Ema, conocida por Bovary --apellido de su marido, un médico rural con el que se había casado sin el menor amor-- era joven, bella y apasionada. Dos cosas la apasionaban, tanto que las dos, entrecruzadas trágicamente, la llevaron a la muerte, una de las más tremendas de la historia de la literatura, narrada magistralmente por Gustave Flaubert, a su vez apasionado por la figura de esa mujer. Una de ellas, su amor por los hombres, la otra por la ropa.
En cuanto a los hombres, se entregaba a sujetos a quienes les atribuía cualidades irresistibles: hombres elegantes, finos, algo cercanos a lo noble, seductores eficaces que, una vez que habían logrado que ella se les entregara, la abandonaban como si fuera un trofeo que se valora poco. Es de imaginar la frustración y el drama, un drama que, sin esa figura, puede ser trivial: tan frecuente es ese modo de pasión que lleva su nombre, “bovarysmo” se denomina y su fuerza evocativa y significativa se debe, sin duda, a la maestría del escritor.
Más interesante, no obstante, es la otra pasión: la de la vestimenta. Consciente de la belleza de su cuerpo decide que merece adornarlo, no con cualquier ropa sino con la mejor que, obviamente, es la más cara, Paris y sus novedades es irresistible, pero el dinero, que no abunda, es un límite irritante, insoportable; Ema Bovary lo vive como una injusticia que no puede invocar con un marido que apenas logra el sustento y un medio pueblerino que no comprende su desdicha. En medio de esta amarga cavilación acude presuroso, como un dios salvador, un comerciante que le ofrece lo mejor y que para satisfacerla ni siquiera le habla de precios sino que simplemente, lleno de halagos y zalamerías, va anotando en un cuaderno que siempre lleva consigo y que es como su libro de oraciones.
Lo es: en su mudo estruendo el cuadernito le va diciendo que llega el momento de cobrar, lo que significa que ha llegado el momento de pagar y, con retruécanos y sonrisas, se lo hace saber a la bella y bien vestida Ema que, sorprendida, creída que todo eso venía de arriba, descubre que no tiene un centavo. Pero sus antiguos amantes, a quienes la pasión por ella los había consumido en su momento, tienen mucho más que uno y a ellos corre recordando antiguas efusiones y declaraciones pero ellos han olvidado esos maravillosos momentos y no la ayudan mientras que el comerciante exige cada día más y amenaza con quitarle todo lo que con tanta munificencia le había dado. Siniestra perspectiva se le presenta, forma moderna del drama del choque entre querer y no poder, qué le queda entonces a la pobre Ema, qué queda de la gloria de su cuerpo.
A Ema, como se pudo leer, le fue mal en la vida pero tuvo otra clase de suerte: se convirtió en un mito, el bovarysmo, que ocupa un lugar, aunque algo menor, en un prestigioso elenco: Edipo, Quijote, Martín Fierro (entre nosotros), seguramente algunos más, citados oportunamente para ilustrar situaciones complicadas.
Me imagino que sin la belleza de ese relato, varias veces leído, situaciones semejantes que pueden registrarse en la vida real son o bien triviales o bien materia de novelitas de mala calidad. Tediosa enumeración, comprobable a diario. Si la evoco es porque en otro plano, el de un país, el bovarysmo se me ofrece como un interpretante; si bien en la novela --que no es una “novela social”-- se refiere un conflicto individual, por el hecho de que su estructura se articula en la relación de los mencionados y poderosos verbos “querer” y “poder”, es más que evidente que permite cambiar de plano y referir conflictos de mayor trascendencia. Por ejemplo en un país entero y, más precisamente, en la Argentina misma donde hemos podido asistir a un drama igualito, como calcado de la novela. Basta con reemplazar a sus personajes por los actores de la novela titulada “deuda externa” para comprobarlo.
Macri en el papel de Ema Bovary, creyendo que necesita préstamos para “vincular al país con el mundo”, o sea ropa de primera calidad, propósito que se traduce en favorecer que su tribu se quede con los dineros prestados, o sea el equivalente de la innecesaria ropa cara, pura pinta, quedar bien con buitres y aves domésticas de rapiña, y toda clase de inutilidades; Christine Lagarde, encantadora, enamorada y enamorante, zalamera, como el comerciante de la novela, finge entregar el rosquete y por detrás de ella el F.M.I., ella actuando como el vendedor de telas, el F.M.I. cuadernito en la mano anotando todo y mandando los dineros como si comprendiera los deseos de los ávidos, más que necesitados, solicitantes.
Penúltimo acto: querer cobrar unos e imposible pagar los otros, nadie, ninguno de los países que le juraron a Macri amor (apoyo) eterno, tan comprensivos de lo que el incauto Macri y sus Prat-Gay y sus Dujovne pedían incesantemente, acuden en su auxilio, tan felices como estaban porque por fin un Gobierno en serio había emprendido una guerra contra el pérfido populismo, acabar con todo, basta de tirar la plata en los perdedores cuando los ganadores pueden llevársela sin ningún problema.
¿Qué queda por hacer en una situación tan crítica, lo que podríamos llamar “la hora de la verdad”, desinflado el globo de la ilusión? Como Ema Bovary, Macri intentará que lo saquen del lío que él, o su política --lo que es lo mismo-- armó. No lo sé pero se lo atribuyo, no creo que me desmienta, lo primero que se le debe haber ocurrido, lo espontáneo, es la genial idea de sacarlo de los flacos bolsillos de los que tienen poco y nada con la esperanza de que no protesten y entreguen hasta la camiseta, más impuestos, salvando, desde luego, a los ricos, respetados en sus impulsos monetarios hasta la religión.
Pero lo que puede salir de esas tetas caídas que no tienen casi leche, no alcanza ni para empezar de modo que a continuación, siempre hay un economista formado por los Cavallo que cabalgan en la política argentina que lo aconseja, está esa forma de suicidio que se denomina “default”, amenazante cohorte de fantasmas que intentan quedarse con todo, el petróleo, el agua, el campo, la industria y lo que tenga algo de valor.
Ema se suicida, no le queda otro recurso, Macri no y ahí terminan las semejanzas. Simplemente aprovecha su derrota electoral para endosarle el problema a quienes lo suceden, como si haber endeudado al país de la forma en que lo hizo fuera cosa de otros, o del azar, o de la mala suerte. Y si la suerte de Ema es una tragedia que, como toda tragedia, da lugar a una reparación, la de la Argentina está depositada en la sabiduría de los Fernández aunque, se sabe, hay quienes aman el final trágico y no les parece mal hundirse en la charca.
Algo de todo esto queda (me queda) flotando, no porque me parezca arbitraria, sino porque me asedia otro fantasma, el de la repetición histórica, como que esta situación no es la primera, en el país y en el mundo; de ahí el riesgo del fatalismo, ominosa perspectiva, no han de faltar los profetas que declaren que hay ciclos de alta y baja y vivimos en uno de esos, como si no se pudieran prever, como si una ley muy antigua que sostiene que endeudarse es enajenarse sufriera un paréntesis y la noción de deuda fuera santificable. Pero también otra cosa se desprende de estas narraciones: su estructura, pareciera que es constante, “querer” y “poder”, dos verbos terribles, son como cuerpos por cuyas venas corren la ilusión y el infortunio que se dan de patadas, ambas queriendo predominar y aniquilar a la otra. Y nosotros contemplando la escena, pagando por el espectáculo