La vocación literaria pertenece a las rarezas del mundo. De pronto, una chica o un joven tienen la mente llena de pájaros que no saben dónde acomodar; algo indefinido pide alzar el vuelo y dispersarse para manchar el sol con caprichosos aleteos. Ese impulso suele venir de una carencia, los muchos huecos que definen la vida adolescente, pero también de un estímulo externo, lo que dijo un amigo, un verso de lumbre a mitad de un libro, una melodía que pide ser narrada.

Los cuentos de Antonio Skármeta abordan la misteriosa iniciación literaria. El entusiasmo, libro con el que se dio a conocer en 1967, es atravesado por una pregunta esencial: ¿cómo hacer que la vida se convierta en ars poetica? «El joven con el cuento», que abre esta antología, trata de un muchacho que desea escribir. Para lograrlo, se aísla en la precaria cabaña de una playa; la soledad debe provocar su iluminación creativa. En estado de filosófica plenitud, afirma: «Sé cómo ser un hombre quieto». Sin embargo, el auténtico impulso para escribir viene del inesperado contacto con otras personas, de un temor que poco a poco se convierte en afinidad. Cuando finalmente tiene una idea es porque ya la ha vivido. De manera impecable, a los veintisiete años Skármeta revela la forma en que la experiencia se trasvasa en imaginación, la esquiva sustancia de la que proviene la literatura.

Otro relato de ese mismo libro, «Entre todas las cosas lo primero es el mar», describe a un escritor en estado larvario. Su vida es una especie de siesta antes del despertar definitivo. No parece tener muchas cosas a su favor, pero confía en el mar.

Skármeta presenta sus cartas credenciales en El entusiasmo. Un cuento de ese libro representa una suerte de currículum emocional. En «La Cenicienta en San Francisco» no sólo el protagonista es un principiante, sino incluso el país del que proviene. Una estadounidense pregunta cuánta gente cabe en Chile. El narrador en primera persona responde que ocho millones, agrega que a esa población le falta lo mejor y sobreviene el siguiente diálogo:

—¿Están tristes acaso? ¿No están contentos?

—No están contentos —dije.

—¿Por qué?

—Porque nunca están contentos.

—¿Por qué?

—Porque están empezando, por eso.

En una carta a un amigo, el poeta mexicano Carlos Pellicer escribió: «Tengo veintitrés años y creo que el mundo tiene mi misma edad». Los cuentos de Skármeta están marcados por una idéntica convicción: el país, el mar, el sol, el oficio, son cosas que comienzan. Con voluntad adánica, el protagonista de «El joven con el cuento» dice: «En cuanto estuve en la roca, me paré sobre ella y dije los nombres de todas las cosas que allí había». El entorno es bautizado como si iniciara su existencia. El narrador no sabe lo que ocurrirá, pero quiere decirlo. En forma estimulante, convierte la incertidumbre en técnica. A punto de arrancar, descubre la belleza de no estar seguro de nada.

En «Relaciones públicas», el rito de iniciación hace referencia a un trance decisivo: el paso del odio al afecto. Una obligada rivalidad física se transforma en voluntaria complicidad emocional.

“Para su segundo libro, Desnudo en el tejado, que ganó el Premio Casa de las Américas de 1969, Skármeta ya dominaba dos registros estilísticos fundamentales: los relatos de tramas rápidas que se dirigían a un certero desenlace y prosas líricas donde la anécdota era ante todo una oportunidad para que las metáforas se exaltaran hasta la alucinación.

«Basketball», «El ciclista del San Cristóbal» y «A las arenas» pertenecen a la primera categoría, pero incluyen pasajes de éxtasis en los que el lenguaje se desboca. El ciclista pedalea en sensual desafío al cosmos: «Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol».

Con Chéjov, Hemingway y Saroyan, Skármeta aprendió a servirse de tramas esenciales, pero incorporó ahí momentos de «locura» poética. Si algunos de los mejores relatos de Cortázar se ubican en una región de umbral, donde lo verificable roza lo fantástico, Skármeta, que dedicó su tesis de maestría al escritor argentino, enrarece la realidad de otra manera, dotándola de exaltación poética.

Quienes comenzábamos a escribir a principios de los años setenta del siglo pasado encontramos en él a un joven gurú. Nada mejor para un aprendiz que un maestro cuyo tema obsesivo es el arte de comenzar.

