Llegué a la terminal atragantada por tres empanadas fritas que intentaban abrirse paso por mi garganta, volviendo dificultoso respirar. El colectivo tenía como media hora de retraso (a la vuelta tuvo una y media), bastante bien. Busqué mi asiento y me senté un poco agitada por la falta de oxígeno. Vi que al lado mío se acomodaba una mujer indígena con una bebé. “Usá los dos asientos”, le dije cambiándome a la fila del costado, sin prestar atención a la numeración de mi boleto, porque en 15 años de viajar al pueblo de mi viejo, nunca nadie lo hizo. La piba me miró sorprendida. Me señalaba mi asiento con la cabeza, su sonrisa me invitaba a ocuparlo. No emitía sonido. No estoy segura de que hablase castellano. Acá en la frontera la gente habla muchos idiomas. Puede ser el guaraní, el wichi, o el pilagá, por nombrar algunos. Intenté explicar que era una cuestión de comodidad para las dos, que así me iba a poder acostar en dos asientos para dormir y ella también. Me miraba en silencio. Yo movía la mano tratando de graficar mis palabras y hacía gestos de dormir como una imbécil. Ella dio vuelta la cara. Me desparramé en los asientos de la fila de al lado y dormité mientras el colectivo dejaba atrás la terminal. Comencé a pensar que si la piba no entendió mi explicación, bien puede haber percibido que no me sentaba ahí, porque no quería sentarme con ella. No sería raro, teniendo en cuenta que les rubiecites de ojos claros como yo, no suelen viajar en el colectivo con las mujeres de piel marrón y ojos negros, como ella. Me jode escribir esa oración, me enoja, pero no viene mal reconocer mis privilegios, ahora que tengo auto para viajar al pueblo de mi papá. “No puede ser”, pensé, “yo lesbiana feminista cometiendo semejante acto de pelotudez”. Encima el colectivo comenzó a llenarse de nuevo. Ya iba a empezar el griterío por los números de asientos cambiados, pensé. Un señor le va a decir a una señora “Disculpe usted está en mi asiento, yo tengo el 15”, la señora le va a contestar “y sí, pero yo tengo el 24 y está ocupado”. Y la cosa puede seguir así hasta que lleguemos a Las Lomitas.
Me incorporé en el asiento para cambiarme al que me correspondía, antes de que sea demasiado tarde. La mujer se había acomodado perfectamente en su lado, con la beba en los brazos y varias mantas que no desbordaban ni un centímetro la línea divisoria del apoyabrazos. “Soy cualquiera”, me repetía avergonzada. A juzgar por la ausencia de la sonrisa anterior, calculo que ella estaba enojada. Me perdí en mis pensamientos hasta que me di cuenta que estaba comenzando un viaje al interior profundo de Formosa, con 40 pesos en la billetera y ninguna posibilidad de conseguir más. La fiera de mi gula reclamaba nafta, no bastaron las empanadas. Paramos en el último control de gendarmería, justo antes de sumergirnos en la ruta 81 que atraviesa campos de grandes palmares, monte virgen y absolutamente ningún kiosko hasta dentro de como 200 km. Un chipero subió con el canasto lleno. Reflexioné sobre mi situación económica y lo detuve, justo cuando se iba, esquivando un gendarme que andaba recorriendo el bondi, con los dos brazos apoyados en el techo, mirando los asientos con cara de malo. Le dije que quería una sola chipa: “pero son 3 por 10 pesos”, me dijo y la miró a la mujer sentada al lado mío. “¿Querés una nomás?”, repreguntó, hice números y dije “sí”, mientras observaba como cargaba dos en la bolsita. “Son 5 pesos” me dijo y se retiró. Devoré la masa mientras esperaba que mi compañera de asiento se despierte. La beba llorisqueó y le toqué el hombro, seguía sin hablarme, le señalé la chipa con la mano. La tomó y se dio media vuelta. Me dormí. Unas horas después, la beba roncaba despatarrada con los pies en mi falda, invadiendo la línea que la mujer cuidadosamente había marcado con las mantas. El colectivo entero dormía, con la espalda lo más reclinada posible (unos 45 grados). En verdad es duro viajar al lado de bebés porque a menudo lloran. Esta vez no fue la excepción. Mientras mi compañera ocasional de asiento, acunaba a la man’äfwaj, yo pensaba que el llanto es una buena forma de desalienarnos, de recordarnos que aunque después de varios años de vivir en la frontera, una se acostumbre al olor a nafta en el colectivo y deje de pensar en que vamos a explotar en cualquier momento, igual jode. Los controles permanentes de una gendarmería que justifica su sueldo subiendo al bondi a la 1 de la madrugada, prendiendo las luces y despertándome sólo para pedirme el DNI y mirarme raro un rato, o para sacarle un par de cartones de cigarrillos a una señora que tiene un kiosko en un pueblo, joden. Y aunque disfrutemos de la luz de la luna dibujando sombras en el monte, para no pensar en el frío infiltrándose por la ventana, como la luz, mis minutos de duda por el asiento, joden. Está bien que grite, pensé, alguien tiene que hacerlo por todas las personas que viajamos en este colectivo.