EL CUENTO POR SU AUTOR

“Samuel Zunz” es una continuación de “Emma Zunz”, el gran cuento de Jorge Luis Borges escenificado en 1922 y publicado por primera vez en la revista Sur en 1948. Y es, al mismo tiempo, una continuación de “Erik Grieg”, un cuento que Martín Kohan publicó en su libro Una pena extraordinaria de 1998. En el cuento de Borges, y como parte de un plan urdido para vengar la muerte de su padre, Emma Zunz, una chica de dieciocho años, camina hasta la zona del puerto de Buenos Aires y, haciéndose pasar por una prostituta, se acuesta con un marinero nórdico: para perder su viriginidad no elige al hombre que le resulta más atractivo y que podría inspirarle alguna ternura sino a uno “más bajo que ella y grosero, como para que la pureza del horror no fuera mitigada”. En el cuento de Kohan ese marinero se llama Erik Grieg y queda obnubilado por esa jovencita que lo enamoró con un húmedo e inesperado beso en la boca. Tan deslumbrado queda Grieg que abandona su barco y su antigua vida para salir a buscar a esa mujer por las orillas de la ciudad. Mi cuento toma a Erik Grieg pero veintiséis años más tarde, en el verano de 1948, cuando vuelve a Buenos Aires después de trabajar durante largas temporadas en el campo y se reencuentra con la nostalgia por su efímero vínculo con aquella falsa prostituta y con un ejemplar de la revista Sur.

En el epílogo de El Aleph (libro que contiene al cuento) Borges escribió que “el argumento espléndido de Emma Zunz, tan superior a su ejecución”, le había sido dado por su amiga Cecilia Ingenieros. Yo debo agradecer, entonces, a los notorios influjos de Borges, de Martín Kohan y, por carácter transitivo, de Cecilia Ingenieros, bajo los cuales imaginé y escribí esta historia que de algún modo me justificó en ciertas tardes inútiles.


SAMUEL ZUNZ

El 17 de enero de 1948 Erik Grieg bajó de un tren en la estación de Retiro. Al pisar el andén una olvidada humedad lo obligó a sacarse el abrigo que, como actuando una elegancia innecesaria, se había puesto minutos atrás. Cargando su valija caminó hasta la vereda, alzó la mirada hacia la Torre de los Ingleses y permaneció unos minutos estático, abrumado por la cantidad de autos y la muchedumbre. Inhaló con fuerza y creyó sentir, después de quince años en el campo, el aire del río. En un bar de lo que había conocido como Paseo de Julio pidió empanadas y una botella de cerveza. Mientras comía miró la fecha en la tapa de un diario y recordó (no pudo no haber recordado) que un día como ese, pero de veintiséis años atrás, su vida había cambiado para siempre: aquella noche, poco antes de que el barco de bandera sueca que lo había traído hasta el sur del mundo zarpara hacia el siguiente puerto, él decidió abandonar todo y adentrarse en Buenos Aires con una única misión: encontrar a la prostituta con la que se había acostado unas horas antes, esa joven de rasgos judíos que lo había deslumbrado con su indiferencia y con un detalle inédito en una mujer de su oficio: un largo y húmedo beso en la boca.

Evocar aquella primera llegada a Buenos Aires le trajo recuerdos muy nítidos, sensaciones que guardaba en algún rincón de su memoria y que ahora afloraban densas, como notas de un frasco de perfume abierto después de mucho tiempo. Aunque nunca había alcanzado su objetivo de encontrar a la mujer, Erik Grieg siempre se sintió orgulloso de la decisión que había tomado de tan joven. En Helsinki no había dejado demasiado: un trabajo rutinario y mal pago, un padre alcohólico y una madre que se había ido con otro hombre cuando él tenía diez años y a la que casi nunca veía. Las primeras noches había dormido entre las bolsas del puerto y, durante el día, se había dedicado a recorrer las orillas de la ciudad en busca de la mujer. No había tardado en sospechar que ella no era una verdadera prostituta: no sólo por el gigante detalle del beso en la boca sino porque en las esquinas y los tugurios donde la buscó brillaba por su ausencia. Pero no fue hasta que aprendió a decir algunas palabras en la lengua de la ciudad para poder describirla ante otros que se convenció: aquella mujer no era una puta; la decisión de acostarse con él había sido parte de un plan urdido con algún misterioso pero certero objetivo, ajeno al trabajo y, sobre todo, al placer.

