Cómo explicarle a un ciego en qué consiste una catedral. Más aún: ¿de qué modo transmitir la magnificencia de esa arquitectura que intenta unir lo divino y terrenal? Ese desafío es el que se propondrá un hombre en “Catedral”, el cuento con el que se titula el magnífico libro de Raymond Carver. No le será fácil ponerse en los zapatos de Robert, el no vidente, que lo horroriza por su apariencia: sus ojos tienen demasiado blanco en el iris y las pupilas parecen moverse en sus órbitas como si no se diese cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Las palabras resultan insuficientes para explicar estilos arquitectónicos, dimensiones, estructuras. ¿Cómo describir aspectos más ornamentales como las gárgolas, seres imaginarios monstruosos, híbridos de animales y humanos que, por ejemplo en Notre Dame, recogían el agua de lluvia que caía sobre el techo y la expulsaban lejos de las paredes de piedra que conformaban su estructura? No hay forma de que se haga al menos una tenue idea del edificio. Pero Robert tiene una idea: le propone que consiga papel grueso y bolígrafo, y que dibuje la catedral. Sobre una bolsa de papel de verduras, dibuja estructura, tejado, agujas góticas. Sigue. El ciego palpa con fruición el papel después de los trazos: reconoce formas. Le pide que apriete fuerte el bolígrafo. Que siga dibujando. Y que cierre los ojos. Así, sin ver, dibuja sin pausa. La mano del ciego sobre la suya, que no para, va desenfrenada. En esos trazos apasionados y vertiginosos, no sólo el ciego comprenderá de qué se trata una imponente catedral como la de Notre Dame, que aún no había sido devorada por el fuego, sino que por un instante el hombre que dibuja con los ojos cerrados experimentará algo absolutamente desconocido.
En Juan Andrés Videla: Obras 1999-2019, exhibición antológica en el Museo de Arte Contemporáneo del Sur (Macsur) con curaduría de Olga Correa, que reúne más de 200 obras, muchas nunca antes exhibidas, Videla busca que el espectador vea por primera vez, que experimente algo singular. “Considero la pintura como una práctica, como un modo de relacionarse con eso que llamamos realidad: es una manera de conocerla. La palabra enciclopedia de una de mis series está usada un poco en broma porque la enciclopedia como la conocemos remite a que uno percibe la realidad. Denomina esa realidad con conceptos, nombres y clasificaciones, por asociaciones formales, pero queda fuera de ese conocimiento algo que uno percibe, que es lo que a mí más me interesa de esa experiencia y que no es posible definir. La pintura, para mí, es un modo de acercamiento a esa vivencia: la expresión de la pintura es una manera más fiel, más cercana a lo que logran las palabras, los conceptos y los nombres”, dice Videla, en el museo de Lanús.
Nacido en Temperley en 1958, Videla es un hombre del sur, se crió en Glew y hoy vive en José Mármol. Egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, participó en muestras individuales y colectivas a nivel nacional e internacional. Recibió, entre otros, el Gran Premio de Honor en dibujo en la 103 edición del Salón Nacional de Artes Visuales (2014) y el Primer Premio Adquisición Alberto J. Trabucco de dibujo (2013). En su formación, fueron claves sus viajes a la India y a Nepal, el contacto con la cultura tibetana y la práctica de la meditación.
La primera imagen que golpea al entrar en la sala es la de un ciervo con una flecha clavada en el lomo; está inspirada en un caso real. El animal vive con ese elemento punzante en su cuerpo. Desde la selva, mira de frente al espectador. Cerca, un hombre también observa. “Tiene una mirada de atención relajada, que no está muy atrapada por reacciones, apegos o rechazos. Está en una zona intermedia. Tiene una cosa muy vital de atención al momento, que es muy parecida a la de los animales cuando están en una situación de riesgo o en alerta”, dice el artista.
Manda es una escultura en movimiento que se expuso en la antigua sede de la Fundación Osde. La pieza, activada por una serie de motores, representa a un hombre que dibuja una y otra vez un círculo sobre una superficie arenosa. Cuenta el artista que alude a la repetición de conductas obsesivas y dañinas, a la imposibilidad de tomar otras decisiones o abrirse a nuevas posibilidades (representadas por tubos que al moverse producen sonido como de lluvia).
Hay una serie de obras (acuarelas sobre papel; óleos sobre papel, aluminio y tela; grafitos sobre fórmica) de los últimos años, nunca antes exhibidas, que son imágenes cósmicas deslumbrantes. Videla aquí experimenta con distintos materiales y superficies. Juega con pigmentos y aceite de resina: descubre texturas. Hay también paisajes brumosos del conurbano de su primera época, como El campo de la Susanita, un sitio del que se contaban extrañas historias y al que el niño Videla iba en bicicleta para ver de lejos. Ya de grande volvió y decidió pintarlo.
Cuando a Videla lo etiquetaron como “un pintor del conurbano” pasó sin escala a pintar imágenes señoriales del MET (Museo de Arte Metropolitano de Nueva York). “Traté de poner mi búsqueda en la pintura más que en la temática –dice–. Me centré en el tratamiento y en la relación con los materiales”. Pintó un sillón que se transforma en una gran corona. En otra escena, un samovar y unas tazas de té irradian luz.
En Longchamps, Videla dejó de buscar los paisajes idílicos italianos que su madre le había enseñado de chico en libros de historia del arte. “Eran perspectivas atmosféricas donde el cielo se funde con el mar y los árboles –recuerda el artista–. Pero en Longchamps no había esa luz ni esos colores. Siempre tuve una especie de desprecio, un desprecio estético inconsciente. Estaba todo el tiempo esquivando la mirada de lo que tenía alrededor, esperando ver paisajes perfectos como los de los libros”. En Longchamps, miró su propio entorno: lo tradujo en pinturas de sitios despojados, brumosos, en tinieblas.
Ya sobre el final de la exhibición, vemos un gran lienzo con un paisaje fabuloso, un mix exuberante de expresionismo e impresionismo. Pura pasión pictórica. Videla se inspiró en un paisaje real para que las dimensiones y las formas fueran verosímiles. Es monocromo, con pinceladas enérgicas. Uno tiene la impresión de que está ante a un bosque y, al tiempo, es un sitio extraño, inquietante, desconocido. Justo en el límite difuso entre realidad y ficción. Existe sí, pero sólo por la alquimia de la pintura.
Juan Andrés Videla: Obras 1999-2019 se puede visitar en el Museo de Arte Contemporáneo del Sur, Av. 25 de Mayo 131, Lanús Oeste. De martes a domingo de 12 a 20.