Como parte de unos chequeos de rutina, uno de los días de esta semana agobiante me los pasé de estudio en estudio, de consultorio en consultorio. Ayuné, corrí, esperé, bebí agua, me sacaron sangre, me pegaron cables al cuerpo, y muchas cosas más. Así que tuve tiempo de sobra: simplemente fui un cuerpo al servicio de la ciencia.
No pude evitar pensar, por ejemplo, que hace no tanto tiempo todos esos aparatos que buscaban imágenes --y sonidos-- dentro de nuestros cuerpos eran reemplazados por un simple estetoscopio y un médico experimentado (o no). Una idea que me dio un poco de vértigo.
También me di cuenta de que los videos sin música son ideales para cualquier sala de espera. Porque sus imágenes suelen ser aleatorias, así que son como cuadros en movimiento. Y cuando simplemente hay músicos cantando, si uno está familiarizado con el artista puede evocar la canción, y en el caso de que no sea de tus preferidos, ignorarlo tranquilamente.
Pero mi momento más epifánico de estos días fue cuando hice el estudio correspondiente a la ergometría escuchando al Indio Solari cantar eso de flacas gimnastas de America-a-ah . Antes de empezar a correr en la cinta, la doctora me preguntó qué música quería escuchar. "Los Redondos, Charly, Spinetta, Estelares, Beatles, lo que quieras", le dije, ampliando lo más posible el rango de posibilidades.
Se quejó por eso, justamente. "Dijiste muchas cosas", advirtió. "Pero yo prefiero a los Redondos, así que vamos con eso ¿Qué disco?". Como por diversas razones hace un tiempo que vengo pensando en Oktubre, fue el que pedí. Y al llegar a “Música para Pastillas” fue que me quedé caminando en el aire (que era, dicho sea de paso, casi lo mismo que venía haciendo literalmente en la cinta).
Porque aquella canción era la que yo más entendía como un llamado a las armas en los recitales de aquella época. Era la que señalaba, por ejemplo, que la más hermosa niña del mundo puede dar sólo lo que tiene para dar. O les advertía a los rockeros bonitos y educaditos que emboquen el tiro libre, porque los buenos habían vuelto. Era un canto contra las rubias estudiosas, austeras, soviéticas, y ahora una de ellas era la que había elegido justamente ese disco y esos temas para que yo corriera en la cinta.
Nunca me hubiese imaginado que iba a poder cantar --mentalmente, porque el aliento a la altura del tercer tema del disco no era lo que precisamente me sobraba-- esa canción durante un estudio médico, en una clínica, es decir en un ámbito civilizado y parte de la sociedad. Después de todo, cuando los conocí, no fue precisamente bajo la luz de ningún lugar esterilizado o entre batas blancas y turnos online.
No me pude decidir si, justamente por eso, habíamos perdido o ganado la batalla. ¿La ganamos, y entonces suena nuestra música? ¿O la perdimos, y ahora nuestra música es de ellos? ¿La música pertenece a alguien? Y, tal vez lo más importante: ¿Hubo realmente, alguna vez, hablando de música, de rock, y de los ochenta, algo así como un ellos y nosotros?
Fue entonces cuando me distraje, perdí el ritmo y casi termino afuera de la cinta. “¿Está girando muy rápido?”, me pregunto la doctora. No supe entonces, ni sabría tampoco ahora, realmente qué responderle.