En el bar de Retiro Erik recordó los primeros empleos que había tenido, sus esfuerzos por aprender a hablar y a leer en español, algunas de las mujeres que había conocido y el ofrecimiento de una de ellas, Juliana Nilsen, de ir a trabajar al campo de su familia. Ahora ya estaba de vuelta en la ciudad y tendría que empezar de nuevo. Cuando terminó de comer pagó la cuenta y volvió a salir. Sus recuerdos pesaban más que su valija. Tomó un taxi hacia la pensión de la calle México en donde había vivido unos años pero al llegar vio que esa casa no existía más. Entonces caminó unas cuadras y, como ya era tarde, luego de usar el baño de un bar decidió pasar la noche en la plaza del Congreso. Se guardó en la ropa interior la plata que le habían dado al despedirlo y que le alcanzaría para vivir unos tres meses y se acostó junto a un árbol con la cabeza apoyada en la valija. Mirando el cielo estrellado por entre las hojas pensó en la falsa prostituta: era muy probable que ahora, ya una mujer madura, estuviera a menos de cinco o, como mucho, diez kilómetros de ahí. También pensó en el campo, en la Juliana que lo había dejado por un peón más joven y en el viejo Nilsen que le explicó que a sus cincuenta años ya no podría seguir trabajando con la misma fuerza. Antes de quedarse dormido se dijo que si ya de adulto había tenido la capacidad de aprender una lengua ajena hasta convertirla en la propia, ahora bien podría tener la capacidad de no dejarse vencer tan fácil por la vida.

Erik Grieg se despertó con la luz del sol. Abrió los ojos como si amaneciera en una habitación extraña: lo sorprendieron, de vuelta, las bocinas y la cantidad de gente que caminaba por la calle. Cabecitas negras, pensó, recordando ciertos comentarios que había empezado a escuchar en el campo y por la radio unos años atrás. Tenía hambre y se sentía sucio y transpirado. En el mismo bar donde lo habían dejado usar el baño le dieron la dirección de una pensión cercana. En esa casa de la calle Sarmiento había habitaciones disponibles y Erik se dio el lujo de elegir la más cara: individual y con baño privado. La pieza era blanca y su ventana daba al fondo de paredes alquitranadas de un edificio.

Los primeros días los pasó recorriendo la ciudad y visitando los mismos lugares por los que había deambulado en el año 22. Una noche, en las cercanías del puerto, se cruzó con un grupo de marineros nórdicos que salían borrachos de un bar, hablándose a los gritos y desafinando una típica canción finlandesa. Erik se estremeció: era la primera vez en toda una vida que volvía a escuchar su lengua natal. Pensó en sus padres y se preguntó si ya estarían muertos; hizo un esfuerzo por recordar sus caras y los tonos de sus voces. En una esquina una mujer le ofreció sus servicios; después lo condujo a una puerta y a un turbio zaguán y después a una escalera y después a un vestíbulo y a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Ella no quiso besarlo por la misma tarifa y a él le pareció que no se justificaba pagar más por algo que nunca igualaría a lo de aquella mujer. Su desahogo fue blando y melancólico; al vestirse extrañó a la Juliana.

En la pensión no tardó en hacerse amigos: Gutiérrez y Salas eran dos tucumanos que habían venido a trabajar en una fábrica textil, y Silvio Domínguez era un muchacho de La Plata que atendía una librería en la Avenida de Mayo. Junto a él, Erik descubrió un mundo: el de la literatura. Años atrás, en un pueblo cercano a la estancia donde vivía, había empezado a visitar una biblioteca pero sólo había dado con ensayos y libros de historia: el de la ficción era un universo nuevo. Hasta ese momento creía que los únicos cuentos eran los infantiles: aquellos que algunas noches le había leído su mamá y las fábulas que le habían dado en la escuela. Y ahora que se enteraba de que también había cuentos y novelas para adultos se fascinó con esa idea, con esa especie de contrato tácito que se establecía entre el autor y el lector, con la noción de la existencia de las ficciones: historias que no eran verídicas pero que de alguna manera tampoco eran falsas. Sintió que descubrir ese maravilloso juego de adultos a sus cincuenta años le daba un novedoso impulso vital.

A veces compraba los libros que le recomendaba Domínguez y a veces Domínguez sacaba un ejemplar de la librería y se lo prestaba unos días. Erik leía en la cama, en mesas de bares, en los bancos de la plaza Congreso. Le gustó descubrir que, además de un ex presidente que le daba nombre a la calle donde vivía, Sarmiento había sido un escritor de algunos de los mejores libros argentinos del siglo anterior, y que aquellos versos que varias veces había escuchado recitados por gauchos en el campo eran parte de un poema largo titulado Martín Fierro. Por la compra de tantos libros su capital empezó a menguar aceleradamente y entonces se puso en campaña para conseguir un empleo. A su edad no se veía entrando en una fábrica, y a través de un amigo de Gutiérrez que acababa de jubilarse pudo ocupar un puesto de sereno en un edificio de la calle Corrientes.

