“Las palabras que quisiera decir no están escritas todavía”. Emocionado y algo tenso se lo nota a David Lebón, no bien pisa el escenario del Colón. No es que sea un hecho especial que un rockero lo haga. Ya lo hicieron varios, en efecto. Él mismo, por caso, junto a Charly García, invitados ambos de Pedro Aznar en febrero de 2019. Pero además, el género nació, se desarrolló y brilló en espacios bien distintos a éste. En antros llenos de humo, hedor y humedad. En clubes de barrio. En garages y ruinas. En parques y plazas. Y, si quisiera irse más atrás aún, en cárceles como las de Angola, dónde Leadbelly y sus amigos negros tocaban esos desgarrados blues, con los grilletes puestos. Es especial el ámbito, entonces. Pero no deja de conmover que ese tipo, uno de los que puso los pies en el barro para que el rock argentino sea lo que es, luzca así: secundado por una orquesta sinfónica armada para la ocasión y una banda impecable; de traje pero sin corbata, y con alguien que entra, le cuelga la guitarra al cuello, y se corre a un costado para disfrutar de su música. No deja de serlo, tampoco, que tras la primera canción de la noche (“En una hora”), el ruso oriente el rostro hacia las altas alturas del teatro, señale hacia allí, y reciba el calurosísimo aplauso de las almas que llenaron el teatro para verlo. Para escucharlo. Para quererlo así como es.
“Quisiera contarles que estoy muy nervioso. No sé por qué me tocó esto de vivir… las cosas pasan”, suelta el guitarrista antes de encarar “Puedo sentirlo”, segunda pieza. No suena ideal. Pero las cosas van mejorando con el devenir. Suele pasar así, y él se da manija con esas frases medio zen que, según dice, emergen de un tipo que está dentro suyo. Un tipo que es él, pero no. “Hay muy poco tiempo para disfrutar todo lo que sucede en el planeta tierra”, es una de ellas. Sobreviene otra que relativiza, solapadamente y con cierta inteligencia, la supuesta importancia de tocar entre tanto lujo. “Puedo llenar dos River, o lo que sea, pero cuando llego a casa hay una sola que me caga a pedos”, bromea.
Entre frases reparadoras y canciones que despiertan ardores, el concierto va tomando su cauce. “Esperando nacer”, provoca los primeros entusiasmos serios y en serio de la noche. “Encuentro supremo” tiende la alfombra para que irrumpa la Orquesta Sinfónica dirigida por Pedro Vercesi. “Mundo agradable”, en tanto, insta a corear a los angelitos que escuchan Aspen. Y “Casas de arañas”, uno de los clásicos que el violero revisitó en David & co, recibe al primer invitado de la gala: Lisandro Aristimuño. Pero el concierto termina de meterse en las entrañas de todos y todas cuando las dos primeras notas explicitan una de las más bellas canciones que ha dado el rock autóctono: “San Francisco y el lobo”. Casi sublime en su alucinada introspección.
A partir de ella, se activa definitivamente la tríada de sentires que el ruso venía deseando desde el principio: “disfrutar, sonreír y amarse”. Cómo no hacerlo con “Parado en el medio de la vida”, por caso. O con la densa y maravillosa “Noche de perros”, amurada por ese solo de feeling inconfundible. O con otro lapsus de alto impacto, encarnado en “Hola dulce viento”, temazo que David compuso durante su estadía en Pescado Rabioso, y al que también llamó “Mañana o pasado”. No sería el único homenaje a Luis Alberto Spinetta. “Laura va”, la primera canción que escuchó David cuando volvió de Estados Unidos a fines de los sesenta, es el otro. “Cuando yo llegué de afuera, de chiquito, me acuerdo que me parecía increíble escuchar una canción así, medio tanguera, hecha por un grupo que también tocaba ´Gabinetes espaciales´”, evoca. La versión, va de suyo, aprovecha el contexto a pleno, y le otorga la orquestación merecida a la “She`s leaving home” de estas pampas. Finura total.
Tras ella, ingresa otro invitado: Fito Páez. Ya lo habían hecho Coti, en “Deja de jugar” y Pedro Aznar para revisitar “Hombre de la mala sangre”, pero lo de Páez resulta sobresaliente. A cuatro manos (David en teclados y Fito en piano) protagonizan el tercer alto rescate emotivo de la noche: “El tiempo es veloz”. “Es algo que hicimos en el estudio, en vivo, y salió así”, cuenta el guitarrista, retrotrayendo su memoria al momento que lo grabaron para publicar en su último disco. A partir de allí, disfrute total y esencial: “Encuentro con el diablo”; “Cuánto tiempo más llevará”; “Copado por el diablo”, y el embrujo que ese rock and roll de los mejores que se han hecho por aquí, provoca en el ámbito de la música culta. El cierre, casi de manual, es con “Seminare”, pletórica en coritos de fogón y finos arreglos orquestales. Pero lo mejor ya había pasado.