“No voy a decirte mi nombre… por favor, matame”. Esas fueron las primeras palabras que el fotógrafo Ezequiel Yrurtia conoció de su abuela, Alicia Raquel Delaporte, militante de Montoneros desaparecida en julio de 1977. Esas palabras que leyó en la pantalla de su celular a comienzos de 2017, formaban parte de la declaración que había realizado un médico del Hospital de Vicente López, dentro del juicio que se llevaba adelante por la desaparición de su abuela. Era el recuerdo del último hombre que la había visto con vida. “Fue lo primero que conocí literal de mi abuela… cuando lo leí se me cayó todo. Yo sabía parte de la historia, pero eso fue escucharla a ella. Me figuré toda la situación y ahí dije quiero hablar de esto, necesito hablar de esto”, recuerda Ezequiel Yrurtia en las puertas del Museo Sitio de Memoria Esma, donde acaba de inaugurar la muestra La Gorda Silvia, mi abuela, un recorrido performático conformado por dos torres de madera dentro de las que se desentraña la historia de Alicia Raquel Delaporte, siguiendo los pasos que fue dando su nieto para recomponer una memoria velada.
“A partir de que leí la declaración empecé a hacer entrevistas, lo más lejos posible de mi familia. Citaba a los compañeros de militancia, a personas que la conocían, y les preguntaba todo lo que podía. Así hasta que llegué a mi viejo y a mi tía”, explica Yrurtia, que con 20 años comenzó a trabajar en este proyecto como parte de su tesis en la Escuela de Fotografía Creativa de Andy Goldstein. A la par de las más de cuarenta y cinco horas de grabación que acumuló, fue recopilando el archivo fotográfico de su familia y uniendo las piezas de un rompecabezas en el que también se iba descubriendo a él mismo. “Escuchaba las entrevistas a todo trapo en casa y empecé a intervenir libros con frases y con fotos. Me la pasaba llorando y gritando y hablándole a mi abuela... mi habitación tiene seis metros de alto y la buscaba arriba, la puteaba, le preguntaba, me respondía a mí mismo como si fuera ella. Fue un proceso que me movió mucho. Me vi en ella, me encontraba y me desencontraba. Hasta que surgió la idea de las torres”.
Apenas se ingresa en la muestra La Gorda Silvia –cuyo nombre se desprende del que llevaba Alicia Raquel Delaporte luego de pasar a la clandestinidad– lo primero que aparece son dos bloques de madera de más de dos metros de alto. Están repletos de cajones y puertas, pequeños parlantes por los que se disparan fragmentos de las entrevistas, enjambres de hilos que esconden fotografías en blanco y negro, mirillas dentro de esas fotografías para auscultar imágenes escondidas, cuadernos con hojas quemadas en sus bordes, la reconstrucción en miniatura de un comedor donde una silla se mantiene siempre caída y detrás una pared rotatoria de donde salen las instrucciones para una marcha convocada por Montoneros. No hay en ningún lugar indicaciones sobre cómo operar esas dos torres de madera, si no una silenciosa invitación a meterse dentro de ellas. Un poco más allá, dentro de un cuarto en penumbras, la silueta de Alicia Raquel Delaporte se dibuja a través de un retro proyector artesanal como epílogo del itinerario fragmentado hacia su desaparición.
“Las armas, muchas armas. Me acuerdo que íbamos armando, manejando una moto y atrás iba Alicia con una ametralladora y dos granadas. Nos frenamos frente al portón…”, se escucha en uno de los pequeños parlantes en lo alto de las torres, al que se llega subiendo a unos pequeños bancos de madera que están a sus pies. “¿Sabés por qué le decían 'la Gorda Silvia'? Porque cuando se reían se le hinchaban todos los cachetes”, se escucha en otro de los parlantes, empotrado sobre una imagen de Alicia amamantando a sus hijos. Al subir y bajar entre esas torres de madera, al observar a “La Gorda Silvia” en fotos detrás de un Ford Falcon o en la puerta de su casa, al pegar la oreja para escuchar los testimonios o al abrir y cerrar los cajones con sus recuerdos, va surgiendo una intimidad inusitada con esa mujer cuya vida se reconstruye desde la adrenalina de los operativos en los que participaba y la cercanía familiar.
“Ella llegó a estar en una militancia sindical bastante pesada. Estaba con sus dos hijos en la clandestinidad. La secuestran en una reunión cantada, la llevan al Hospital de Vicente López y de ahí a Campo de Mayo. De mi abuela no se sabe nada más. A mi viejo y a mi tía, que tenían 12 y 10 años, los encuentran los militares en la casa que tenían y los retienen toda la noche como anzuelo para atrapar a otros militantes que fueron a buscarlos. Hacen eso y al otro día a ellos dos los liberan y los dejan irse solos”, cuenta Ezequiel Yrurtia. “El problema es que yo sabía eso pero no tenía un contacto emocional con mi abuela. Eran datos que había y nada más. En mi casa se llevaba la querella actualizada, pero había cierto desapego con las emociones. Hasta el día de hoy mi viejo no recuerda si tuvo miedo o qué sintió ese día que se la llevaron a mi abuela. Hacer la muestra también fue un desafío para la construcción de esa memoria familiar”.
-Dentro de lo que es el espacio Memoria, verdad y justicia, los “nietos” están ligados a la búsqueda de Abuelas de Plaza de Mayo. Vos sos un nieto que busca conocer de alguna forma a su abuela. ¿Cómo viviste esa situación?
-Es un lugar difícil el de nombrarse nieto para mí. Abuelas busca nietos, pero ése no sería yo. Sería su bisnieto en este caso. La diferencia quizás es que en el primer caso hay una necesidad de que esos nietos conozcan su verdadera identidad, y en mi caso se trata de reconstruirla. No conozco otros nietos en mi misma posición. Sí sé que hay una agrupación de familiares de represores, “Historias desobedientes”, donde un nieto hizo una obra de teatro. Pero nada más. En mi caso creo que tuvo que ver con un silencio emocional por parte de mi viejo. Y a mí me termina llegando esa necesidad de saber cómo era mi abuela. Cuando llevé la muestra a Abuelas fue muy loco. Ellas tienen un registro biológico de la historia de sus familias, que son entrevistas, fotos. Lo armaron por si ellas no están vivas cuando aparezcan sus nietos. Yo hice el trabajo inverso. Fui reconstruyendo la historia hasta llegar a mi abuela.
-¿Qué cambios produjo eso en la memoria que venía construyendo tu familia?
-Lo que pasa es que cuando algo se naturaliza demasiado, atenta contra la memoria. Porque no estás olvidando pero no lo estás pensando tampoco. La muestra es una manera de recordar pero de una forma viva. Ese es el cambio que hubo en mi familia y que creo que estamos asimilando. No simplemente contar una historia que capaz la decís pero te pasa por el costado de tanto que la repetiste. Porque en lo cotidiano la conocés pero es muy probable que no te estés conectando realmente. Yo estuve en ese lugar de naturalizarlo y lo que necesité fue darle profundidad, texturas, contrastes. La memoria creo que es un equilibrio entre esas dos situaciones: recordar a alguien para que no desaparezca, pero que eso no se vuelva tan cotidiano como para impedir que lo sientas.
* La Gorda Silvia se exhibe en Museo Sitio de Memoria ESMA (Av. Del Libertador 8151) hasta el 23 de febrero. Este sábado 8 se realizarán visitas guiadas a las 15:30.