La industria hollywoodense tardó un cachito en darle al vestuario las pompas que merecía: el primer Oscar en la mentada categoría se entregó recién en 1948, en la edición número 21 del galardón. Por aquellos días, el asunto iba por partida doble: en cine en blanco y negro, ganó Roger Furse por Hamlet; en color, Barbara Karinska y Dorothy Jeakins por Juana de Arco, venciendo a la enorme Edith Head, más que digna contrincante por su laburo en El vals del emperador. Salto en el tiempo a los pasados días, a la última entrega de los premios, tan vista como criticada por la ausencia de nominadas en mejor dirección. Por su entrañable adaptación de Mujercitas, clásico inoxidable de Louisa May Alcott, Greta Gerwig ni siquiera tuvo la chance de competir en realización, pero sí lo hizo su diseñadora de vestuario, la londinense Jacqueline Durran, que merecidamente se llevó a casa la estatuilla. “Cada prenda cobra vida con la interpretación”, destaca quien pensase un color guía y una silueta para cada hermana March amén de reforzar su personalidad…

Preciosas faldas a cuadros, largas capas carmesí, gorras de marinero y sontags; algunas joyitas pergeñadas por Durran. Que reservó la “típica jaula de crinolina” para Amy y Meg, modelitos infantiles en rosa para Beth (“porque no tuvo oportunidad de crecer”). Y evitando a toda costa los corsés para la adorada Jo, la atavió con vestidos holgados de algodón, polleras lisas combinadas con chalecos y camisas de trabajo, bloomers. Su único detalle “vanidoso”: un abrigo de “piel” estilo militar porque “se estaba apropiando de un uniforme como traje de escritura”, en palabras de Jacqueline. Aunque, claro, son hermanas y tienen un ajustado pasar; entonces comparten pilcha. Lo que una viste en una escena, luego lo lleva otra, y todas y cada de una de las ropitas parecen genuinamente vividas, mérito a destacar.

Cuenta Durran -que cita entre sus variopintas inspiraciones la fotografía de Julia Margaret Cameron, la pintura de Winslow Homer, la popular guía fashionista Godey’s Lady’s Book del siglo 19- que preocupaba a Gerwig que la bufanda invernal chartreuse de Meg fuera demasiado chillona. Nada librado al azar: los tintes brillantes de anilina y el verde ajenjo estaban de moda por esos días. Cierto es que algunas piezas son de fidelidad histórica relativa, pero la autenticidad -al final y al cabo- también es una cuestión de fe. Y sí que ha sumado devotas Jacqueline. Sigue sumando, en realidad…

Cuando hace dos años se cumplió una década del estreno de Expiación, deseo y pecado -film del relamido Joe Wright que adapta la homónima novela del inglés Ian McEwan, sobre un amor recargadamente trágico de los 30s-, llovieron notas en revistas como Vanity Fair y Marie Claire. No celebraban la cinta sino su vestuario, aprovechando el aniversario para encomiar con palpable entusiasmo el icónico vestido al bies, color esmeralda, de delicada seda, que JD confeccionó para el personaje de Keira Knighley. Tan aplaudido que la industria textil pronto intentó imitarlo, sin llegar -claro- a igualarlo, y la concurridísima muestra Hollywood Costumes del museo Victoria & Albert de Londres lo incluyó entre otros legendarios -entre otros, el vestido “cortinado” de Scarlet O’Hara en Lo que el viento se llevó-.

Aquella no fue su primera colaboración con Wright, tampoco sería la última. Ya había hecho la pilcha de Orgullo y prejuicio, y volvería a coincidir en Anna Karenina, “donde la clave era simplificar los vestidos de la Rusia de 1873, desnudarlos y eliminar los ornamentos. Por eso me centré en la silueta, tomando como referencia la costura de los años 50”. Un híbrido de las dos eras que dieron por resultado -según especialistas en tema- “una elegancia diáfana, más propia de la moda de posguerra que de la opulencia de la corte rusa, donde el dramatismo se desarrolla en volúmenes medidos, cuerpos encorsetados, polisones y una colección de tocados contemporáneos”. Su interpretación estilizada no solo le valió su primer Oscar: aceleró una colección cápsula inspirada en el clásico de Tolstói, fichada por Banana Republic para la ocasión.

Parece evidente la debilidad de Durran por las producciones de época. Entre otras, trabajó para 1917, de Sam Mendes; para la bíblica María Magdalena, de Garth Davis; para Macbeth, de Justin Kurzel; para Mr. Turner (sobre el pintor brit), de Mike Leigh ¿Las fantasiosas prendas que engalanan a Emma Watson y compañía en la última adaptación de La bella y la bestia? Suyas. Siguiendo la línea original de la versión animada, atendiendo a la textura y el movimiento, se despachó con propuestas ecofriendly, a base de recursos sustentables, y con notables giritos (bolsillos en los vestidos de Bella, por caso, en pos de practicidad para una heroína de armas tomar). La predilección sí atiende a razones: cuando era apenas una niñita, su madrina le regaló un baúl con abrigos de terciopelo y vestidos de gasa de los años 30, tesoro que despertó su pasión por la moda vintage. Estudió filosofía en la universidad y luego trabajó en una librería en Londres, pero pronto descubrió que tenía un don para cazar codiciadas piezas de colección. Lo cual, en los 80s, significaba hurgar entre los percheros de los ejércitos de salvación, las tiendas de segunda, tercera, cuarta mano, incluso ciertos contenedores de basura. Así montó un puestito de ropa usada en un mercado callejero de Notting Hill, que pronto devino laburo a tiempo completo, de tan concurrido. Una tarde, empero, viendo tevé se le prendió la lamparita: ¿y si se volvía vestuarista? Por capricho, llamó a Angels, uno de los proveedores de ropa para cine, tevé y teatro más grandes y longevos del mundo, donde entonces trabajaba un joven Alexander McQueen. Si quería un puesto, le dijeron, tenía que pasar la prueba de fuego: fechar con precisión tres artículos vintage. Pasó con buenas notas, y llegó su primera tarea: seleccionar los zapatos para los extras de la biopic Chaplin, de 1992…