La primera frase de Desnudo en el tejado (1969) confirmó a Skármeta como un experto en los inicios: «Además era el día de mi cumpleaños». Yo ignoraba que una historia podía arrancar in media res («en mitad de la cosa»). La acción ya ha comenzado y el lector la «interrumpe». Aquella desconcertante primera línea despertaba la curiosidad: ¿además de qué?, ¿qué podía haber sucedido antes?

En 1973 subrayé este pasaje en el tercer libro de Skármeta, Tiro libre: «Pienso: cuando sea grande voy a saber qué decir en estos casos; voy a tener la jeta llena de palabras; dejaré de agazaparme como un gato, de manosear los libros y la sombra». El narrador se refiere a la dificultad de confiarle sus sentimientos a una chica. Supongo que me identifiqué con ese desafío, pero también con el deseo de que el futuro me otorgara la elocuencia que no podía tener entonces.

Los jóvenes de Skármeta son páginas en blanco, borradores de sí mismos, prólogos de vidas por venir. En el futuro habrá palabras. La paradoja es que quienes no tienen nada que decir son dichos con maestría. El tartamudeo de los personajes es la elocuencia del narrador.

UN EXPEDIENTE PERSONAL

Leer en el momento preciso a un especialista en los inicios resulta decisivo para un futuro escritor. Recurro al testimonio autobiográfico para que se entienda mejor el impacto que Skármeta tuvo a fines de los sesenta y principios de los setenta en el contexto latinoamericano. En 1971 cumplí quince años y mi mejor amigo me recomendó un urgente manual de autoayuda para conquistar chicas y sobrevivir al restrictivo mundo de los mayores: la novela De perfil, de José Agustín. La trama se ubicaba en un barrio de clase media muy parecido al mío y los predicamentos del protagonista eran los mismos que no me atrevía a confesar. Un espejo interior que reflejaba anhelos, zozobras, oportunidades perdidas. Entendí, por primera vez y para siempre, que el principal personaje de la literatura es el lector.

Ningún libro me había incluido de ese modo. Esta epifanía me hizo decirle a mi mejor amigo mientras circulábamos en un tranvía: «Voy a escribir». Me vio como si hubiera dicho que quería asaltar un banco o ser el primer astronauta mexicano. Hasta ese momento mis principales intereses habían sido el rock, la televisión, las crónicas de fútbol y los comics. El salto a la literatura parecía un atrevimiento digno de los hombres bala que por aquel entonces volaban en los circos.

En el periódico Excélsior descubrí que la Universidad Nacional impartía un taller de cuento gratuito y decidí presentarme. Había escrito un relato y solo uno. Un miércoles, a las siete de la noche, llegué al piso 10 de la Torre de Rectoría. Todas las luces estaban apagadas menos una. Bajo un resplandor triangular, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja revisaba manuscritos. Roberto Bolaño inmortalizó en Los detectives salvajes el taller del poeta Juan Bañuelos, que sesionaba los martes en el mismo sitio. En ambos talleres participaba José Alfredo Zendejas, que asumiría el alias poético de Mario Santiago Papasquiaro y pasaría a la ficción como Ulises Lima, investigador rebelde de la realidad que protagoniza Los detectives salvajes. Yo era el más joven del taller y Zendejas me tomó bajo su tutela. Me preguntó por mis poetas favoritos, valoró mi sincera ignorancia y se propuso adiestrarme. Donoso Pareja, por su parte, me preguntó cuántos cuentos había escrito. «Dos», contesté para hacerme el prolífico. «Tráelos la próxima semana», sugirió el maestro que acababa de publicar la antología Prosa joven de la América hispana, pero no parecía muy convencido de tener a un alumno tan joven.

Escribí un segundo cuento a toda prisa, ubicado en una mina (tema que desconocía por completo), con el ingenuo afán de apoyar a la clase obrera desde mi prosa. Con equivocada benevolencia, Donoso Pareja atribuyó este relato a una etapa «anterior» (¡cómo si yo pudiera tener una fase previa a los quince años!) y consideró que el otro cuento (el primero que había escrito) mostraba que ya podía prescindir de esos defectos. Total que fui aceptado en el taller.

