Cuando el director chileno Sebastián Muñoz Costa del Río cita A chant de amour de Genet entre sus referentes cuando habla de su ópera prima El príncipe. No hay demasiadas similitudes entre esas dos películas, pero sí parte del punto de vista de una marica criminal, y no de un inocente, que entra a la cárcel. El punto de vista no es un retrato endulcorado ni positivo, es un relato de la violencia del deseo.
LA CARCEL, NUESTRA CASA
Dentro de las narraciones carcelarias, la presencia de gays, lesbianas, bisexuales y trans es bastante frecuente, casi parece un género en el que siempre se respeta el cupo de la diversidad. Sean personajes principales o secundarios, parece que entre rejas nunca falta lugar para quienes se apartan de la heteronorma. Y por supuesto no siempre es una representación digna. Con mucha frecuencia la diversidad sexual y de género en la cárcel tiene que ver primeramente con una fantasía, o un morbo, como quieran llamarlo. Pero las fantasías pueden tener distinto tinte, incluso pueden leerse con significados de signos opuestos. Por un lado, la ilegalidad y vulnerabilidad del deseo o la creación de vínculos sexuales e identitarios como resistencia; por otro lado, la criminalización de las identidades o la crueldad y el sadismos contra lo distinto. Es verdad que las narraciones pueden desviar el sentido para un lado o para otro, pero siempre hay una cierta ambigüedad. Incluso las películas del subgénero de cárceles de mujeres, que suelen ser machistas, son responsables de algunos retratos icónicos y pueden apropiarse desde una mirada feminista o lésbica guerrera. Ya casi se puede hablar de distintas tradiciones en esas representaciones, y hasta de clásicos y referentes. Jean Genet tal vez sea el más destacado, porque no solo se convirtió en escritor en la cárcel, contando su propia experiencia marginal y homoerótica a través de novelas, sino que también hizo su única película sobre la prisión llamada A chant de amour (1950), a los dos años de ser indultado. Incorrecta como su literatura, la película es una de las más prohibidas y censuradas de la historia, con gente que fue presa por proyectarla, cerrando el círculo carcelario que la película plantea. Richard Dyer escribió que la condena de la película tuvo que ver con que es “muy porno para ser artística, y muy artística para ser porno”. Voyeurismo intramuros, la película juega a la violencia y el erotismo con mucho de estética sadomasoquista, al mismo tiempo que es una catálogo de performances masturbatorias, más un fetiche-marica, comparando a presos con las flores desde un bucolismo de ensueño. Hay algo de la tradición de la vanguardia europea convertida filtrada por un homoerotismo inédito en la pantalla. Algo del choque de los cineastas Kenneth Anger y Jean Cocteau pero filtrado por un erotismo pulp. Genet inaugura la película homoerótica criminal, no se trata del punto de vista del inocente que padece la tortura carcelaria, sino del que la desea y la atraviesa como experiencia sustancial de su fantasía delictiva.
QUIERO LLENARME DE TI
Basada en el libro homónimo de Mario Cruz, El Príncipe es una película de homoerotismo tumbero, uno de esos dramas románticos donde solo existen las relaciones entre hombres y la violencia parece solapar cualquier ternura y afecto. El sometimiento es la forma de crear vínculos, sea por la fuerza, por beneficios o por algún bien que pueda ser negociado. El sexo también es un valor cambio, muchas veces por protección. El deseo romántico entre rejas, según el código carcelario, se llama “amor negro”. Cuando el joven Jaime (Juan Carlos Maldonado) inicia su condena, lo ubican en una celda con cuatro presos, uno es El Potro (Alfredo Castro), quien lo fuerza a ser su compañero sexual. Tal vez lo más novedoso es que no se trata de un relato típico de iniciación homosexual o en la violencia, porque Jaime ya atravesó ambas situaciones. La película es más bien una iniciación a la redención a través de la cultura pop como política, una de las mejores enseñanzas de El beso de la mujer araña, la novela de homoerotismo carcelario de Manuel Puig. El Príncipe transcurre en 1970, en los días previos a la asunción de Salvador Allende, pero el elemento de ese contexto que repercute más en la narración carcelaria es el amor por Sandro, que en ese momento se convertía en un verdadero sex symbol internacional con el estreno de las películas que lo tenían por protagonistas. En 1969, el mismo año que edita su álbum Sandro de América, el cantante y actor debuta como protagonista en Quiero llemarme de ti, inicio de una carrera cinematográfica del subgénero “película de cantante”, y ya en 1970 había cosechado cuatro películas. Sandro es para Jaime, el protagonista de El Príncipe, un modelo homoerótico total: desea a Sandro y, al mismo tiempo, quiere convertirse en él. Tuvo un novio que se llamaba Gitano, quien tenía la misma suave virilidad estilizada del cantante, y carga un póster de su ídolo a modo de pin-up. Jaime aprende a tocar la guitarra en la cárcel y quiere que un preso argentino (Gastón Pauls) le venda una campera de cuero como las que usaba Sandro. ¿Es la primera vez que se homoerotiza a Sandro? No, incluso el mismo Sandro lo hizo: en una película que coescribió y dirigió, Tu me eloqueces, puso a una marica diciéndole un piropo antes de un musical con un bailarin mariconeado con plumas y travestido. En El Príncipe todo aquello se vuelve menos camp, menos festivo, como en las novelas de Puig, el pop es escapismo y también condena, es leído como fantasía de supervivencia pero también como destino de melodrama. Sandro entra en una dinámica de canción comunitaria, como sensibilidad colectiva, pero también como celos criminales, como venganza mortal. Con cierta valentía, Sebastián Muñoz Costa del Río construye su relato de “amor negro” con frontalidad (con tanta que incluye desnudos frontales de todos los protagonistas) sin ser aleccionadora, sin moraleja, conservando un sentimiento de erotismo pulp que tiñe incluso el contexto que rodea ese mundo. Una ficción derramada en el mundo como la sangre del caído en combate por sobrevivir, y que late un poco con el sentido de una realidad donde la fantasía también puede ser una celda sin salida.