Dicen que cuando uno anda como bola sin manija debe apelar (real o simbólicamente) al momento en que se definió como lo que es, para bien y o mal: la infancia. Así que, sin un plan mejor y cuotas mediante, me compré un pasaje a mi querido pueblo de la pampa sojera. Revisitar la infancia es cruel y dulce a la vez. Se entienden al fin algunas cosas pero se nota demasiado lo que falta. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de mi herbario. Resulta que el herbario que hice en tercer grado de la primaria estaba aún en el ropero de mi vieja. Lo primero que pensé era que mi madre lo había guardado por nostalgia porque en su momento había creído que el éxito de mi herbario podía cambiar mi historia, mi economía, la economía familiar y mi concepción del mundo. Ya saben: un día no se tiene nada, al otro día te germinaron cuatro porotos y poco tiempo después estás haciendo piquetes en la ruta para no pagar impuestos. Lo que mi vieja no podía prever era que mi herbario iba a fracasar y que ese camino se cerraría para mí, incluso antes de abrirse. Ese fracaso me llevó a prohibirle a mis hijos que hicieran herbario. No iba yo a llevarlos por un camino de frustraciones. Porque lo mío no sería un fracaso más. Era un fracaso que me condenaría a estar de por vida del lado de la grieta en el que estoy ahora. Pero además me iba a apartar del pelotón de los triunfadores, de los meritócratas, o sea de aquellos a los que el puto herbario les había germinado.

Dicen que Bertolucci creó el argumento de la película Novecento a partir de esta anécdota personal. Alfredo y Olmo enfrentados por la historia y las clases sociales a la que cada uno pertenecía. Parece que lo del herbario no quedó en la edición final pero vendría a ser el germen (nunca mejor dicho) de la historia. La anécdota se la habría contado un primo de un primo que vivía por entonces en el pueblo y que, herbario fracasado mediante, se fue a Europa a vender lacrimógenas historias de inmigrantes. Se hizo millonario, pero nunca pudo superar que el herbario le hubiera fallado y se tiró de la torre Eiffel para un aniversario de su fracaso como agricultor.

Durante esos días en mi pueblo, el fantasma de mi vieja comenzó a aparecerse. Ella me gritaba y yo despertaba cuando le preguntaba también a los gritos por qué el herbario no era de poroto blanco guisero como todos los herbarios sino de soja. Pregunta sin respuesta. Pensé que mis maestras eran visionarias y en lugar de hacernos un herbario común usaron ese yuyo casi desconocido por entonces y que cambiaría la historia del país. ¿Se lo habrían dictado los extraterrestres como hicieron con los diseños de las pirámides? ¿Los de Monsanto habían mandado al pasado un viajero del tiempo, cual Terminator antiecológico, a dictarles cómo debían hacer los herbarios, previo pago de unas vacaciones en Mina Clavero? Más preguntas sin respuestas.

Lo que nadie iba podía prever era que el herbario fracasado que marcaría mi vida, que me cerraría caminos, que me llevaría a la pobreza y al psicólogo, germinaría en secreto en el ropero de mi vieja, entre los años en que yo me fui y los que demoré en regresar. Y que ahora el ropero equivalía literalmente a un silobolsa. Yo, el pibe tímido y taciturno, el del herbario fracasado, era ahora dueño de un silobolsa. El problema era que yo no sabía nada de campo ni cómo hacer dinero con ese descubrimiento. Hice lo que haría un investigador: salí a la calle de mi querido pueblo y me mezclé entre la gente, fui a los bares y a los supermercados donde se habla, entre otras cosas, del precio de la soja, siempre después de putear a Perón, Evita, CFK y a Néstor, no necesariamente en ese orden. Así conseguí información y pude hacer cálculos. Si bien mi silobolsa no era una fortuna, no eran chaucha y palitos.