La novela latinoamericana era entonces una dilatada forma de la complejidad. Conversación en La Catedral, El recurso del método, Yo, el supremo, Cambio de piel, El otoño del patriarca y Rayuela asumían la literatura como un voraz y erudito experimento. No era fácil emular esas desmesuradas invenciones.

La generación del boom llevó la literatura al centro de la discusión cultural y política, y a la primera plana de los periódicos. También tuvo un efecto de «arrastre», interesando al gran público en autores de la generación anterior, más interesados en escribir que en proclamar la novedad de su escritura. Onetti, Rulfo, Borges, Bioy Casares, Felisberto Hernández se convirtieron en mis dioses tutelares, junto con el Cortázar cuentista. De modo confuso traté de unir mis pasiones contraculturales con la literatura de umbral, donde el realismo colindaba con lo fantástico. «Tienes que leer a Skármeta», me dijo Donoso Pareja, que había incluido al autor chileno en su antología. Como de costumbre, José Alfredo Zendejas (aka Mario Santiago) se me había adelantado. Conocía al autor y apoyó la recomendación.

En 1976 obtuve un segundo lugar en cuento en el concurso de la revista universitaria Punto de Partida. En ese mismo certamen, Roberto Bolaño obtuvo tercer lugar en poesía. Uno de los jurados era el cuentista chileno Poli Délano, exiliado en México, que advirtió la influencia de Skármeta en mi cuento. En el coctel de premiación, Poli y yo hablábamos del tema cuando se nos acercó Bolaño. Se incorporó a la plática y, con su apasionado gusto por los extremos, lamentó haber sido premiado («si acaso merezco una amonestación») y encomió a Skármeta, comparándolo con los grandes escritores rusos.

Muchos años después, Rodrigo Fresán y yo conversamos con Bolaño sobre la relación entre el relato «A las arenas», de Skármeta, y Los detectives salvajes. En ambos textos un mexicano y un chileno parten on the road, dispuestos a hacer una indagación poética del mundo. En «A las arenas», los protagonistas venden su sangre para asistir a un concierto de jazz. Para merecer el arte, hay que vivir en consecuencia, entendiendo que respirar y morder y gritar y salivar pueden ser actos poéticos. “Quien acepta los riesgos de moverse en la delgada línea que separa la locura de la inspiración, y se atreve a ofrendar su sangre, es ya un poeta vivencial aunque carezca de obra.

Como de costumbre, Roberto estuvo en desacuerdo con nosotros («¿Por qué usted siempre lleva la contraria?», le preguntó la periodista Mónica Maristain. «Yo nunca llevo la contraria», respondió con humor Bolaño, negando la afirmación y confirmándola a la vez). Para entonces, ya se había distanciado de su temprana pasión por Skármeta y, como todo autor, modificaba el linaje al que quería pertenecer. Pero las similitudes están ahí y contribuyen a explicar la atmósfera cultural en la que Fresán comenzó a escribir en Argentina, Bolaño en Chile y yo en México.

"EL PÁNICO NO TIENE RUIDOS"

Al modo de Onetti, Skármeta detiene la acción para demorarse en un gesto significativo. No se limita a describir un ademán; lo carga de metáforas para transformarlo en una suerte de parábola. En el cuento «Primera preparatoria», que pertenece a Tiro libre, narra la separación de dos hermanos. El mayor se va de casa, contrariando a los padres. Gana un destino, pero está a punto de perder un amor en manos de su hermano. La despedida se cuenta en estos términos:

Lo miro a los ojos y siento que mi cuello está hundido, que me brillan los dientes.

Algo entonces detiene a mi hermano.

Se queda ahí un instante con las manos vacías y ambiciosas, con los brazos repletos de aire, como un molino sin viento, como un barco sin agua.

El hermano menor es de pronto un animal de presa al que le «brillan los dientes». Se quedará con la chica, con la vida que el otro deja atrás. El joven que parte es ambicioso, pero dispone de muy poco; sus manos vacías y sus brazos «repletos de aire» miden su precariedad, pero también su valentía. El destino del que se va y el destino del que se queda se resumen en ese último abrazo.

El tono general de Tiro libre, tercer libro de relatos del autor, recuerda al cine neorrealista italiano. Escenas de un quebradizo sentimentalismo al interior de la familia, enmarcadas en procesos históricos que afectan a los personajes, donde los objetos y los gestos «menores» adquieren significados trascendentes.

