En un artículo publicado en Cash la semana pasada, el economista Alfredo T. García plantea un muy interesante debate sobre la necesidad de las llamadas “finanzas sanas”, diferenciando la persecución del “equilibrio fiscal” del “fiscalismo”. El primero sería la expresión de una deseable correlación entre ingresos y gastos, y el segundo, la obsesión del neoliberalismo por reducir el gasto. El debate sobre la cuestión fiscal, como plantea Alfredo, es fascinante. Por eso, antes que una respuesta personal, este artículo es una excusa para seguir el debate sobre un tema central en el quiebre entre la economía post keynesiana (o teoría clásica del excedente) y el pensamiento económico tradicional.
Una breve aclaración de tono personal antes de comenzar. Los economistas tenemos un serio problema epistemológico. Nos formamos en universidades que nos enseñan un discurso antes que una teoría, lo que normalmente se conoce como corriente ortodoxa o marginalista, también mal llamada “neoclásica” aunque de “clásica” no tenga nada. Luego salimos al mundo y descubrimos que la teoría aprendida sólo es un aparato de legitimación de un orden social y, peor aun, que no nos sirve para explicar los problemas fundamentales, como la inflación, el crecimiento o los ciclos económicos. En la búsqueda de nuevas respuestas encontramos que nos recibimos de licenciados en economía sin haber leído nunca, en sus textos originales, a los principales economistas del siglo XX. O en el mejor de los casos, apenas fragmentos. En el camino, si seguimos estudiando, descubrimos las “leyes que funcionan”, las que efectivamente dan cuenta de los fenómenos que queremos explicar, permiten establecer relaciones causa-efecto y, en consecuencia, hacer predicciones. La paradoja es que el descubrimiento de las leyes que funcionan no hace que nos desprendamos de la teoría obsoleta y la mandemos al arcón del tiempo perdido. Por el contrario, nos pasamos la vida debatiendo contra las hipótesis erróneas del marginalismo. Lamentablemente, quien escribe carece de la influencia suficiente para cambiar los nombres de las corrientes de pensamiento, pero no habría que hablar más de ortodoxia y heterodoxias, sino de “economía vulgar” y “economía” o mejor, para no romper la tradición clásica, de “economía política”. La diferencia entre la economía vulgar y la economía política, entonces, es que la primera se basa en axiomas y la segunda en leyes. Por eso, la primera es un discurso y la segunda es una ciencia. Son afirmaciones fuertes, que obviamente demandan más desarrollo, pero que vienen al caso precisamente porque uno de los axiomas de la economía vulgar es la idea de los equilibrios y desequilibrios, entre ellas el equilibrio fiscal.
Los axiomas suelen tener éxito a fuerza de repetición. Desde que ingresa a la carrera, al estudiante de economía se le repite que “la oferta genera su propia demanda” (Ley de Say) o que “la emisión genera inflación” (“teoría” cuantitativa del dinero). La repetición se reproduce desde múltiples frentes. Sólo como ejemplo, en Historia Económica se enseña que la inflación del siglo XIII fue consecuencia de la degradación de la moneda producto de su pérdida de contenido de metal precioso, un ardid de los monarcas y señores feudales para expandir el gasto. Con semejante información, cuando se llega a macroeconomía y se escucha “la emisión genera inflación” el inconsciente se dice a sí mismo: “pero claro”. Eso sí, sobre los mecanismos de transmisión entre emisión de dinero y mayores precios, nada. Incluso el poco pensamiento alternativo que era posible encontrar en la carrera, en la década de los ’90, como la economía marxista, no estaba lejos de las lecturas marginalistas. La teoría cuantitativa del dinero, por ejemplo, ya se encuentra en el capítulo 3 del primer tomo de El Capital.
Pero no derivemos. El axioma de los equilibrios deviene de la matematización de la economía vulgar, plagada de curvas que se cruzan y en cuyas intersecciones estarían estos equilibrios de perfección de los que no convendría apartarse. Sin embargo, la pregunta que debe hacerse en relación al “equilibrio” fiscal es para qué sirve. Por ejemplo para qué sirve un superávit fiscal o qué problemas genera un déficit fiscal. Alfredo sostiene que el problema de incurrir en un déficit fiscal en un contexto de alto endeudamiento como el presente es que aumenta la deuda pública. ¿La deuda en pesos o la deuda en dólares? ¿La interna o la externa? Alfredo no lo aclara, pero si no se distingue se cae en la hipótesis macrista del “gradualismo”, según la cual era necesario endeudarse en dólares para enfrentar gastos en pesos. Aparece allí un problema conceptual, ya que la moneda extranjera es irreproducible para el Estado nacional, pero los pesos no. En teoría, un Estado jamás podría caer en cesación de pagos en su propia moneda. El grueso de los países desarrollados se mantuvo por décadas, y la mayoría se mantiene todavía hoy, en un estado de déficit permanente, con el Presupuesto desequilibrado, es decir, gastando más de lo que recauda. Esto es así porque el déficit público, como explica Randall Wray, tiene como contrapartida el superávit privado y viceversa. Por eso, como resume David Graeber en su obra “En deuda”, es el Estado a través del gasto quien “crea” mercados. Es matemática. Imagine el lector que el Estado gastase permanentemente menos de lo que recauda, llegaría un momento en que los particulares se quedarían sin moneda para pagar impuestos.
En realidad, los déficits y superávits existen porque se recurre a la ficción de separar al Tesoro del Banco Central. Se puede recordar, por ejemplo, la época de los superávit gemelos del primer kirchnerismo. En ese entonces, el superávit se utilizaba para comprar reservas que en la práctica funcionaban como un gasto, inyectando liquidez en moneda local.
Alfredo dice también acordar con la teoría del carácter expansivo del gasto. Sobre el particular, como explica el economista Eduardo Crespo en un texto tan exquisito como disruptivo, “La demanda efectiva en el largo plazo”, debe recordarse que el único componente expansivo de la demanda en el largo plazo es el gasto autónomo del Estado. Un trabajador o una empresa que gastan a crédito, por ejemplo, luego deben devolverlo, por lo que el efecto multiplicador sólo funciona en el corto. Solamente el gasto del Estado no debe devolverse y es expansivo siempre. El texto de Crespo lo grafica muy bien como respuesta al debate de las ciencias sociales sobre la Gran Divergencia a partir de la revolución industrial. La respuesta no es otra que el gasto de los Estados Militares europeos, que gastaban entre 4 y 5 veces más que los asiáticos. Un ejemplo cercano: el crecimiento de Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra mundial y la creación del complejo militar industrial. ¿Estados Unidos financió su participación bélica con impuestos y ahorro interno o empujó su “Frontera de Posibilidades de Producción” con gasto autónomo?
¿Lo expuesto quiere decir que el sistema tributario y la recaudación no importan porque el Estado puede crear dinero y demanda de la nada? Esta suele ser la pregunta más habitual por la vía del absurdo. Primero, el dinero es aceptado por los agentes económicos porque se necesita para pagar impuestos. Luego, la estructura tributaria define sobre quien recae el peso del sostenimiento del Estado funcionando en última instancia como sistema de redistribución del ingreso. Puede darse el caso de que exista equilibrio fiscal y una tributación progresiva, pero la economía seguramente permanecerá estancada. Los expuestos son apenas unos pocos elementos para el debate y no pretenden ser una respuesta integral al problema fiscal. Vale recordar que el único límite de la expansión interna vía el Gasto no es el déficit en moneda propia sino la restricción externa.