Josefina Gorostiza asegura que no pude parar. Tiene 36 años, es coreógrafa, bailarina y docente, nieta del dramaturgo Carlos Gorostiza, uno de los referentes del movimiento de resistencia Teatro Abierto contra la última dictadura militar. Desde hace quince años desarrolla una intensísima actividad como trabajadora de la danza, creando obras en forma independiente, con elencos y estudiantes que la convocan y bailando en creaciones de colegas como Celia Argüello en la encantadora Villa Argüello y como Pablo Rotemberg en la frenética La Wagner. “Tengo una energía medio desbordada. Me gusta el tiempo veloz, el golpe como forma de movimiento, cómo la música y su ritmo golpean en el cuerpo. Me gustan los rebotes, los avances, la descarga de peso al piso. Si no creo obras, si no bailo, es como que no entiendo el sentido de la vida”, confiesa a Página/12. Todo esto se refleja en su presente: acaba de reponer por cuarta temporada Coreomanía (No puedo parar), un experimento que surgió en el Rojas, viene seduciendo públicos y desembarcó en el Metropolitan Sura (los miércoles a las 20.30 en Corrientes 1343) y está a días de estrenar Precarizada en el teatro El Extranjero, una propuesta donde cuestiona el modo de trabajo que sostuvo en estos quince años de carrera. También comenzó a ensayar con el Ballet del Teatro San Martín. La llamaron para montar una pieza en el hall central que se conocerá en marzo con el título de Fervor. Hacer de la danza un acto de ardor y, cuando el tiempo se lo permita, terminará de pulir Bruta, el unipersonal que comenzó a idear el año pasado en una residencia para bailarines que se ganó en el Festival Casa de Londres y donde se da el lujo de bailar sola y de dirigirse. Piensa estrenarlo en los próximos meses.
Se parece a su abuelo: la forma de la nariz, la mirada. Su cuerpo es pura fibra, es bajita y muy sincera y generosa al hablar de su trabajo. Lo hace con lucidez y humildad, como reconociendo ese motor que parece no detenerse nunca y a la vez sintiendo la necesidad de reflexionar sobre esa intensidad y sobre la forma de crear danza en esta ciudad, donde son muchos menos los recursos, los subsidios y los espacios disponibles en relación al teatro. “No me interesa separar el teatro de la danza porque todo es arte escénico pero las condiciones de trabajo son muy distintas. Hay mucho menos espacio para la danza, menos apoyo, menos presupuesto, menos gente que va a ver danza y no porque sea críptica. Además no es lo mismo el presente del trabajador o trabajadora de la danza que el de sus pares del teatro. Por eso cuando Maruja Bustamante me llamó para crear una obra para el Centro Cultural Rojas con un presupuesto muy chico, dije que sí. Lo tomé como la posibilidad de tener más visibilidad. Me dio una única consigna: que el espectáculo transmita ganas de bailar”, recuerda sobre el origen de Coreomanía, estrenada en 2017.
El resultado son unos cuarenta y cinco minutos con el escenario convertido en una pista de baile con luces, un DJ en vivo con casco a lo Daft Punk y un elenco afiladísimo que no para de moverse nunca. En el medio pasa de todo: desde un comienzo hipnótico y calmo con uno de los intérpretes cantando a capella “Bailar pegados”, la balada que popularizó el español Sergio Dalma, hasta una maratón de movimiento y música que nunca decae. Por momentos tiene más de entrenamiento físico con saltos, trotes, repeticiones, desplazamientos en manada que de movimientos sutiles y danzados. Por otros los performers parecen animales en éxtasis copulando o se lanzan hacia delante en un desfile probando distintos estilos de danza: ballet, folclore, jazz, pop. El DJ sugiere distintos ritmos y climas, el diseño de luces también y los siete intérpretes (Nicolás Goldschmidt, Carla Rímola, Mauro Appugliese, Mauro Podestá, Victoria Delfino, Juan Manuel Iglesias,y Antonela Pereyra) no detienen nunca su baile endemoniado.
La energía es increíblemente alta: no se puede creer como sostienen tanto despliegue y por momentos se permiten aquietar algo ese movimiento exaltado y buscar variaciones más pequeñas y sutiles para luego retomar el ritmo. Tienen calzas, ropa deportiva, zapatillas, rodilleras y ellas no dudan en sacarse la remera. Todo a la vista. No hay casi palabras, lo único que gritan es: “Dale, dale, dale. No puedo parar”. Una energía animal que se expande, se modifica, se mezcla con sonidos electrónicos, pop y hasta con la melodía de la película Flashdance. El final es elástico y podría decirse que nunca ocurre. Cambia la luz: no sólo la escena está iluminada, la platea también. Los performers comienzan a moverse en forma más individual. Algunos mantienen sus rutinas, otros se divierten, ensayan movimientos y giros, se acercan al público pero sin decir nada. No sacan a bailar ni hablan. Y lo que ocurre es de lo más diverso. Los espectadores se sienten de algún modo convocados. Están lo que se acercan también al escenario, los que se suben y bailan con el elenco, los que bailan en los pasillos, los que se levantan de las butacas y mueven tímidamente el cuerpo. Los que se quedan mirando y aplauden, los que se van. Se genera un espacio de encuentro y baile colectivo que dura lo que duren las ganas y las posibilidades físicas de los espectadores-bailarines. El elenco no para nunca.
