Yo no sé si El lado oscuro del corazón  (Eliseo Subiela, 1992) es una de las tres mejores películas que vi en mi vida. Si en esta infernal mañana de verano de 2020 me preguntaran por la trilogía que a modo de última voluntad quisiera que proyectaran en la pantalla LED de la tapa (interna) de mi féretro por el resto de mi eternidad, pensaría –algunos siglos después, que conste en actas, exigiré el derecho a cambiar de opinión– en: Último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972); Bleu (Krzysztof Kieslowski, 1993) y Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), más algún Almodóvar de los ochenta y noventa, de canuto. Como en cualquier selección, pesan las circunstancias y pesan los estados de ánimo. De todos modos, pienso, ¿y si mi destino fuera el infierno? ¿con qué películas me condenarían? ¡Madre mía, qué chucho de frío!

El lado oscuro del corazón nunca fue una película para mí. Fue, más bien, durante un tiempo, el guión de mi vida. Quizá porque apenas tenía 16 o 17 años cuando la vi por primera vez, una “época” en la que imploramos que alguien –que no sean nuestros padres– nos explique, a secas, cómo vivir.

Más allá de los hitos que se circunscriben al ámbito de lo privado, no tengo veinte escenas a las que identificar o asociar como formadoras o inaugurales de esa cosa amorfa que conocemos como “personalidad”. Hoy, ahora, puedo distinguir solamente dos situaciones, muy puntuales.

Una –¿la primera? Desde ya que no. Tuve, como casi todos, una infancia, pero digamos que esto de la primera escena formadora es una manera de decir–, cuando Sergio Pujol en un teórico sobre Historia del Siglo XX en la Facultad de Comunicación Social de la UNLP, en algún mes de 1995, citó a Aldo Rico comentando que el carapintada había dicho en Hora clave o en algún otro programa similar de los noventa que “la duda es la jactancia de los intelectuales”. A lo que Pujol agregó “¡Pero claro que sí: el que no duda es un fascista!”. Fue una frase tan precisa y oportuna que quizá terminé haciendo de la incertidumbre uso y abuso. Tanto me marcó aquella clase de Pujol que hasta recuerdo que sucedió en unos de los salones del viejo y elitista Jockey Club, donde cursamos durante algunos años. Vaya paradoja.

La otra escena fundacional llegó cuando me choqué con la película de Subiela, cuyo audio completo –con su oscurísima banda de sonido, a cargo de Fito Páez, pero también con cada uno de sus diálogos– grabé en un TDK de 90 para después escucharlo en el walkman o en el Fiat Uno de Juan, junto a Roberto, minutos antes de entrar a un reducto que se llamaba "Las Maravillas", que estaba en una esquina de Ensenada y era regenteado por Amparo, Amparito, que nos cuidaba de lo peor de la noche. Cassette mediante, supe memorizar casi todos los poemas de Girondo, Gelman y Benedetti que aparecían entre distintos parlamentos. En estos días de febrero apenas puedo repetir la formación de Gimnasia y Esgrima La Plata (incluso a veces con cierta dificultad, dada la permanente inestabilidad de su plantel).

El tiempo pasó y nada fue como imaginaba. No viajo semanalmente a Montevideo con un sobretodo metafísico en busca de Sandra Ballesteros. No pago la comida de mi laburo con un poema. Y no sólo no convivo con mis amigos, sino que siquiera los veo con la frecuencia con la que quisiera. Hoy, El lado oscuro del corazón es una isla detenida en el tiempo. Por eso llevo miles de años sin animarme a verla de nuevo. Pero sé que ahí está, escondida entre los típicos bancos de arena del Río de la Plata y la cada vez más espesa bruma de la memoria.

 

Daniel Krupa nació en marzo de 1977. Es autor de cinco novelas breves: Cerca (2006, Paradiso), Madrid (2008, Santiago Arcos y en 2017 por Ed. 3600, Bolivia), Serpientes (Gárgola, en 2009; Caravan Edizioni, Italia, en 2014 y en Ed. 3600, en 2018), Gelp! (2013, Club Hem Editores); El sobretodo metafísico (2016, Club Hem Editores) y Dodge (Edulp, en 2020).