A LOS DOCE AÑOS UN MAGO VISITÓ MI CIUDAD

E inmediatamente debo explicar esa frase.

En primer lugar: Obviamente, el mago de quien hablo es Ray Bradbury.

En segundo lugar: Ahora, a tu edad, y a la edad que tengo yo, que un escritor acuda a la ciudad para comentar su obra no es algo mágico. Puede que dicho autor sea tu escritor favorito, y que no veas el momento de escuchar lo que tenga que decir; cabe incluso la posibilidad de que estés nervioso y esperes no comportarte como un idiota cuando mantengas los cuarenta segundos de conversación mientras te firma un ejemplar de su libro. Pero conoces al escritor por lo que es: Un autor, una persona, un ser humano normal y corriente que se dedica a escribir palabras que disfrutas leyendo.

Pero cuando tienes doce años, o para ser más preciso, cuando yo tenía doce años, las cosas eran distintas. Para empezar, los escritores no son simples tarados que juntan letras. Son, por resumirlo en una palabra, místicos. Cuando tenía doce años, hacía una década que era lector y más o menos un año desde que era escritor, y en ambos casos me encontraba en un momento en que tenía ya edad suficiente para comprender por fin que escribir no era algo que sucediera sin más. Era una expresión tanto de la voluntad como de la imaginación.

Lo que no sabía —sinceramente, con doce años cómo iba a hacerlo— era cómo relacionar ambas cosas. Recorría los estantes de la biblioteca pública, donde pasaba una enorme cantidad de tiempo, acariciando con la mano los lomos de los libros, diciéndome que cada uno de ellos representaba a una persona. ¿Cómo habían sido capaces? Yo apenas lograba escribir cuatro páginas en un cuaderno reglado antes de sudar la gota gorda. Allí había libros enteros llenos de palabras densas, prietas y sin líneas bajo los renglones que cubrían cientos de páginas.

Sencillamente no podía entender cómo era posible, y ahora pienso que a los doce años creía en algo que describiría como la Ley de Clarke: Cualquier esfuerzo sostenido de escribir ficción era indistinguible de la magia. La magia era lo único capaz de posibilitar el hecho de que hubiese gente capaz de escribir tanto, y tan bien, como para acabar terminando un libro.

Ergo los escritores eran magos.

 

Y Ray Bradbury, al menos eso opinaba yo, tenía que ser el mago supremo. Porque de todos los magos que practicaban su arte —o los de aquellos cuyas obras leía yo continuamente, lo que quizá sea una distinción importante que hacer—, estaba claro que era quien mayor control ejercía sobre su magia, el que incluso con doce años yo veía que hacía algo con sus palabras que nadie más a quien yo leía era capaz de hacer.

Llegado a este punto debería hacer una pausa para señalar que mi introducción a Ray Bradbury se había producido el año anterior, en la clase de sexto curso del señor Johnson, en la escuela primaria de Ben Lomond, cuando mi profesor me recomendó la lectura de Crónicas marcianas. Lo sé, entiendo perfectamente que el hecho de que un profesor te encargue la lectura de un libro no es una cosa positiva. Es sabido que si deseas inspirar a un niño el odio insondable por un libro concreto, lo único que debes hacer es encargarle su lectura en la escuela. Esto suele funcionar sin más, y es el motivo, por ejemplo, de que hasta el día de hoy odie El molino del Floss, de George Eliot, con esa pasión que suele reservarse a las ex esposas o al candidato a la presidencia por el que no estás dispuesto a votar.

Por suerte para mí y para el libro, hubo dos factores significativamente mitigadores. El primero fue que ya me había introducido en el culto de la ciencia ficción: la puerta se me había abierto en cuarto curso, con un ejemplar de El granjero de las estrellas, de Robert Heinlein. No había perdido el tiempo a la hora de cruzar el umbral y devorar la escasa selección de obras del género con que contaba la biblioteca de mi escuela, compuesta sobre todo por novelas juveniles y algunas lamentables imitaciones de las novelas juveniles de Heinlein, cuyos títulos y autores he olvidado debido a la eliminación crítica de la memoria que se produce en la preadolescencia. Resumiendo, estaba preparado para recibir el libro.

El segundo factor fue que el libro cayó en mis manos no gracias a las lecturas obligadas del curso, sino por una recomendación directa del señor Johnson. Todo estudiante tiene a un profesor que permanece en el recuerdo, y Keith John son es el mío. Un tipo estupendo, atractivo y con una inteligencia que daba miedo, que no permitía a nadie pasarse de la raya, una cualidad excepcional a la hora de tratar con alumnos de sexto curso. El señor Johnson me prestó Crónicas marcianas y, al ofrecerme el libro, me dijo: “Deberías leerlo”. También mencionó que era una de sus obras favoritas.

Obtenerlo de ese modo, con ese aval, fue como si se hubiese entablado cierta intimidad entre ambos. Soy consciente de que el uso de la palabra intimidad abre la puerta a interpretaciones erróneas, lo cual sería, atención, ridículo. Lo que quiero decir es que, sin saltarse la relación profesor-alumno, el señor Johnson me trataba como a un confidente, e incluso, en cierto modo, como a un igual: “Este libro significa algo para mí”, me decía. “También podría significar algo para ti.” En otras palabras, el suyo fue un respaldo importante.

Y el señor Johnson tenía razón. Significó algo para mí. Crónicas marcianas no es un libro infantil, sino una excelente obra que compartir con un niño, o al menos que compartir con el niño adecuado, y ahora me haré un halago al decir que yo lo era, porque se trata de un libro que te abre los ojos. Eso significa, sencillamente, que cuando lo lees, sientes que hay piezas de tu cerebro que encajan, que de pronto se vuelven sensibles al hecho de que algo está pasando, en este libro, en estas palabras, aunque no puedas comunicarle a nadie fuera de tu propia cabeza de qué se trata. Está claro que yo no podía hacerlo, en sexto curso. No tenía palabras. Tal como lo recuerdo, tampoco lo intenté. Me limité a sentarme ahí, contemplando las últimas líneas del libro, con los marcianos devolviéndome la mirada, intentando sencillamente procesar lo que acababa de leer.

