Pensar el horror sin show. Es una premisa necesaria: dejar de escarbar en la demostración de la crueldad individual o grupal. Evitar la tentación de la imagen contundente y de lo azorado. El horror sin show o la denuncia sin espectáculo. Que una patota de muchachos de clase media haya asesinado a un joven a la salida de un boliche, a golpes y de a muchos, alerta sobre los modos en que se construye la masculinidad, la violencia sobre otras personas para ratificar el propio cuerpo y su valía. Esa crueldad es de clase y de género y está poderosamente escrita en la literatura argentina: en Un Dios cotidiano de David Viñas, en “Irlandeses detrás de un gato” de Rodolfo Walsh, y en su expansión de cruento detalle, en “El niño proletario” de Lamborghini, Osvaldo. Ataques grupales, violaciones masivas, un cuerpo destinado al sacrificio. Sorprende que sea un varón, pero mientras tanto arrecian los femicidios y travesticidios y algunos conllevan esa grupalidad asesina que se declama pedagógica, como ocurrió en el ataque sexual a Higui. El show acontece cuando lo social se sale del guión: la víctima de la patota es un varón o la victimaria es mujer (recordemos el espectáculo del juicio de Nahir). Pero el show, como bien supo Fogwill durante los juicios al terrorismo de Estado, es detención en el árbol y ocultación del bosque, o al menos, de las boscosas razones en las que debemos pensar para entender algo y mucho más para intervenir en su desarme. El show llama manada a la patota para privarnos de interrogar, en ese gesto metafórico, una persistente construcción social e histórica. Porque como nunca -y ese es el fondo que el show intenta tapar, presentando el tema hasta la náusea- no hay anomalía, hay muchachos sanos, hijos de familia, correctamente socializados, que se querían divertir. El problema son los hijos sanos del patriarcado, no sus desvíos. En caliente: una movilización feminista en México prendió fuego a una camioneta de prensa después de la ominosa difusión de fotos del cuerpo desollado de una muchacha. Al mismo tiempo, comenzó una campaña para hacer circular fotos de aquella joven cuando estaba viva. Que los cuerpos victimizados no sean convertidos en mercancía pero tampoco en espectáculo horroroso que nos impide confrontar la hechura social de esos actos.
Reconocer la fragilidad y la vulnerabilidad sin convertirlas en excusa de la crueldad. ¿Qué hacemos con nuestros miedos? ¿Con los que habitan nuestra existencia? ¿Los convertimos en fundamentos de un ataque? Las opciones securitistas y punitivistas se asientan en esa definición del otro peligroso, que debe ser raleado o condenado, incluso preventivamente, para que nuestros miedos estén contenidos. Reconocer la vulnerabilidad no implica, siempre, ese camino. Porque está también el de la composición, la construcción en común, la negociación. Al show del horror se le suele sumar un falso maniqueísmo moral, que intenta decodificar las situaciones en términos de supuesta pureza. Lejos de eso, las tramas activas en las que se asienta otra composición son más bien ambivalentes, críticas, difíciles. Sin reconocer la fragilidad no hay éticas y prácticas del cuidado. La lógica de mercado coloca eso en el sitial de un deber: cuidarse a sí mismo, al propio cuerpo, defender las cosas con las que éste organiza su supervivencia o su placer. A lo sumo, asumir la responsabilidad familiar. Nunca estamos tan en soledad y la fragilidad de cada quien se compone en el lazo común: cuidamos y somos cuidades permanentemente. En la infancia y en la adultez, cuando falta salud y en la plena alegría, cuidamos a quienes habitan nuestro entorno, somos objeto de esa misma acción. Ir de la seguridad al cuidado, es hacer pie en otras experiencias, incluso más realistas que la idea de una fortaleza en la que estaríamos a salvo.
Que la dificultad no sea coartada para condenar a la imaginación política. Habitamos ese mundo en el que la crueldad capitalista señorea y en el que el cuidado feminista insinúa otras formas de vida. Ya sé que habrá lectoras, lectores, que abrirán los ojos frente a los adjetivos que vuelven a situar el contrapunto: crueldad capitalista y cuidado feminista. ¿Pero cómo llamamos a esa violencia que surge de un tipo de hechura de los vínculos y los cuerpos, que se manifiesta en la grupalidad que ataca y en la fuerza desposeedora del capital? ¿Y cómo pensamos la resignificación política de esa experiencia del cuidado, sino es a partir de la actualización vivida que llevan adelante los feminismos? Crueldad es destrucción de la vida y de las condiciones para su reproducción. El macrismo fue la variante local de esa gestión mortífera y por eso su ministra de seguridad se pavoneaba vestida con colores militares y declamando guerras por doquier. Si amenazaba para proteger las propiedades, al mismo tiempo producía una expansión del miedo por la vía de la destrucción de la economía: el desempleo, la indigencia, el hambre, el endeudamiento, se convertían en los nuevos modos del terror. Dejaron detrás suyo no una tierra vacía, sino un campo minado: cada paso hace temer que algo estalle. Hay quienes piensan que es momento de dar pasos cortísimos, en silencio, para escuchar el rumor de las minas encalladas, que si estallan no será para anunciar los fuegos de un mundo nuevo sino para propiciar el retorno al gobierno de los poderes más descarnados, a la explotación sin atenuantes y a la restauración anti libertaria de los modos de vida. El miedo, tampoco aquí, puede encerrarnos ni llamarnos al silencio: la vulnerabilidad es ocasión de un nuevo tejido. Imaginación: se trata de recuperar una lengua, sus tonos y matices; de construir narraciones y sentidos; de compartir imágenes y conversaciones, en las cuales alojar ese país que nos duele. Se trata, también, de conjugar esa extendida masa de esfuerzos en los que nos cuidamos, recreamos, pensamos. Hacer política, entonces, desde ese saber que existe en la vida social para desarmar el modo asesino que anida en el fondo de las ofensivas reaccionarias.