Comencé por los más importante: parecer. Con una parte de mi novedoso capital compré una 4 X 4 modelo ´90 y me transformé en agricultor tardío. Tomá mate. Otra parte de mi capital fue para pagar las cuotas de los años perdidos en la Sociedad Rural. Tomá mate de nuevo. Y empecé una nueva vida. Me levantaba tarde, iba al café a hablar mal del peronismo, planificaba evasiones de impuestos, luego una siesta y repetir todo a la tarde, siempre con mi 4 X 4 modelo ´90 a la que hice plotear con una marca de herbicida falsa a manera de homenaje: Herbarium. Con ese disfraz me sumé a las reuniones casi masónicas de los chacareros, aunque se las reconozca fácilmente porque siempre están hablando mal de la Yegua. Para despejar dudas me saqué selfies con campo, caballos, vacas y peones en estado de esclavitud ajenos. Para ser más creíble hice un curso de Photoshop y puse mi cara en un montón de cortes de rutas. Estuve tentado a aparecer en el Grito de Alcorta pero me pareció confuso y un riesgo innecesario.

De a poco me dejaron entrar a ese mundo secreto. Mi 4 X 4 Herbarium tenía su magia y casi les vendo inexistentes bidones de algún veneno que luego desaparramarían por los campos sin culpa alguna. Como supuse, nadie iba a pensar que una persona que no tiene campo iba a actuar como si fuera ser un pope de la soja. Apenas les llamó la atención que en una reunión yo preguntara cuánto impuesto hay que pagar por un silobolsa. “Ja, ja, ja... -les dije después-, se lo creyeron. Ustedes no serán infiltrados, ¿no?”. Al día siguiente me aparecí con un remera que decía “Je suis el campo” y todos contentos.

Yo tenía una ventaja natural. Me iba a sumar a un sector social que trata de que la plata no se les note, sea para no pagar impuestos sea porque llorar siendo rico no estaría siendo lógico. Pero yo podía mostrarme tal cual era, es decir pobre como una rata, y así todos iban a creer que era millonarilo, cosa que en mi caso era falso. No traten de entenderlo. Es un oxímoron milenario, un secreto que se traslada de generación en generación como receta de torta. Luego me di cuenta de que para que esa simulación funcionara no debía vender toda mi soja porque no tenía campo para reemplazarla. Y al año siguiente sería uno de esos tipos que protestan como si fueran el campo cuando no tienen ni huerta. Y menos herbario.

Ahí tuve una idea genial: si con cada poroto de soja que me quedaba hacía un herbario nuevo, en un año sería un poderoso chacarero, quizá integrante de la mesa de enlace. Conseguir diez mil frascos vacíos de mermelada fue complicado, no les voy a mentir. Tuve que recorrer almacenes y restaurantes de la zona, visitar tías olvidadas, mentir, robar y comer más mermelada de lo razonable. Pero lo hice. No sé si esto tiene mucho que ver pero lo cuento. A medida que manipulaba la soja para meterla en los frascos me iba volviendo más y más antiperonista. Creo que Monsanto logró aislar el virus del antiperonismo en este presente y lo inoculó en el pasado a través de Terminator. El resto es historia conocida.

Mi mamá seguía apareciéndose en sueños. De a poco comenzamos a entendernos. Ella quería decirme que el plan no podía funcionar, que no tiene sentido que un pobre actúe como rico así como es ilógico que uno que no tiene donde caerse muerto se ponga de lado de los millonarios. Se nota que en el más allá no leen los diarios. Luego de discutir un poco terminábamos tomando el té en silencio. Nunca le pregunté por qué había guardado el herbario. Creo que no quería que me dijera que simplemente se había olvidado de tirarlo.

Para qué voy a dilatar la historia si ustedes ya imaginan el resultado. Los diez mil herbarios fracasaron y volví a mi lado de la grieta. Antes de irme del pueblo dejé un herbario dentro del ropero, donde quizá encuentre, dentro de treinta años, otro silobolsa. Al dueño de la 4 X 4 le dije que no la venda aún, que me interesaba pero que debíamos hablar más adelante. El ploteado se lo regalé a cambio de una cuota que le debía, y ahí anda el gringo, presumiendo de que trabaja para una multinacional. Me dijeron que vende herbicidas Herbarium que en realidad es gasoil con agua y esencia de cardos para que parezca campero. Los chacareros lo saben pero se lo compran igual porque es más barato que las otras marcas. Y yo volví a mi vida real, donde tratar de parecer otro o creerse otro se considera tan tonto como es.

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