La trama bien podría ser la de una película porno que a muchos nos gustaría ver: el Vaticano elige a un Papa joven, de culo redondito y con ideas revolucionarias que quiere dar vuelta la fe católica y se encierra periódicamente con cardenales a mostrarles cómo se deben hacer las cosas. Sin embargo, bajo la dirección de Paolo Sorrentino -el italiano que se llevó el Oscar por La gran belleza y que en 2002 ganó el premio joven del jurado en Bafici por L’uomo in piú- “The Young Pope” desconcierta aún más que si fuese una apuesta pornográfica: es una miniserie provocadora, que no se toma en serio a sí misma y que le escapa a las bajadas de línea berreta con las que tradicionalmente se retrató al clero. Sin las fórmulas de Netflix ni la estudiada irreverencia de las producciones de HBO, Sorrentino logra que los diez episodios de la primera temporada se vuelvan imprescindibles en el océano de cientos y cientos de opciones en cable, streaming o torrents.

El joven Papa en cuestión es Lenny Belardo, un callado y olvidado arzobispo de Nueva York que, en un giro inesperado de las internas romanas, es elegido como Pontífice con sólo 47 años. Asume con el nombre Pío XIII y es recibido por los fieles, los medios y la sociedad como un necesario soplo de aire fresco. Pero el nuevo Papa resulta ser ultraconservador, incluso más personalista que sus sucesores y un perfecto oscurantista. Sorrentino insistió en varias entrevistas que la historia no está inspirada en sucesos reales pero es difícil no sentir un clima de época con una institución agonizante guiada por hombres que cargan la Biblia pero llevan en sus bolsillos un smartphone de última generación con Grindr encendido. Los cardenales electores lo habían ungido como sucesor de Pedro con la esperanza de que su juventud lo hiciera maleable a las presiones y para encajarle un secretario de Estado que mantuviera en orden los negocios de la Santa Sede. Sin embargo, esta piedra sobre la que se edificó la Iglesia, resultó ser una roca muy dura en los zapatos de color “rojo obispo” que lucen con fascinación fetichista los prelados. Los padres hippies de Lenny lo abandonaron cuando él tenía 7 años en plena revolución sexual y fue criado en un orfanato por la Hermana María con un rigor que haría sonrojar a los liceos militares y con la confianza de que él tenía todo para ser un gran líder. No es al único sacerdote que crió, sino también se hizo cargo de Michel, quien terminaría siendo cardenal pero con vocación misionera. “En el Vaticano hay aroma a incienso y muerte… prefiero el olor a la vida y la mierda”, confiesa. Cuando su hijastro predilecto toma la silla de Pedro, la Hermana María se instala en Roma y desde allí comienza a digitar los intestinos de la Iglesia, comenzando por averiguar qué secretos oculta la jerarquía romana.

Contar mucho más es caminar por un sendero plagado de “spoilers”, la manera actual de llamar al viejo arte de anticipar sorpresas y giros en la trama. Aunque no se trata de una miniserie que se base en grandes revelaciones, los capítulos merecen ser vistos sin mucha más información que lo que se puede conocer en sus primeros minutos porque rara vez sucede lo que uno se imagina. El Papa joven es Jude Law, en un rol a medida en el que muchas veces ni siquiera habla, sino que se queda con la mirada perdida y un gesto que puede ser el de un genio o el de un idiota. La ambigüedad es la herramienta de trabajo de este máximo líder de la fe católica, con un espíritu maquiavélico y profundamente cínico que el actor inglés logra encarnar a la perfección, además de regalarnos sus ojos celestes y algunas escenas en la ducha que harían poner nervioso a Benedicto XVI. De hecho, el Papa de la ficción logra hacer lo que, sospechamos, le hubiese encantado a Joseph Ratzinger, recuperando la “sedia gestatoria” -el vehículo de transporte de los pontífices antes del Concilio Vaticano II, un trono revestido en oro que es llevado al hombro por una docena de hombres– y la tiara papal, una corona gigantesca llena de piedras preciosas usada por los papas desde el siglo VIII pero que había sido donada por obscena. Este rescate de joyas es el fetiche del joven Papa, siempre apañado por su madre del corazón, interpretada por Diane Keaton.

El ojo de Sorrentino es ideal para toda la parafernalia marica del Vaticano: sombreros gigantes, túnicas con hilos de oro dignas de Roberto Piazza y salones que parecen tallados de un único bloque de mármol. El director italiano logra que la escena en la que el Lenny se (tras)viste de Pío XIII sea un momento de goce estético mientras suena “Sexy and I Know it” de LMFAO. No es burlón ni chabacano: realmente produce una elevación espiritual en el espectador. Lo mismo cuando entra a la Capilla Sixtina en la “sedia gestatoria” o cuando ordena que se queme todo merchandising papal y no se le tomen más fotos, ya que dará todos los discursos en las sombras, para que no haya imágenes suyas. 

Este Papa joven tiene sólo tres vicios: la Cherry Coca Light, el café de filtro berreta y los cigarrillos. Y de hecho, cuando se va a confesar ni siquiera lo reconoce: “No tengo ningún pecado para confesar, mi conciencia no me acusa de nada”. Amén, Pío, nos pasa lo mismo.