El Chile convulsionado del presente, cuyas álgidas voces se hacen escuchar desde octubre, también habita en los intersticios de un cine que ha decidido mirar la realidad con ojos fijos y decididos. La generación de cineastas que irrumpió en escena hace poco más de quince años, con nombres propios como Pablo Larraín, Sebastián Lelio y Andrés Wood, se convirtió en un termómetro cultural de esos vínculos entre pasado y presente que parecían silenciados o irresueltos. Poner en imágenes aquello que circulaba perdido en la memoria, desterrado del discurso, convirtió al cine chileno de este siglo XXI en uno de los más intensos, consciente del valor de explorar sus tradiciones, de apropiarse del vigor de los géneros cinematográficos, de hacer de la propia historia un relato sincero y desgarrador, vital para tratar de iluminar toda reflexión. El panorama se enriquece aún más en estos tiempos, cuando la realidad latinoamericana ve repetir su propia historia, cristalizada en experiencias olvidadas que regresan, para las que el cine resulta su mejor voz.

Desde el éxito de Victoria se fue a los cielos en 2011, ese notable homenaje a la vida y obra de Violeta Parra, Andrés Wood meditaba su próximo proyecto. Así lo cuenta en una entrevista exclusiva con Radar: “Desde entonces estuve metido en dos series –Ecos del desierto (2013) y Ramona (2017)- que me mantuvieron ocupado. En ese tiempo también se comenzó a gestar la idea de hacer algo con el grupo Patria y Libertad. Fueron dos acontecimientos los que me llamaron la atención: un paro de camioneros frente a un peaje, que al concluir la protesta dejó una serie de símbolos de Patria y Libertad pintados en las paredes; y un documental alemán de los años 70 que llegó a mis manos, donde son descritos y entrevistados los miembros de aquel grupo. Poco a poco se fue haciendo relevante algo que estaba, por lo menos para mí, olvidado: la extrema derecha y su participación política, antes y ahora”. Patria y Libertad fue un movimiento paramilitar de extrema derecha que operó en Chile a partir de 1971 y fue disuelto por sus integrantes luego del golpe de estado en 1973. Su objetivo consistía en erosionar al gobierno de Salvador Allende y su símbolo fue una araña geométrica, cuyos tentáculos financiados por la CIA y la oligarquía chilena buscaban estrangular al gobierno democrático.

“Junto a mi guionista, Guillermo Calderón, nos decidimos a hacer la película cuando nos metimos en los detalles de los juicios de algunos de sus crímenes y vimos que persistía una total impunidad. La heterogénea conformación del grupo originó los enfrentamientos en el presente: un sector hoy es parte integrante de la estructura de poder del país, reinventado e integrado al sistema; otro ha sido marginado y considera que fue traicionado porque el Chile neoliberal actual resulta muy distinto de aquel nacionalista por el que arriesgaron sus vidas”. 

Así Araña, el séptimo largometraje de Andrés Wood, presentado en los festivales de Toronto y San Sebastián, nominado al Goya como mejor película iberoamericana, retrata el puente entre esos dos tiempos, un pasado de violencia y terrorismo, signado por el erotismo de la contrarrevolución, y un presente sin ideales, guiado por la tiranía gris del neoliberalismo y la precaria paz de la desigualdad. Araña se sumerge en las tensiones entre ambos tiempos, en los hilos que los unen, que permiten comprender sus continuidades y dar voz a aquel silencio.

Andrés Wood

LO QUE EL TIEMPO SE LLEVÓ

Araña comienza en una cancha de fútbol donde un grupo de niños espera su turno para ingresar a jugar. Una abuela ansiosa cruza la línea del campo de juego y exige al entrenador que incluya a su nieto en el equipo titular. “Vamos niños, a jugar –les dice al chico y sus compañeritos-, que sus papás no están pagando para que vengan solo a mirar”. Es Inés (Mercedes Morán), mujer de poder y carácter. Miembro de una familia tradicional, con pergaminos que incluyen años de enseñanza en la Universidad Católica, directorios empresariales, fundaciones y obras de beneficencia, Inés custodia sus privilegios con energía y decisión. Mientras tanto en la zona pobre de Santiago, un auto patrulla las barriadas. Vigila el movimiento de las calles, observa los rostros que la pueblan. En su interior, Gerardo (Marcelo Alonso), un hombre de pelo entrecano y algo desgreñado, divisa a un ratero que huye con una cartera y lo persigue con ahínco hasta estrellarlo en la pared. Los curiosos lo filman y aplauden a su alrededor, sus imágenes llegan al celular de Inés y llevan con ellas el recuerdo de viejos pecados.

Un póster de Miss Historia y Geografía, ya descolorido por el paso del tiempo, se convierte en la puerta hacia el pasado. Desde ese papel raído que cuelga en una puerta de la casa de Gerardo vamos hacia 1971, a un estudio fotográfico donde una Inés veinteañera (María Valverde) posa erguida para la cámara. Sus desafíos son los mismos que la agitan cuarenta años después, solo que la simpatía y la arrogancia de la juventud esconden su lado más siniestro. Gerardo (Pedro Fontaine) también es joven, atractivo y rebelde, expulsado de la Fuerza Aérea por su indisciplina, seducido por las promesas de restauración de un orden que la era Allende había sacudido. Así se forma el trío que Inés y su esposo Justo (Gabriel Urzúa) establecen con Gerardo, donde la sensualidad se disfraza de falsos idearios, de champagne burbujeante como metáfora de la revolución sofocada. Wood delinea un entramado oscuro y pecaminoso con el ritmo de un thriller, en el que el erotismo se nutre de esa guerra prometida, concebida como antídoto a todo aburrimiento. Mordaz y ominoso, el entorno de Patria y Libertad en el que aquellos jóvenes del pasado y los adultos del presente construyen su historia define su peso en el futuro de todo un país.

