1. La agenda

Hace rato que lo postergo, como si la sola adquisición me sacara de este limbo en el que creo estar y al que sin embargo nunca accedo completamente. Por ejemplo: mientras me baño pienso en las piedritas que tengo que comprarle a la gata y en que si pasa un solo día más el olor a pis va a inundar la casa. Qué fácil me resultaría escribir sobre el mar o sobre el río. En sus orillas es casi una obligación volverse poeta. La única orilla que habito es la de la angustia porque no llego a hacer lo que tengo que hacer. Nunca. Qué sencillo cantarle a esas playas y a esos cielos. Por eso cuando me hago la poeta escribo sobre mi gata y su mirada y su zarandeo por los cuartos y esa naturalidad de dueña con que apoya sus patas en el sillón que le envidio sin matices. Ahora, otra vez por ejemplo, persigue una mariposa amarilla. Las órbitas disparejas que tiende su vuelo le dan más aplomo a su mirada atenta y a su cuerpo impávido. Tan serena que asusta. ¿Quién sabe cómo estará adentro? Mienten quienes dicen saber cómo son los gatos. A mí me sigue sorprendiendo, incluso con los años, que traen su flojera. De la nada una fuerza insólita acomete su cuerpo y salta a la caza de ese bicho que por supuesto jamás veo. El tiempo. De eso hablo. Postergar esa compra es como si me salvara de los desvaríos del tiempo reglado. Hasta hoy. Cuando paso por la caja la chica me dice: parecés bailarina. Y entonces la catarata de recuerdos inunda el presente. Juro que soy capaz de llenar cada día de esa agenda con pliés y relevés. El primer tutú, la última presentación en público. Parecés bailarina, me dijo. A mí me dan ganas de volver a aquellos años en los que mi cuerpo respondía grácil, en los que yo podía ser mariposa. Como la que persigue mi gata. Al salir del negocio hago un pacto con la agenda: un baile cada día.

2. La tristeza es la muerte de un gato

Hoy murió un gato. Ustedes dirán que mueren gatos cada día. Es más, no sólo mueren los gatos. Dirán, quizás con justeza, que más importantes que los gatos son las personas y cada día mueren muchas y a casi nadie parece importarle. Sí, es cierto. Pero hoy murió un gato. Un gato murió. Yo no lo vi morirse. Pero lo supe. Esas cosas se saben. Como se sabe cuando alguien se siente atraído por alguien en la danza luminosa de los ojos. Como se huele la inminencia de la lluvia en verano. Como se anticipa la presencia del otoño en la entrada oblicua del sol por la ventana. Todo eso se sabe y se sabe por persistencia, por presencia, por la inmutable circularidad del tiempo ante la argucia cambiante de las cuestiones humanas. El universo es plenitud de señales: las flores en las veredas de los pueblos y ciudades, el manto de luciérnagas que cubre los campos en verano, los cuerpos de las gentes abriéndose a las visitas queridas con el mate en la mano.

La cosa es que hoy murió un gato. Nadie lo vio irse. Ninguna sospecha en sus movimientos previos. Ninguna señal. La tierra de los gatos es una incógnita, por eso no hay cielo para ellos. ¿Por qué lo supe? En el momento exacto en que su corazón dio el último latido y que el fuelle de su respiración dejó de cubrir el aire con su humedad sentí una debilidad inexplicable. El sol horrible de los días buenos me recordó la injusticia de la vida, el abatimiento se hizo vacío hondo y un vértigo invadió mi cuerpo. Sentada frente a la computadora, mientras escribía y mi gata maullaba en la ventana, lo supe: murió un gato. No sé cómo era su comportamiento, ni cuál el color de sus ojos. La tristeza es la muerte de un gato. Carece de importancia cuántos nazcan en su nombre. Cuando un gato muere, como hoy que un gato murió, la tristeza arrecia. A mí el cuerpo se me hace bollito sobre la cama. Mi gata entiende. Y es otro bollito a mi lado. El sol, horrible, no concibe la tristeza de dos corazones latiendo desde el hueco de una tierra a la que hoy le falta un gato.

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