La reconversión de los planes de asistencia en trabajo genuino es la más antigua aspiración de los movimientos sociales. No apareció hace tres años, cuando el macrismo, ni hace diez, en los gobiernos kirchneristas. Estaba ya en la gestión de Eduardo Duhalde, cuando las organizaciones de desocupados crecían en tensión con los punteros del PJ, y antes, en el gobierno de la Alianza, cuando en el movimiento contrario, el plan de ajuste de Fernando de la Rúa los llevó a coordinar piquetes con los intendentes peronistas. Y todavía antes: en 1996, cuando Carlos Menem creó los primeros planes de empleo tras los levantamientos de Cutral-Co y Plaza Huincul, tras la privatización de YPF; el pedido de los desocupados --a los que el gobierno convirtió en beneficiarios de planes al tiempo que los reprimía y acusaba de “asociarse para delinquir”-- era un reclamo por trabajo, formulado al Estado.
A nadie le gusta tener que vivir de un plan social. El que tenga dudas, puede probar arreglarse todo un mes con 8500 pesos. Son 283 pesos por día; puede sumarle, si quiere, una o dos AUH de 2196 pesos por hijo. La canasta de alimentos seguirá estando en 15 mil. ¿Alguien puede creer que con eso es posible hacer las cuatro comidas y acceder a un mínimo de energía --pongámosle una garrafa de gas--? Sin embargo, esta semana, cuando el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, confirmó que el Gobierno irá hacia un esquema en el que los beneficiarios harán trabajos productivos con un ingreso equivalente al salario mínimo, los medios dominantes presentaron el tema como si la noticia fuera que los planeros van a tener que trabajar. Lo novedoso está en otra parte, en el rol que el Estado asume frente al problema del trabajo.
En el 2001, cuando el clima antisistema repelía cualquier esquema de articulación de las organizaciones sociales con el Estado, la gran pregunta de la militancia era cómo resignificar los planes de asistencia, dándoles un sentido productivo. Dieron cuenta del esfuerzo las bloqueras, herrerías, panificadoras, textiles y carpinterías, entre otros emprendimientos, creados por los los movimientos. La mayoría no lograron sostenerse en el tiempo, pero sin dudas construyeron la base de lo que hoy, 20 años más tarde, es el entramado de la economía popular. Obviamente, esta etapa es muy otra: ningún gobierno asumió, al menos desde la recuperación democrática, como lo hizo el Frente de Todos, con tanta militancia social dispuesta a trabajar junto con el Estado, e incluso desde la misma gestión. Ninguna organización duda de que sin el Estado no hay creación de trabajo posible para los excluidos.
La gran pregunta de esta etapa también es otra: si el Estado va a asumir la tarea de crear trabajo con derechos --no asistencia-- para los millones que le “sobran” a la economía formal. Es una pregunta por la escala y la permanencia. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner tuvieron valiosas experiencias en ese sentido, pero ni la escala ni la permanencia fueron suficientes. Tal vez porque en el imaginario político seguía pesando la idea de la vuelta al pleno empleo. Los datos duros mostraron que, incluso en épocas de crecimiento económico, en una estructura productiva concentrada como la nuestra se generan puestos de trabajo que sólo alcanzan para acompañar el crecimiento vegetativo de la población.
La decisión de reconvertir los planes en productivos, con un ingreso equivalente al salario mínimo, es un cambio de paradigma. Supone el compromiso del Estado en invertir en el plus salarial, invertir en los materiales y herramientas necesarias para hacer los trabajos, mete a parte de la gestión gubernamental a identificar necesidades (de arreglos de escuelas, mejoramiento de barrios, tendido de agua potable) y coordinar las obras. Es decir, a organizar las fuerzas de trabajo en áreas donde lo acostumbrado es la tercerización. La escala de arranque es chica, pero la prometida es de medio millón de trabajadores, los beneficiarios hoy ya están cobrando planes. Si se considera que el número de desocupados está hoy en los dos millones, lo anunciado no es una cantidad menor.