«Primera preparatoria» y «Pescado» transcurren en hogares de inmigrantes. Ambos cuentos subrayan la relevancia de los lazos de sangre para quienes vienen de un lugar lejano. La verdadera patria de acogida es la casa en la que viven. Un mismo campo de fuerzas anima estas historias: en un hogar arduamente conquistado, alguien quiere irse.

“Según he comentado, «Primera preparatoria» trata de la huida del primogénito al que esos muros ya le resultan asfixiantes; «Pescado», de una singular fuga de los abuelos, aún capaces de una aventura que los llevará a los confines del mundo, es decir, a darle la vuelta a la manzana.

«Balada para un gordo», que adelanta a un futuro protagonista de la novela Soñé que la nieve ardía, se ocupa de uno de los asuntos más difíciles de controlar desde la ficción breve: la formación política.

La novela es un género voluntariamente «imperfecto», que altera y cuestiona su estructura, y abre espacios para discutir distintas versiones del mundo. Los terroristas de Los demonios, de Dostoievski, o los críticos de la modernidad en Contrapunto, de Huxley, exponen sus convicciones en largas tertulias mientras la trama de conjunto se suspende. El relato no puede permitirse esas pausas; todo en él depende de seguir una historia que, como anhelaba Horacio Quiroga, se desplaza con la nítida precisión de una flecha.

No abundan los grandes cuentos políticos y Skármeta ha escrito algunos de alta singularidad. «Balada para un gordo» refleja el clima de la Unidad Popular, la polarización social de esos días, la incertidumbre ante los tiempos por venir. Imaginado al compás de las transformaciones emprendidas por el gobierno de Salvador Allende, el cuento comienza en una región del siglo XX similar al ágora en la Grecia clásica: el patio de un colegio. La historia avanza para contar un proceso de maduración ideológica y desemboca en un careo donde el afecto es desafiado por las creencias: los amigos de otro tiempo encarnan dos versiones diferentes de la izquierda. La narración se despide de ellos en el momento en que pueden ser cómplices o enemigos. Skármeta no toma partido; sin embargo, de manera trágica, la historia de Chile encontró una forma de arrasar con esas posibilidades de futuro.

Resulta difícil calibrar los efectos que el exilio tuvo en un autor que, acaso por provenir de inmigrantes croatas, tenía un peculiar sentido del arraigo. De manera sugerente, en sus primeros tres libros varios cuentos celebran el microcosmos local y al mismo tiempo proponen abandonarlo. Una estimulante contradicción guía a los personajes. Salir de Antofagasta, conocer Santiago, recorrer el mundo son recompensas que conllevaban una pérdida. Los personajes se dejan cautivar por una temible maravilla; aman las grietas de su calle, pero entienden que nada vale tanto como irse y dan un salto hacia lo incierto, dispuestos a pagar las consecuencias.

El exilio cambió esta circunstancia. «Hombre con el clavel en la boca» representa una primera reacción a las nuevas coordenadas del autor. La chica que protagoniza el relato viene de padecer una tragedia política, el golpe de Estado en Chile, y se encuentra en Lisboa con un episodio de esperanza, la noche de los claveles rojos que celebra el triunfo de la izquierda. Ahí conoce a un joven portugués que festeja el fin del fascismo sosteniendo un clavel entre los dientes. Al saber que la chica es de Chile, comprende que es demasiado pronto para decirle adiós a la maldad. El relato une los temas esenciales del exilio, el amor y la política, y anticipa la sobriedad narrativa que Skármeta adquirirá lejos de Chile. Los pasajes líricos que dominaban relatos enteros («Días azules para un ancla» en El entusiasmo, «Una vuelta en el aire» en Desnudo en el tejado) o surgían como arrebatos poéticos en tramas más realistas, desaparecen de su horizonte.

Notable ejemplo de «nuevo periodismo», «De la sangre al petróleo» narra un atentado terrorista en el aeropuerto de Fiumicino. Un episodio real contado con la fuerza subjetiva de la ficción. Como en «Balada para un gordo» o en «Hombre con el clavel en la boca», en este cuento-crónica la vida cotidiana es alterada por las fracturas de la Historia. Por obra del espanto y de las balas, los pasajeros reunidos en una sala de espera se transforman en un solo cuerpo que busca sobrevivir. El destino individual se vuelve dramáticamente colectivo. Un muro acristalado se viene abajo como un símbolo de un mundo roto. Lo más sorprendente, sin embargo, no es la violenta alteración de la rutina, sino la inquietante posibilidad de regresar a ella. Nada se soluciona, pero la vida sigue. De la sangre derramada se pasa al petróleo que mueve y normaliza los destinos.

