¡Ah tiempos en que la “e” cuestionada era la del “eh…” o “este…”!, muletillas con las que se ganaba tiempo cuando la lengua no fluía en metáforas seductoras durante un levante o cuando, durante un examen, se había sacado la bolilla fatal. El lenguaje inclusivo fue el hit de las últimas semanas aún en los programas de televisión, de esos que proponen un habla sin subordinadas, chata y de tamaño twi, en nombre de millones de destinatarios supuestamente cortos de conocimiento y a pesar de la sofisticación, humor y la riqueza verbal de las hablas populares. Valiosísimas son las intervenciones en redes del llamado Observatorio latinoamericano de glotopolítica, dirigido por Diego Bentivegna, y encomiable su presencia constante, capaz de extraer las políticas de la lengua y en la lengua de cualquier moda y presión de mercado. Y circula un breve pero sustancioso libro editado por Godot llamado La lengua en disputa, un debate sobre el lenguaje inclusivo que registra la polémica entre la crítica Beatriz Sarlo y el lingüista Santiago Kalinowski. Algunos cruzados de la “o” en plural se afilian con apuro al argumento de que los cambios en la lengua se hacen en ponchadas de tiempo y suceden “inconscientemente”. Esta irrupción de una expresión psicoanalítica, aún en la boca de muchos detractores del psicoanálisis, pone su sospecha en un uso de la lengua voluntario, político y colectivo ya que, como bien dijo Diegio Bentivegna durante una conferencia, el sujeto que habla el inclusivo no es nunca individual. Fue la voluntad de los disidentes sexuales cuando, a través de sus debates orales o/y escritos sustituyeron la palabra “homosexual” por considerarla perteneciente a la psicopatología médica sustituyéndola por “gay”, “loca”, “puto”, de acuerdo a tensiones argumentales en las que fue fundante la voz del escritor Néstor Perlongher, y en las que, a menudo, se elegía la estrategia de convertir la injuria en orgullo. Y la noción “gaucho”, tal como la pone de ejemplo Beatriz Sarlo para polemizar con el inclusivo en La lengua en disputa, al pasar de un valor peyorativo a otro emblemático de lo nacional, cuando el “enemigo” para los inventores de la Nación pasó de las fronteras internas al Puerto de Buenos Aires, según la certera imagen de Jorge Salessi en su libro Médicos, maleantes y maricas, fue por la voluntad de un conglomerado de elite, que, desde estrados que iban de la Presidencia de la República a las cátedras de medicina y psiquiatría, discutieron su valor. El gaucho de las “gauchadas” no emergió de un día para otro en las ensoñaciones lingüísticas de la Patria sin un conjunto de voluntades dominantes.
Yo, como suelo usar (o ser usada por) el psicoanálisis cuando intento la intervención crítica, sé que los hablantes no suelen decir lo que planeaban, diciendo otra cosa ante la que son ellos los primeros sorprendidos, que los lapsus, los “errores” y los silencios no tiene gramática a respetar ni lengua que domar y entonces me gusta cuando la “e” se me escapa. Pero, ya que estamos en veta psi, no deja de ser significativo que sea “todes” la palabra que más despertó el repeluz purista. Justamente una palabra de máxima inclusión en tiempos de un gobierno que proponía una política popular con quita de privilegios y aumento de derechos. Tampoco “femicidio” fue una mera inclusión caída de su peso ante la proliferación de los crímenes cometidos sobre mujeres, englobados en “homicidios”. La antropóloga Rita Segato fue la teórica que llevó la palabra a toda su potencia política . Para ella, tipificar el femicidio, develar sus tramas estatales, mafiosas, políticas es impedir su privatización, es decir su lectura como una excepción que, aunque múltiple, no constituiría más que un "caso".
No jodamos. Es evidente que nos nos peleamos por vocales ni por palabras. "No molesta el lenguaje inclusivo, lo que molesta es el feminismo", copeteaba el diario El tribuno del 26 de enero de 2020 una entrevista a la escritora y docente de Enju Elena Bossi que recomiendo.
Otros cruzados de la “o” plural se apoyan en la teoría de la bola de nieve, tan cara a la derecha por la que un fumador de mariguana pasaría rápidamente a la cocaína, y de ahí a la heroína, y de ahí a la muerte, sin dejar de arrastrar en sus consumos a una multitud en avalancha, un aborto llevaría a otro y así siguiendo hasta la desaparición de la familia. De “e” en “e” quién sabe qué podría suceder: ¿¿¿¡¡¡la caída de la lengua nacional!!!??? Ojalá las políticas emancipatorias tuvieran la velocidad de radicalización y de pregnancia que la derecha les adjudica.
Y están les detractores, que sin ser cruzados de la “o” consideran cosmético el inclusivo, en nombre de una radicalidad mayor. Por ejemplo, cuando se otorgó el derecho de ser padres a parejas del mismo género, las protestas vinieron de ciertos compañeros de ruta. Con las banderas del chorro divino Jean Genet o del Pasolini de los ragazzi di vita cacarearon “¡así que ellos también querían ser padres!”, es decir, hicieron gala de lo que la escritora lesbiana Sheila Jeffreys llama “la incertidumbre radical” según la que, detrás de una filosofía de alta retórica que niega, en nombre de un más allá revolucionario virtual, la demanda concreta de una comunidad discriminada, se oculta la necesidad de que el otro siga encarnando precisamente al otro --disidente, nómade, maldito, fuera de la ley-- capaz de garantizar por contraste el modelo de lo mismo.
El lenguaje inclusivo abre a otras inclusiones : no constituye un límite.
No querés “e”, nadie te obliga
Del lado de la “e” deberíamos atender, en nuestra crítica al purismo, en este caso de la lengua, a nuestra propias basuritas argumentales. En la mayoría de los debates abunda la insistencia, casi de letanía conserva, de que “no se tocaría la gramática” como quien promete no tocar el Palacio de Invierno, otra que parece centrarse en los géneros de hombres y mujeres bío y otra en la “igualdad”, palabra precaria para ciertos feminismos que desean jaquear los términos de la política misma, de la vida. Y que se diga que la “e” no es una obligación no basta.
El proyecto de crear una guía de lenguaje inclusivo para la administración pública anunciado por la ministra de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la Provincia de Buenos Aires, Estela Díaz, llevó a algunos “compañeros de ruta” a tildar la medida por poco de facista.
Pero, ¿es posible confundir un proyecto de reconocimiento con una “obligación”?
La líder travestiarca Lohana Berkins solía contar de cuando trabajaba en Legislatura:
-- En la puerta de admisión se pedía el documento. Entonces un día llegaban travestis que se llamaban --por decir cualquier cosa-- “Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”, nombre y apellidos que eran violentamente contrapuestos a sus famosos nombres de Julia Roberts o Liza Minelli. Entonces el tipo de la entrada me llamaba y me decía: “Está el señor Pantaleón Roldán Pérez y Gauna”. Ahí yo bajaba y le decía al tipo: “Está bien que ellas tienen que dar el documento, pero a mí me parece que usted debe respetar su identidad y preguntarles cómo se llaman”. Entonces de ahí se comenzó a registrar el nombre del documento, pero al mismo tiempo se preguntaba “su nombre, por favor”.
Pedagogía de reconocimiento, no obligación : eso es lo que transmitía Lohana.
Otro día la seguimos pero mientras tanto ¿en que quedó aquello de que Pol-ka patentó “femicidio” y “no es no”? Guarda con la “e” que, si la lengua no tiene dueño, una empresa te puede comprar hasta las vocales. ¿O no?