Ahora puedo contarlo todo. Ahora me las apaño bastante bien como mago. Pero necesitaría más espacio del que tendríais la paciencia de tolerarme, tratándose de una introducción. Sé que ansiáis dejar esto atrás y empezar a releer el libro que amáis.

Pero os pondré un ejemplo: Crónicas marcianas fue el primer libro que me hizo entender que las palabras por sí mismas, y en sí mismas, son poderosas. El género de la ciencia ficción presume de ser la literatura de las ideas, lo cual parece un poco excesivo. Va más al grano que la literatura de la ingeniería, cuyas obras más bien alumbran protogeeks fascinados por el potencial técnico del futuro. Estos hombres (y en ocasiones también mujeres) emplearon palabras como maquinaria perfectamente engrasada para dar forma a aquellas ideas en papel impreso, con pragmatismo en lugar de hacerlo con lirismo.

No tiene nada de malo. De hecho yo mismo me adscribo a esta tradición. Lo que supone, sin embargo, es que la lectura de buena parte de la ciencia ficción es hueca. Espléndidas ideas imaginativas, empaquetadas en una enorme caja de cartón.

Las palabras de Ray Bradbury no sirven de caja de cartón de sus ideas. Sus palabras poseen un peso específico, además de ritmo y cadencia y forma; sirven de andamio afiligranado para que sus ideas se tejan y entretejan hasta adoptar forma por medio de sí mismas. Los personajes de Bradbury no existen sólo para figurar o para que les pasen cosas: trazó a sus personajes por lo que decían, o por lo que no decían, y por cómo decían o no las cosas. Las palabras dibujaban al personaje, económica pero plenamente, revelando al astronauta enfadado con los suyos, a dos extraños de épocas distintas que se encuentran en una carretera, a un hombre que descubre que se siente a gusto estando a solas, a un padre que muestra a sus hijos quiénes son los auténticos marcianos.

Crónicas marcianas fue la primera obra de ciencia ficción capaz de hacerme sentir la rabia justificada de un personaje (por no mencionar el concepto de la muerte literal, ambas cosas en el mismo capítulo), y el primer libro de ciencia ficción que me hizo sentir en la boca del estomago la pérdida y la soledad y de hacerlo sin mostrar a un solo ser humano, exceptuando una sombra en la pared. Y más que la primera obra de ciencia ficción que hizo todas estas cosas: fue también la primera ficción.

Resumiendo, Crónicas marcianas me mostró de qué son capaces las palabras. Me mostró la magia.

Y ahora podrás comprender cómo, con doce años, me sentí más asombrado de lo que podía expresar con palabras cuando supe que este mago visitaría mi ciudad y estaría en algún lugar donde yo podría verlo y conocerlo, en carne y hueso, por mis propios medios. Porque era tan geek que me conocían todos los bibliotecarios, anfitriones de la aparición de este mago, así que logré ingeniármelas para formar parte del grupo que le daría la bienvenida a la biblioteca y le ayudaría con lo que necesitara antes de recibir a su público en la sala de actos del centro, que nosotros con solemnidad, pero sin que fuese del todo inapropiado, apodábamos “foro”. Conocería al mago más importante de todos los magos, pasaría tiempo con él, y tal vez lograría que me mostrara alguno de sus secretos. Era un plan perfecto.

Pero no resultó. La magia de Ray Bradbury es poderosa, pero la magia negra de la autopista 210 en hora punta lo es más. Bradbury llegó apenas unos minutos antes de la hora prevista para el inicio de la conferencia. Sin embargo, los bibliotecarios, conscientes de cuánto anhelaba conocerlo, tiraron de mí para presentarme y me concedieron una oportunidad de oro de hablar de magia con el mago.

Llegado a ese punto, mi lengua, previamente atiborrada de preguntas, se precipitó al vacío desde mi cabeza, y lo único que pude hacer fue decirle lo mucho que me gustaban sus libros. Recuerdo que el mago me revolvió el pelo, dijo algo que no recuerdo, excepto por el hecho de que fue algo amable, firmó mi ejemplar de Crónicas marcianas y acto seguido se dirigió hacia nuestro foro para ejecutar otra clase de magia, consistente en entretener durante una hora a una sala repleta de admiradores.

Diría que nunca tuve otra oportunidad de que el mago me mostrase su magia, pero no sería del todo cierto. Nunca he vuelto a ver a Ray Bradbury en persona. Su magia, sin embargo, reside en su obra. Cuando la lees, si prestas atención, el mago te muestra toda su magia y su poder. Si eres listo, ves cómo funciona. Si tienes un poco de talento, podrías ser capaz de hacer uno o dos trucos. ¿Te convertirás en mago? Bueno, eso depende de muchas cosas, algunas de las cuales escapan a tu control. Lo que no podrás decir es que este mago en concreto no ha sido generoso con su magia. Pero lo que nunca he vuelto a tener ocasión de hacer es agradecer al mago todo lo que me ha mostrado y enseñado, y lo mucho que me ha inspirado a la hora de usar mi propia magia. Éste parece un lugar tan apropiado como cualquier otro. Así que gracias, señor Bradbury. Gracias por todo.

Y ahora, igual que el resto de vosotros, voy a leer de nuevo Crónicas marcianas. Sospecho que este mago tiene aquí más magia que mostrarme. Y quiero verla.