Uno de los síntomas más destacados del mundo actual es el fenómeno de la violencia. Ella se incrementa, prolifera, se multiplica, bulle en el aire que respiramos, y aún sin realizarse, está presente como una amenaza que tiñe nuestra existencia. No sólo su poder se manifiesta en las tragedias cotidianas sino en la manera en la que es interpretado el mundo, un gesto puede llevar su germen, los otros devienen enemigos potenciales.
La violencia ha existido siempre pero cabe precisar su particularidad en nuestros días: ella se infiltra por doquier, es ubicua y no tiene límites. Si la posmodernidad puede definirse, muy sintéticamente, entre otras cosas, por la desaparición de las fronteras, la violencia coetánea a este tiempo sigue ese destino. Ya no podemos localizarla, pulula en todos lados, se expande locamente, la mayoría de las veces irrumpe sin estrategia, navega desmadrada. Desprovista de encuadres ideológicos, sin los antiguos marcos que podrían imaginariamente darle una razón, da lugar al dicho corriente de “la violencia por la violencia misma”. El crimen de Villa Gesell nos lleva a ubicar este tipo de violencia llamada con acierto “violencia por placer de matar” y sin ningún otro fin. Subleva su carácter irrazonable que no es más que la irrupción de un goce letal que actualiza el concepto freudiano de pulsión de muerte. Se pretende atribuir este injustificable a diversas causas: que la familia, que el boliche, que el alcohol, que el patriarcado. Considero que nada de ello es lo determinante y que habría que dar un paso más para pensar la relación entre violencia y nihilismo “decadente”, anidándose incluso allí mismo.
Dostoievski en Los endemoniados describe distintos tipos de nihilistas que tienen resonancias contemporáneas. Este texto de quien ha sido una de las fuentes inspiradoras de Nietzsche, contiene claves notables para entrever nuestra época. Allí describe a jóvenes de la aristocracia a quienes todo les aburre y deciden ir a observar el cadáver de un suicida para experimentar sensaciones que los liberen de su apatía habitual. Si pensamos al nihilismo como devaluación de los valores o como caída de los ideales, tal vacío y la ausencia de construcción de intereses vitales que se proyecten al futuro, hace que ciertos jóvenes llenen ese vacío con la búsqueda de goces cada vez más intensos y mortíferos. Aquí es interesante evocar la temática del hastío, y de su desenlace en estos casos, donde la violencia es un modo de “distracción”.
Dostoievski ha sido el antecesor del Dios ha muerto nietzscheano, no es casual ver desfilar en su obra innumerables personajes que deciden transgredir los límites de la moral oficial mediante actos de violencia y de crimen. Todos ellos son los representantes del nexo profundo del nihilismo decadente y de la ilusión de libertad ilimitada aunada al crimen. Claro que su nexo con la culpa y el castigo no estarían tan acorde con nuestros tiempos. Carente de todo tipo de responsabilidad, uno de los jóvenes imputados dijo: “la vida nos jugó una mala pasada”
Podríamos referirnos a los destinos del nihilismo. El celebrado por Nietzsche es el que martillando los viejos valores, se asienta en su devaluación para crear nuevos, esos que se anclan en la experiencia y en la contingencia del devenir. Valores provisorios que respeten la multiplicidad de la vida, valores conocedores de la nada nihil pero que lejos de navegar en ella construyen, usándola como cimiento. Claro que hay otro destino, el del hombre que sin trascendencia queda liberado al errar de la pérdida del fundamento, hundiéndose en una “nada infinita”. Es el hombre vacío descrito por Eliot en su poema El hombre hueco, hombre relleno de aserrín como vacua consistencia. Es en La tierra baldía la esterilidad de la tierra, que el poeta aúna a la esterilidad de la existencia, en los desiertos inhóspitos. Hannah Arendt muestra cómo el mal se encarna en las existencias caracterizadas por la banalidad suturando, incluso, la oquedad de la vida.
*Psicoanalista