“Me enteré de la palabra ‘coreomanía’: esas epidemias de baile en la Edad Media en Europa. Eran grupos de personas que empezaban a bailar, se poseían y no paraban. Y quedó como título porque encajaba justo. Tiene que ver con esta idea inicial surgida de mi energía sacada, con este síntoma mío de no poder dejar de laburar. No sé cuán mío es y cuán capitalista es, en el sentido de no poder dejar de producir. Lo estoy analizando en mi nueva obra Precarizada. Y también tiene que ver con la resistencia, con la convicción de seguir trabajando en equipo, con las singularidades que forman el elenco de Coreomanía, con la idea de que pase lo que pase vamos a seguir avanzando, vamos a seguir bailando”, reflexiona sobre las posibles lecturas de la obra.
En estos años de funciones, la respuesta del público varió. “Al principio nadie bailaba. Pero se empezó a hablar de este final raro y la gente empezó a coparse, se manda y baila”, dice. Recuerda una función en el cine-teatro York de Olivos, con un público mayor que levantaba sus bastones y esa era su forma de baile. El elenco tiene que respetar una única consigna: no pueden invitar a bailar. “Lo único que está prohibido es pedirle al espectador que haga algo. Nada de forzarlos. Que cada espectador decida qué quiere hacer y cuando la conexión se da es muy lindo”, subraya.
Por otro lado, estrena Precarizada el 22 de febrero a las 23 en el Extraniero (Valentín Gómez 3378) con un elenco formado por ella, que baila durante una hora, y el actor y bailarín Nicolás Goldschmidt a cargo del texto escrito por la intérprete con el apoyo de la dramaturgista Eugenia Cadús. Están acompañados en escena por los músicos Kchi Homeless (el mismo DJ de Coreomanía) y Nacho Coppolecchia) y por Ramiro Bailiarini y Bernardita Epelbaum a cargo de los videos. “En esta obra me cuestiono mi forma de trabajo: quince años de no parar de trabajar. Si no hago obras, si no bailo, es como que no entiendo el sentido de la vida. ¿Pero a qué costo?”, se pregunta la creadora dentro y fuera de la obra. Y agrega: “En danza los bailarines pueden estar ocho meses ensayando y creando material para una obra sin cobrar un peso. Mientras que el iluminador, el vestuarista, el escenógrafo tienen su cachet y está muy bien que cobren. Pero el elenco no cobra hasta que comienzan las funciones y cobra en función de lo que se recauda. En la obra toco estas cuestiones y otras como la del tiempo, el tiempo de trabajo. Porque yo trabajo todo el día más allá del tiempo de ensayo y de creación. Respondo mails, comunico en las redes. Muchas veces ser emprendedor no es tan glamoroso como parece, es muy desgastante porque hacés todo”. Para este montaje, una coproducción con Fundación Cazadores (una organización independiente dedicada a estimular el arte emergente) recibió un subsidio de Prodanza y no se cobra entrada. Será a la gorra. “Este espectáculo es una reflexión que yo necesitaba hacer después de sostener una forma de trabajo precarizada. Siento que me está haciendo muy bien, me calma. No pretendo hablar por otros, es lo que a mí me pasa”, concluye.
La ficha
Josefina Gorostiza cuenta que la atracción por el movimiento nació con ella prácticamente. Baila desde los tres años, a los cuatro ya tomaba clases y de chica iba mucho a ver ballet y danza moderna. Estudió composición coreográfica en la Universidad Nacional del Arte y entre sus trabajos como directora figuran, además de los ya mencionados, Paraje Das Unheimlich (Premio Bienal de Arte Joven, 2015), Una de vampiros (2016), Como animales que somos (creada para la Compañía de Danza de la UNA, 2018), Cinco horas (2018), Lo único que quiero es bailar (co-producción FIBA–Teatro Bombón, 2019), entre otros. En relación a su abuelo, Carlos Gorostiza, comenta: “No fue una relación de abuelo tradicional, si es que existe algo así. Él estaba muy metido en su laburo pero venía a verme bailar en salas chicas. De sus obras mi favorita es El patio de atrás. La vi mil veces siendo una nena. Fue una figura importante, con el tiempo me doy cuenta que hubo una contaminación en el buen sentido: los teatros, los camarines, cómo fui mamando ese mundo”, dice emocionada. Cuando piensa en referentes se detiene en la alemana Pina Bausch y en el argentino Pablo Rotemberg. “De Pina me atrae el peso que le da a la singularidad de los intérpretes, a las diferencias de edades, a las formas de baile, y a la repetición como un recurso formal que crea sentido. Pablo es un maestro para mí: cómo toma y mezcla elementos de otras disciplinas y el valor que le da a la resistencia física sin duda me marcaron”.