Los recursos y lenguajes que los medios de comunicación emplean frente al asesinato de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell, el 18 de enero, con su marcada incidencia en la escena social, vuelven a desnudar una red compleja de cruces y tensiones entre derechos, como los de informar y estar informado, los de víctimas y acusados, y con ellos los de sus familias, amistades y comunidades.
Valores esenciales y custodiados legalmente, como la intimidad y el honor de las y los involucrados, la presunción de inocencia y la no obstaculización de la justicia tambalean, si es que no son arrasados, con la difusión de imágenes, evidencias y novedades procesales que se deslizan al desfiladero de la lucha mediática por la primicia.
Las preguntas que estas prácticas habilitan incluyen pero a la vez exceden por mucho el examen de los modos de producción de la industria de la noticia. Aunque sea un tema que reclama estudios profundos y exige mucho más que lo que creemos ofrecer quienes participamos de la comunicación, acaso sea posible coincidir --solo como referencia-- en que convivimos en un estado de demanda asfixiante de imágenes, de respuestas inmediatas y, para el caso, de aplicación no demorada de lo que llamamos justicia. Ese cóctel emerge y se vuelca como lava en la sociedad y actúa sobre todos los poderes, incluyendo el de los medios, sea cuando lanzan el material quemante o cuando son rodeados por él.
Claro que la complejidad del problema no da crédito para la resignación y, sirviéndose de ella, para la repetición cómoda de los hábitos.
El 23 de enero decenas de personas se reunieron frente a la casa de la familia Báez para expresar solidaridad y reclamar justicia. Graciela, la mamá de Fernando, fue embestida por micrófonos y cámaras hasta que, a pesar de que apenas se mantenía en pie, se vio compelida a hablar.
La tragedia humana cuya magnitud solo ella y los demás allegados íntimos a Fernando pueden conocer se expresó en balbuceos consumidos por el dolor, por momentos aferrándose a esperanzas místicas, por otros declarándose muerta en vida, porque esta mamá fue puesta en la situación de nombrar aquello que ninguna palabra puede expresar. Casi como consecuencia inevitable, cronistas, conductores y comentaristas de estudio reforzaron la secuencia, mencionando lo evidente, la angustia y el drama.
La continuidad de la cobertura muestra al público, una y otra vez, escenas previas al ataque, la salida a la calle, los golpes atroces. La sagacidad periodística husmea en el expediente, lo obtiene y reproduce fotografías y croquis. Parece aflorar nuevamente un contrato de mutua conveniencia entre los medios y estos ámbitos del accionar estatal. Es una práctica ya vista y con consecuencias de las que nadie, después, se hace cargo. Mucho menos los medios.
Esta vez, la familia de la víctima no esgrime estatus empresariales ni pergaminos universitarios, ni verdaderos ni falsos, y no se sumó a una maniobra para imponer una patética reforma penal como la sancionada de apuro hace más de quince años, cuando poderes sin rostro, usando diarios, radios y canales de TV y llevando de las narices a una parte de la siempre lustrosa clase media, exhibieron su músculo capaz de manipular las prácticas democráticas. No es igual ahora, pero el uso del drama como espectáculo vuelve a ubicarnos frente a problemas graves en el flujo aluvional de la comunicación.
* Escritor y periodista, presidente de Comunicadores de la Argentina (COMUNA)