La incursión de Skármeta en el guionismo, la televisión y la novela lo alejó del género que en su juventud parecía llamado a cultivar con mayor provecho. Se diría que con su país también perdió su primer amor literario. Ardiente paciencia, rebautizada como El cartero de Neruda, comenzó como radioteatro y se transformó sucesivamente en pieza dramática, película (dirigida por el propio Skármeta) y novela, que a su vez dio lugar a otra película, ganadora del Oscar a mejor film extranjero, y a una ópera protagonizada por Plácido Domingo. Texto «apátrida», para usar la expresión de Julio Ramón Ribeyro, El cartero requería de muchos territorios de llegada. A partir de ese momento, Skármeta se convirtió «ante todo» en el autor de esa historia que le brindó inmenso éxito internacional. La fama, lo sabemos, es una simplificación. Los reflectores que arrojaron sus destellos sobre Neruda y su cartero dejaron en la sombra otras zonas de Antonio Skármeta.

En 2015 apareció Libertad de movimiento, reunión de cuentos escritos a lo largo de varios años y ubicados en distintos países. De ahí he elegido dos relatos. Ambos abordan el tema del doble. Uno de ellos anuncia el asunto desde el título: «Borges». Para aliviar su soledad, el protagonista viaja a París, deseoso de emular a un amigo que vive ahí. En la ciudad que se despliega como una aventura del orden —nunca advertida por sus atribulados habitantes—, descubre que su posible anfitrión atraviesa una crisis. Poner los pasos en sus huellas puede significar una dicha vicaria o la reiteración de una ruina.

«El amante de Teresa Clavel» recicla el tema de manera diferente: todo héroe requiere de un testigo; para realzar los hechos, alguien, necesariamente, debe ser «el otro». La celebridad se sustenta en un anonimato ajeno. El cuento avanza como un mecanismo de precisión y lleva a una intriga amorosa y política en Haití.

En sus primeros textos, Skármeta planteaba la partida como un complejo desafío. En Libertad de movimiento se desplaza con la tranquilidad de un veterano del traslado, aunque privilegia la geografía de ninguna parte, los no-lugares, para ubicar el núcleo de la acción: una carretera, un hotel de cadena, un balneario, un departamento de la neutra clase media.

Los cuentos de Skármeta rara vez prescinden de citas musicales. No sería exagerado que esta antología llevara un CD de acompañamiento. Incluso ante la inminencia del espanto en «De la sangre al petróleo», el autor recuerda una melodía. El silencio sólo llega cuando se está al borde del paroxismo. Ahí el narrador entiende que «el pánico no tiene ruidos». El «dolor de mundo» (Weltschmerz) llevó al joven Werter al suicidio. Para superar ese vacío hay que alzar la voz, subir el volumen de una melodía, colocar gallos en las páginas. Skármeta entró a la literatura de un portazo, dispuesto a ser ruidoso.

Ciertos escritores se privan de compartir sus aficiones y prefieren concentrarse en las de sus personajes, que no siempre comparten. Al igual que Cortázar, Skármeta incluye a sus lectores en un club de melómanos y menciona a Lucho Gatica, Petula Clark o Ella Fitzgerald. El fraseo de sus primeros tres libros tiene mucho de swing y jazz, de partitura agitada por el viento que solo sopla al sur del planeta, donde parecería que todo se acaba, pero donde los pescadores, los mineros y los poetas demuestran que la tierra existe para sacarle brillos.

«Éramos los elegidos del sol / Y no nos dimos cuenta», escribió Vicente Huidobro. A partir de 1967 un cuentista chileno entendió que no hay nada tan importante como empezar y convirtió ese impulso en una estética. Comenzaba un lenguaje, comenzaba un país, comenzaba un mundo: la vida estaba por delante.

Y esta vez, los elegidos se darían cuenta: «Abrí los ojos y se los aguanté al sol».