“Las mujeres me aburrían y todavía lo hacen. Amo al Ratón Mickey más que a cualquier mujer que haya conocido”, declaró Walt Disney. El hombre que primero fue adulto y después niño. Como Geppetto con Pinocho, Walt creó a Mickey, pero más como un fiel compañero que como hijo. Porque Walt, en el fondo, se sentía más cerca de Pinocho que del viejo carpintero italiano. Lo único que quería era ser un niño de verdad, tras una infancia donde el trabajo, la rigidez y los castigos reemplazaron los juegos. Por eso, a pesar de haberse casado, formado una familia y plasmando los mandatos heteronormativos en las películas de la empresa, se encargó de otorgarle línea y color a una criatura que le permitía ser ese niño caprichoso que quería jugar toda la noche con el tren a pilas, o subirse a una montaña rusa hasta vomitar el almuerzo. Lo más queer en el mundo Disney es justamente la relación amorosa entre Walt y Mickey. Entre el hombre que huía de su esposa e hijos para encontrarse a escondidas con su ratón. Y es sobre este ‘’mágico mundo de colores’’, como repetía la empalagosa canción que nos abría las puertas del reino Disney; donde la moral, el orden y los principios conservadores son ley, que Catalina Schliebener, artista chilena de 36 años, encuentra las piezas para armar su propia Disneylandia-Frankenstein queer. Que no es la que Walt quiso construir, pero tal vez es la que dibujaba en sus sueños más profundos y transpirados.
Como si fuera un parque de diversiones para adultos que quieren darle una segunda lectura a su infancia, Growing Sideways, la exposición curada por el estadounidense John Chaich, toma su título de la teórica queer Kathryn Stockton Bond. Quien propone, en contra de la idea del crecer verticalmente, que lxs niñxs queers crecen lateralmente, estableciendo extrañas combinaciones de sentido entre los diversos estímulos que reciben. Las imágenes se apoderan del espacio de la galeria Hache, desplegando la sexualidad que se manifiesta en voz baja entre el fetichismo por los zapatos que usa Cenicienta y la devoción por los fluidos del oso que anda en top. La instalación site specific, una ampliación de la muestra que exhibió en 2016 en la Bureau of General Services Queer Division, en Nueva York, juega con los roles de género que se pretenden imponer en la infancia, desde ciertos comportamientos hasta la forma de vestir. Y es ahí donde entran en acción los manuales de buenos modales y enciclopedias juveniles de los años 60, y los libros para colorear de Winnie The Pooh que utiliza Catalina como la materia prima para crear los collages que recorren las paredes de las dos salas. Modificando, a partir de intervenciones, la función pedagógica del sub texto que flota sobre esos libros ilustrados. “La práctica del collage es de por sí queer. Es generar un tercer cuerpo a partir de dos distintos, y siempre es un cuerpo fragmentado. O sea que la identidad es absolutamente móvil”, dice la artista que comenzó a armar collages desde muy chica componiendo cuerpos híbridos hiper sexuales seleccionando imágenes de revistas porno gay, y pegando esas figuras en habitaciones infantiles de las revistas de decoración que compraba su padre arquitecto. La intención de Catalina es producir un efecto de extrañamiento al diseccionar y reordenar las imágenes que recorta, otorgándoles a esos personajes una sexualidad ambigua. Convirtiendo a la pared de una galería, espacio no diseñado para chicxs, en el terreno propicio para que lxs niñxs que saltan del imaginario de la artista exploren su identidad de género con la libertad de pintarse los labios o calzarse la minifalda. Sin importar si son niño o niña.
Mi primera vez en Disneylandia
Una gran sala pintada de rosa recibe al espectador, haciéndole creer que quedó atrapado dentro de la panza de un chicle globo. Sobre las paredes baila un Christopher Robin de dos metros, ese niño tan femenino y mejor amigo de Winnie the Pooh, que le martillaba la cola a Igor cuando el burro la perdía por el bosque. Como si el animal depresivo la hubiera perdido en la galería, su cola, objeto que Catalina robó de un parque en Nueva York, se exhibe sobre una de las paredes, haciéndole compañía a otros objetos que la artista encontró o tomó prestados. La segunda sala está invadida por 125 collages que recorren el cubo de manera circular. Un cuento caótico que da vueltas y gira como una calesita que nunca se detiene. Niñxs que montan colas de tigres juegan a ponerse y sacarse moños mientras otrxs ocultan sus rostros tras caretas de payasos.
La infancia queer que propone esta muestra reside en utilizar los fragmentos que se desprenden de la línea negra de los libros para colorear como prótesis del cuerpo. Los personajes que van y vienen por las paredes se divierten con estas prótesis como si fuera un pito que se pone y se saca, al igual que la cola de Igor. “Luego de decolorar 100 muñecos de Mickey y Minnie descubrí que ambos ratones son iguales, lo único que los diferencia es la ubicación del moño, las pestañas, la pollera y los zapatos. Minnie no es otra cosa que Mickey travestido”, explica Catalina. Quien, al igual que cuando era chica, tiene que seguir respondiendo, ahora a lxs niñxs que cuida en su trabajo como niñera, si es chico o chica debido a su físico masculinizado. “Mi cuerpo no producía suficiente estrógeno, tenía un desorden hormonal y por eso tenía un cuerpo tan andrógino. Era como un niñito. Desde mi primera consulta a un médico me metieron hormonas para que menstrúe. Pero cuando me ponía de novia con chicas dejaba las hormonas porque menstruaba naturalmente, a la par de mi pareja”.
Si hay algo que esta artista queer nunca fue es una Princesa Disney. Lejos de los príncipes asexuados y las madrastras malvadas castradoras, Catalina pisó Disneylandia a sus 15 años, muy a su pesar. Los padres diplomáticos de su mejor amiga de la adolescencia, quien luego sería su primera novia, las obligaron a visitar el castillo de la bella durmiente. Llegaron a la casa de Mickey y Minnie con un porro en la mano, vistiendo remeras de Sepultura bajo una lluvia torrencial. Eran dos adolescentes metaleras, fanáticas de Marilyn Manson, viviendo la luna de miel que más adelante enmarcaría los inicios de un romance lésbico.
El cuerpo como collage
Unos años antes de revisitar el universo de Dumbo y Bambi, a Catalina le diagnosticaron cáncer de mama. A sus 29 años. Fue en ese momento donde tuvo que dejar de tomar hormonas para empezar con los inhibidores de estrógeno. Cuando empezó a realizarse rayos y quimioterapia la mandaron a un grupo de apoyo para mujeres con cáncer de mama. “Fue el horror. Eran todas señoras casadas de 50 años, y todos los encuentros giraban alrededor del maquillaje y si usaban o no peluca. Si era de pelo natural o no. Si se ponían o no implantes de mama. Caía la gente de Avon a regalarnos maquillajes. Yo siempre tuve el pelo corto y jamás usé maquillaje. Tampoco tuve tetas. El único tema que se hablaba en ese grupo giraba alrededor de la femineidad. Y yo nunca me sentí femenina, ni antes ni en ese momento”, relata con humor. Tiempo después se mudó a Nueva York, donde por fin encontró un grupo que encaje con ella. “Estoy iniciando los trámites, para poder atenderme, en un hospital que es para la comunidad LGBT. Mientras tanto asisto a un grupo de lesbianas con cáncer, donde jamás hablamos de labiales y anti ojeras”. No son las pelucas, ni las prótesis mamarias las que interesan a Catalina, sino las pestañas postizas marca Minnie y las cinturongas hechas con cola de tigre.
Growing Sideways inaugura el martes 14 de marzo en Hache galería, Loyola 32.