El trabajo resultó ideal: quedaba cerca de la pensión, no implicaba gran esfuerzo y le dejaba una plata que le permitía pagar el alquiler, comer todos los días y comprar algunos libros; más que eso no precisaba. Además, podía leer en horario laboral sin que nadie lo molestase. Lo único negativo era que debía entrar a las nueve de la noche y salir a las siete de la mañana, lo que lo hacía vivir a contramano del resto del mundo. Llegaba a la pensión cuando todos salían hacia sus trabajos, desayunaba un té con bizcochos y se acostaba. A las cuatro de la tarde se despertaba, almorzaba algo liviano y se ponía a leer o visitaba a Domínguez en la librería. Cada tanto viajaba hasta los bares del puerto en busca del cuerpo y la compañía fugaz de alguna mujer; una aventura que lo entusiasmaba cada vez menos pero que seguía haciendo como impulsado por una suerte de inercia.

Una mañana, al entrar en su pieza, pisó sin querer algo que seguramente Domínguez habría tirado por debajo de la puerta. Era una revista que se titulaba Sur; en el baño leyó los apellidos de los autores que figuraban en la tapa y se puso contento: a varios de ellos ya los había leído con gusto. Entonces se desvistió, se recostó en la cama y, como aún no tenía hambre ni sueño, se puso a leer. La primera historia acaparó su atención desde el principio: una mujer joven recibía la noticia del suicidio de su padre, quien años atrás se había exiliado en Brasil, y entonces planeaba vengarse de quien juzgaba culpable de ese suicidio: Aarón Loewenthal, su patrón, quien había cometido el delito del que se había acusado a su papá. Si hasta ese momento la historia había cautivado a Erik, lo que leyó después lo dejó paralizado: la mujer, tras urdir el plan de su venganza, iba hasta el dique 3 del puerto, desde donde esa misma noche zarparía un barco de bandera sueca, y, con el objetivo de perder su virginidad con un marinero, simulaba ser una prostituta. Pero no elegía al marinero más joven, ya que temió que le inspirara alguna ternura, sino a otro, más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada…

A Erik Grieg, aunque estaba acostado, le temblaron las piernas; la cara se le puso roja y después blanca, vio cómo la luz de la mañana que entraba por la ventana se enrarecía: ese personaje era él mismo, no podía ser otro. Coincidían las fechas, coincidían las circunstancias, y también se explicaba la anomalía del beso: ella no lo había besado por pasión ni por cariño; lo había besado para sentirse aún más humillada y para que esa humillación le diera aún más fuerzas para cumplir con su venganza. La historia seguía pero Erik tuvo que leerla dos veces más para entenderla. La mujer, después de acostarse con él, había viajado en un Lacroze hasta la fábrica donde vivía Loewenthal, a quien había llamado por teléfono más temprano para arreglar una cita donde le hablaría sobre la huelga que planeaban sus compañeros, y en un descuido del hombre, con un revólver que sabía que él guardaba en un cajón, lo había matado a sangre fría. Después desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver y llamó a la policía para avisar que había ocurrido algo increíble: Aarón Loewenthal había abusado de ella, y a ella, a Emma Zunz, no le había quedado otro remedio que matarlo.

Erik dejó la revista en la mesa de luz y se quedó mirando el techo. Si hasta antes de leer el cuento no tenía mucho sueño, ahora sabía que le resultaría imposible dormir. Pensó en ir a ver a Domínguez para preguntarle si leía en esas páginas lo mismo que había leído él o si estaba delirando, pero se dio cuenta de que su amigo ya estaría en la librería y no tuvo fuerzas para salir. Ese día no durmió, y antes de que la ventana dibujara las primeras sombras del atardecer ya tenía perfecto su plan. Aunque en la guía telefónica de la pensión no figuraba ninguna empresa Tarbuch y Loewenthal, decidió que viajaría hacia la zona de la avenida Warnes mencionada en el cuento. Por la ventanilla del Lacroze comprobó que el trajín de las calles no era tan insípido como el de dos décadas atrás. Bajó en una bocacalle al azar y no tardó en cruzarse con un grupo de personas que parecían obreros saliendo de trabajar. A uno de ellos le preguntó si conocía alguna fábrica de tejidos por la zona y el hombre, sin abrir la boca, le señaló las negras y altas verjas que custodiaban la construcción de la siguiente esquina.