“Los dos tiempos se podrían pensar como dos películas que tienen que conversar entre sí hasta el final. En este tipo de guiones, el montaje se vuelve fundamental. Reescribimos mucho en la sala de edición para enfrentarnos libres al resultado, más allá del guion planeado de antemano. Y el efecto buscado era que el cambio temporal no implique una extrema racionalización, sino que la película vaya nutriéndose del vínculo entre ambos momentos, de la experiencia del espectador en el recorrido de esa relación”. La conexión se vuelve rica en tanto se afirma en instancias emocionales, en experiencias que parten de la memoria para adquirir materialización en las imágenes. Con la reaparición de Gerardo, en Inés se activan tanto el miedo como el deseo. El imperativo de que aquel pasado enterrado no afecte su lugar social, pero al mismo tiempo la emergencia de aquella pulsión juvenil, de esa transgresión llevada hasta los límites, teñida de una serie de consignas que encuentran en el símbolo de la araña el horror de su contundencia. ¿Qué queda de todo aquello? ¿Qué secretos asoman detrás de los rostros del presente?

ME EXTRAÑA ARAÑA

Los años 70 adquieren el ritmo y los colores de los thrillers políticos de esa década, con la nocturnidad que se impregna en las calles y en la moral de sus personajes, quienes persiguen la adrenalina de la violencia, la gestación de los ideales que justifican la defensa de su clase, las tensiones en el interior de un colectivo que combina a los que participan por necesidad, por dinero y por pertenencia. “A nivel emocional, el pasado es parte de la fábula, está idealizado, con los colores de una belleza imaginada. El presente, en cambio, es más duro, más sombrío, desprovisto de esos ideales extinguidos”. En esa definición de la puesta en escena, Wood expone los límites de la identificación. La ambivalencia que genera en el espectador esa fuerza irracional que habita en los jóvenes de Patria y Libertad es la que permite la mirada crítica que asume la película, drenada de esa exuberancia cuando llega la vejez. Esa vida corta pero enamorada que imagina Inés después del sexo, ese erotismo de la sangre derramada, del sacrificio de los mártires, tiene en Justo su rostro repugnante y en Gerardo el temerario.

“La idea era tensar esa delicada línea en la que uno se pregunta hasta dónde empatizar con esos personajes. Nosotros nos jugamos a intimar con ellos, con sus convicciones, sus miedos, y también con sus traiciones. Gerardo, que quiso ser militar y no lo consiguió, no es de la aristocracia como Inés y Justo. Sin embargo, nunca se sintió tan parte de algo como cuando estuvo con ellos. Es esa sutil diferencia, pero importante en un país clasista como Chile, lo que los diferencia. Lo que marca el futuro que también les espera”. Y en este sentido es importante el contraste que Wood consigue con lo grotesco del presente, con su pátina de colores grisáceos, sus ambientes fríos del capitalismo corporativo, sus imposturas apenas disfrazadas. Con la vejez, las máscaras se tornan más pedestres, las provocaciones de Justo devienen en patetismo, la violencia de Gerardo en un pérfido simulacro, la temeraria seducción de Inés, el personaje núcleo de la historia, en la implacable memoria que no la abandona.

“Inés es una mujer anterior al feminismo actual, pero una mujer fuerte. Una mujer que es consciente de que es una desventaja haber nacido mujer en este mundo –de hecho lo exterioriza- pero sabe que tiene las herramientas para moverse en él. El feminismo de una Margaret Thatcher que tiene la certeza de que debe actuar como un hombre si quiere ser escuchada”. La Inés de juventud que lleva la banda de Historia y Geografía sobre la malla azul, la que dice querer ser hombre y con cara de malo, es también la que afirma las fronteras de su pretendida libertad cuando le anuncia a Gerardo que las niñas como ella nunca se divorcian. Es entre ese rostro de pestañas largas y modales subvertidos que encarna María Valverde en aquel 1971, cuando Patria y Libertad se fundaba a espaldas de la democracia, y la severa entonación del “m’hijita” de Mercedes Morán en el presente, cuando repudia la cobardía de su hijo y expone su poder sin concesiones, que la vida del personaje se construye. Y consigue el gesto que la define en la memorable presencia de Morán en una reunión de directorio, cuando la borran de una firma colectiva por el peligro del escándalo: con solo devolver con desprecio una papa frita a ese plato que le ofrecen demuestra que en su entorno no hay más que tristes lacayos.

Andrés Wood recorre un arco importante de la historia chilena, que une aquellos dos últimos años del gobierno de Salvador Allende con los meses previos a la crisis que se inició en 2019 y sacudió los cimientos de una sociedad que no habían cambiado demasiado desde la dictadura pinochetista. La mirada sobre los 70, ya presente en su película Machuca (2004), en la que dos niños de clases opuestas vivían su amistad y sus desilusiones en aquella primavera extinguida por la muerte y la violencia, hoy se completa en Araña con el recorrido hasta el presente. Inspirada en la estructura de Érase una vez en América de Sergio Leone, la película despliega dos tiempos separados por una traición. Una traición íntima que se hizo histórica: la pretendida posteridad del hoy erigida sobre la sangre del ayer. “Es difícil querer hablar del Chile de hoy sin tomar en cuenta desde dónde está construido. Y, más importante, sobre qué bases, y eso siempre nos lleva a la dictadura de Pinochet. Este ha sido un tema urgente para varias generaciones de cineastas, y después del estallido social de octubre creo que la realidad finalmente nos ha dado la razón”.