra mucho lo que me contás» y me dio el alta. Pero unos días después la mandé a cagar y me armé de valor para contarle a mi mamá, porque ya no aguantaba más la incertidumbre, no saber, no poder hablarlo, no poder decirle cómo me sentía y tener que ocultarlo. «Mamá, soy trans». Me preguntó qué era. Le expliqué. Entendió. «Bueno, de algún modo siempre lo supimos», y me abrazó. Le conté que no aguantaba más ir a educación física con los varones, le pedí que consiguiéramos un certificado médico falso para presentar en la escuela, y ahí entendió aún más. Ella fue testigo de todas las veces que, con la cara empapada, me ponía la ropa de gimnasia y le suplicaba que me dejara faltar. También le pedí que le contara ella a papá porque a mí me daba miedo su reacción, y que cuando fuéramos a la doctora a buscar el certificado le pidiéramos que nos dijera cómo podíamos hacer para que yo empezara a tomar hormonas. Le hablé del plan que tenía, que era esperar hasta fin de año y el año siguiente volver al colegio con un nuevo nombre y presentarme como quería y sentía. (...)