Erik supo que ese era el lugar. Tras la verja un perro descansaba atado con una cadena y más allá algunos obreros seguían saliendo por una puerta de hierro. Entonces se acomodó el saco, emprolijó con un peine que llevaba en su bolsillo los pocos pelos que le adornaban la cabeza y tocó el timbre. Al minuto apareció una mujer de unos cuarenta y cinco años que mientras caminaba por el patio le preguntó a quién buscaba. Él se presentó con un nombre falso, le dijo que andaba en busca de empleo y que traía una carta de recomendación firmada por Ismael Gutiérrez, un antiguo empleado de la fábrica. La mujer tomó el sobre, le dijo que no recordaba a ningún empleado llamado así pero que de cualquier manera no estaban tomando personal, que si entre sus datos había dejado un número telefónico lo llamarían ante cualquier requerimiento. Erik supo que su apariencia era la de un viejo, que las palabras de la mujer eran una forma elegante de sacárselo de encima pero, cubriendo ese pensamiento, se instaló en su cabeza una revelación que le aceleró las palpitaciones: esa mujer no era otra que Emma Zunz, esa mujer era la falsa prostituta que se había acostado con él una noche de verano de veintiséis años atrás y que con un largo y húmedo beso había signado el resto de su vida, era la mujer con la que había soñado tantas veces y que ahora, pese al tiempo transcurrido, conservaba la misma mirada que entonces. Erik debió haberse puesto pálido porque la mujer le preguntó si se sentía bien y si necesitaba algo más, y él sintió que su voz también era la misma, apenas más áspera, que le había hablado en una lengua totalmente desconocida en aquella sórdida pieza. Ahora, tratando de recomponerse, él le respondió que no necesitaba nada, que muchas gracias, y no se animó a estirarle la mano por miedo a que ella la rechazara.

Cuando la vio alejarse de la verja hacia la puerta de hierro se puso a caminar: dio vueltas por el barrio mientras las calles se iban despoblando y el cielo oscureciendo. Aunque le costaba pensar con claridad, en una esquina de Warnes creyó entender todo: a Emma Zunz su plan le había salido perfecto. No sólo había vengado a su padre, y con el asesinato cometido no sólo se había vengado de Aarón Loewenthal y, en su nombre, de todos los hombres del mundo (incluso de su propio padre que le había hecho a su madre aquello que consideraba tan horrible; incluso de él mismo, de ese grosero marinero nórdico en el que había buscado el asco y la humillación) sino que, por algún vericueto judicial, se había quedado con la fábrica de tejidos. Entonces sintió que no podía regresar a la pensión así nomás: volvió sobre sus pasos hasta dar con la esquina de la verja y tocó de nuevo el timbre.

Ya era completamente de noche. En su trabajo lo estaría esperando el encargado del turno anterior. Esta vez la mujer tardó más en salir; volvió a preguntarle qué necesitaba, y él le dijo que la disculpara pero que en el sobre que le había entregado más temprano había metido por error su libreta de enrolamiento y que necesitaba recuperarla. La mujer lo miró con un rictus indescifrable, le dijo que esperara un minuto y volvió a meterse en la fábrica. Entonces Erik, al notar que el perro estaba dormido y que la verja había quedado apenas abierta, sintió que esa era su oportunidad y no lo meditó: empujó la puerta, atravesó el patio con pasos rápidos y silenciosos, empujó la segunda puerta y vio la espalda de Emma Zunz, quien buscaba el sobre en el interior del tacho de basura que había apoyado sobre su escritorio.

Al percibir su presencia la mujer se dio vuelta y él, al acercarse y sentir las notas de su perfume, el mismo perfume que había sentido en aquella lejana noche, pareció descontrolarse: se abalanzó sobre ella para abrazarla y besarla. Sintió sus considerables pechos apretados contra su cuerpo y el aliento de su boca; sintió cómo ella se paralizaba y cómo durante un par de segundos que le parecieron eternos respondía a su beso y cómo enseguida trataba de zafarse del abrazo y se ponía a gritar. Los gritos despertaron al perro; desde el patio empezaron a llegar unos ladridos tirantes, rabiosos. Y Erik se sintió enloquecer: la apretó con más fuerza todavía, como si Emma Zunz fuera la primera y la última mujer a la que pudiera abrazar en toda su vida, y volvió a acercar su boca a la suya para que lo besara como el 17 de enero de 1922 y como unos segundos atrás. Pero enseguida escuchó el ruido de la puerta a sus espaldas y se dio vuelta con miedo, como si recién volviera en sí y tomara conciencia de lo que hacía. Un muchacho de unos veinticinco años, en silencio, lo apuntaba con un revólver. En ese instante Erik, además de sentir que se le paralizaba el corazón, creyó terminar de entender: Emma Zunz había tenido un hijo que oficialmente había sido adjudicado a Aarón Loewenthal –y que por esa razón había heredado la fábrica– pero en cuyas venas, sin que nadie más que ella lo supiera, corría sangre nórdica además de judía. Erik Grieg trató de explicar todo eso en el menor tiempo posible pero un disparo en un costado del pecho lo frenó. Un hilo rojo y cada vez más ancho salía de su boca mientras miraba a los ojos a su asesino, descubriendo en su mirada la mirada que veía en el espejo cada mañana y tratando de hacerle entender, ya sin palabras, que acababa de matar a su padre.