Una doble invasión se exhibe en el Centro Cívico de Bariloche como el preámbulo de un verano tardío, un verano que comienza con resabios de la nieve que se extendió hasta fines de noviembre. En ese escenario pulcro y ordenado que se erige frente al inmenso lago Nahuel Huapi –un poderoso imán azul y misterioso que gobierna el paisaje–, proliferan las dos especies que hoy asaltan la ciudad: la Retama y los turistas extranjeros. El primero de los invasores es un arbusto de hojas amarillas proveniente de Escocia, que fue implantado hace pocos años para ornamentar los jardines de todas las cabañas. Funcionaba al mismo tiempo como un refuerzo de esa idea implantada en el corazón de Bariloche: desde hace medio siglo se la llama “la Suiza argentina”. En un ambiente que no le era propio, la Retama se convirtió rápidamente en una plaga casi imposible de erradicar que hoy crece desenfrenada al borde de los caminos. El segundo invasor, en cambio, es un invasor deseado. Los turistas.
El EMPROTUR (Ente Mixto de Promoción Turística) promovió beneficios impositivos para los extranjeros y una línea de hoteles y restaurantes “boutique”, que sumados a las nuevas conexiones aéreas y la conveniencia que da el cambio de cualquier moneda con respecto al peso argentino, marcaron el nuevo rumbo del turismo. El fruto cayó en el lugar esperado: se estima que la ciudad tendrá ocupadas, durante todo el verano, un 90% de las treinta mil camas que ofrece en sus alojamientos.
Partiendo desde el Centro Cívico, el recorrido casi reglamentario indica que se debe avanzar por la Avenida Exequiel Bustillo, bordeando en su recorrido los lagos Nahuel Huapí y Perito Moreno. Se trata de un recorrido que comienza con cuidadas casas de piedra y madera y atraviesa las playas Bonita y Serena, para luego tener a sus costados una serie de terrenos tomados en el cerro –la Villa Jamaica– y otros abandonados y cooptados por los cipreses, hasta desembocar en el acreditado Circuito Chico: un recorrido sinuoso y repleto de vegetación que, sumado al Cerro Catedral –el centro de esquí más desarrollado de Sudamérica–, son los espacios más visitados por los turistas en la ciudad.
El circuito chico condensa caminatas y ascensos personalizados a cerros como el López y sus miradores ocultos, cruza el fastuoso e imponente hotel Llao Llao, se abre a un tour por fábricas de cerveza artesanal bautizado “Bariloche Beer Experience”, a múltiples zonas para practicar deportes náuticos –como el kayac o windsurf– y de montaña –rapel y trekking–, a una serie de restaurantes de alta gama con menúes en pasos maridados y a navegaciones recónditas como la del Brazo Tristeza, el primero de los pasos que se intentó desde y hacia Chile. Se trata de un trazado circular que culmina –o que también puede iniciarse– en el Cerro Campanario, coronado por un mirador que funciona como panóptico de ese paisaje en estado de gracia conformado por los bosques y lagos patagónicos que se mecen bajo los picos nevados de la Cordillera de los Andes.
“Estando acá arriba tenés la sensación de que todo en el mundo funciona bien. Te da una paz que no sé dónde más la podés encontrar”, dice uno de los guías locales que acompaña las visitas al Campanario, luego del ascenso en aerosilla. “El problema es que después tenés que bajar. No es fácil vivir en una ciudad que vive del turismo”. Durante las temporadas de invierno y verano se concentra casi el 80% del turismo en la ciudad, abriendo múltiples ofertas laborales que en su mayoría son cubiertas por quienes viven en el Alto, ese conglomerado inacabable de casas precarias que se esparcen sobre la ciudad, ya en la estepa patagónica. “Bariloche es una ciudad graciosa, por todos lados ves actividades, desde cada esquina ves montañas y lagos. Los que vienen de vacaciones no pueden estar mucho tiempo sin volver”, dice Carlos, un barilochense morrudo que trabaja como chofer en empresas de turismo. “Durante los seis meses que no hay tanto turismo se complica un poco. Ahí es cuando tenemos los problemas, que aparecen los saqueos o las tomas de tierra. El problema es que siempre hubo mucha desigualdad”.
La necesidad de paliar la dependencia del turismo fue abordada por el municipio de la ciudad incentivando en los últimos años la afluencia de estudiantes y científicos que llegan desde todo el país para trabajar principalmente alrededor de las investigaciones médicas, espaciales y nucleares desarrolladas por INVAP (Investigaciones Aplicadas) y el Centro de Energía Atómica. La idea de convertir a Bariloche en un polo tecnológico a nivel nacional se convirtió también en un intento por sanear sus conflictos sociales. Pero el turismo también impone condiciones. La llegada de turistas que crece año a año derivó en una ampliación de la oferta a partir del armado de un corredor entre Bariloche y la Comarca Andina del Paralelo 42, que tiene a El Bolsón como ciudad medular y se amplía a las poblaciones de El Hoyo, Lago Puelo y Epuyén entre muchas otras. Aquellos que quieren experimentar los paisajes extáticos de la Patagonia alejados del trajín de la ciudad, encuentran ese escenario a una hora y media de distancia de Bariloche.
“Lo que se buscó fue complementar todo. En El Bolsón tenés muchas más actividades vinculadas a lo artesanal, desde las ferias hasta la permacultura y las medicinas alternativas”, asegura Melchor Mazzini, titular de la heladería artesanal Jauja, que tiene un pie en ambas ciudades y oficia de guía en la recorrida por El Bolsón. La ciudad se extiende en el centro de un pacífico valle como si se tratase de un caleidoscopio rural: casas con paredes rojas, amarillas y violetas que se intercalan con los cerros límpidos como telón de fondo y una inmensa feria de productos artesanales clavada en su centro. Ese entramado que se convirtió en el mayor de los refugios del hipismo en la Argentina, hoy ofrece también un cuidado turismo campestre que incluye terapias holísticas, retiros en cabañas con huertas en las que cosechar el alimento del día, dietas détox y hasta el laberinto más grande de Sudamérica, ubicado en un predio de cinco hectáreas y concebido bajo los lineamientos de la Geometría Sagrada de la serie Fibonacci.
“Para salir de cualquier laberinto primero tenés que llegar hasta uno de los extremos y de ahí te vas metiendo hacia el centro”, explica Mazzini durante el recorrido. “Es una de las enseñanzas que te puede dejar este lugar. Mis viejos por ejemplo se conocieron en el Mayo Francés y armaron acá una heladería que tiene como eje la sustentabilidad y los productos locales. Esa es una de las claves, todos apostamos por lo que se produce en la región: desde la carne hasta los dulces. Es una tierra en la que todo florece. El nombre que eligieron mis viejos para la heladería simboliza un poco lo que pasa acá. Jauja significa abundancia. Después está en cada uno de nosotros aprender a cuidarla”.