El recuerdo de los detalles es un poco difuso, pero no la sensación que me dejó a los 10 años la visión psicodélica de Juan Moreira Supershow. Estética de cabaret, un escuálido telón con brillos y luces de colores en el modesto escenario del Teatro del Centro. Los actores vestidos de frac y galera, las mujeres super maquilladas en hot- pants, canciones desopilantes, música mestiza entre rock y folklore y un gaucho rebelde que zarandeaba las puntillas de sus bombachas. Todo era bastante desquiciado en los primeros años de los ’70 y el espectáculo musical en clave de sátira sobre el mito del fugitivo asesinado por la espalda, estaba a la altura de La Menesunda, de Marta Minujín, los happenings o las exuberancias de Federico Manuel Peralta Ramos, las muestras de Julio Le Parc, El Gusanito de Jorge de la Vega o la Nacha de Noche en el Instituto Di Tella. 

El espectáculo de Orgambide formaba parte de esa locura, pero parece que quedó marcado especialmente en mi memoria. No sé si por esa articulación entre la historia y el mito, el teatro y la música, el cruce de anacronismos un poco brechtianos que me impactaron, o porque ya estaba naciendo en mí algo de ese cruce. A esa edad estudiaba danzas clásicas, quería ser bailarina, aunque no me imaginaba mucho con tutú entre cisnes y después la vida me llevó por otros lares. Hoy, viendo algunas fotos del espectáculo que tan bien guarda Cecilia Rossetto, me doy cuenta de lo que aquella experiencia significó en lo que pasó después.

Los '60 y '70 trajeron parte del cruce de géneros que, en la posmodernidad de Gambas al Ajillo en el Parakultural, llegó a su punto cúlmine, al menos para mi generación. Muchos artistas de aquellos años fueron referentes. Algunos de los que ya nombré y otros: Lindsay Kemp, Pina Bausch, Andy Warhol, David Bowie, Oscar Araiz, Marilú Marini, cruzaban la danza con el teatro, la música con el mimo, sacaban al arte de los museos. No sólo hubo lugares y conceptos como el café concert o el Instituto Di Tella que anticiparon la movida de los ’80, sino que en los ‘70 había otros cruces que articulaban con la vida cotidiana, esto era la política y la disputa.

Años convulsionados por los Movimientos de Liberación Nacional; las luchas por la igualdad de las minorías; el feminismo y la anticoncepción; los pacifismos, el hipismo, la psicodelia del LSD; en definitiva, la búsqueda de un mundo distinto, mejor, de paz y amor. Años analógicos, irreverentes, rupturistas, con la juventud movilizada en lucha por la libertad. El cambio cultural que comenzó en mi infancia parecía llevarnos al final del siglo montados en todo tipo de caleidoscopios de música, flores y sustancias.

Antes de que la última dictadura genocida nos desplazara al sótano en el que nos refugiamos para volver a asomar la cabeza en los años ’80, la vida parecía tener los colores del Supershow de Juan Moreira. Colores estridentes y luminosos, pero también con la bandera norteamericana -que, no casualmente, aparece en el vestuario de la obra, y no podía estar ausente en esa revulsiva mirada mestiza- como signo de la controversia. Norteamérica gozaba su plenitud de cultura hegemónica, a pesar nuestro; Cabaret, la película dirigida por el enorme Bob Fosse, reformateaba nuestro imaginario cultural. Pero también asomaban El bebé de Rosemary; El Padrino y El Exorcista. Todo convivía bajo la sombra de la Doctrina de la Seguridad Nacional. El monstruo estaba con nosotros, algunos lo veían, otros no tanto, lo cierto es que esos fueron los últimos años de alegría pop antes del oscurantismo que comenzó en el ’76.

A mediados de 1973, poco tiempo después de asistir a la función de Juan Moreira Supershow, tuve un accidente de auto con fractura de fémur, que me dejó postrada en cama durante casi dos años, de la que salí caminando en muletas. Luego volví a bailar, hasta casi más de los 30 años. Sin embargo, ni mi cuerpo ni yo fuimos los mismos. Nunca sabré hasta qué punto la experiencia del súper show de Moreira, no me llevó, años después, a transformar las muletas en un cuadro musical que hicimos con Gambas. Lo que es seguro es que el brillo, los colores, la fractura y los sótanos que mamé en mi patria de la infancia, me hicieron vivir un verdadero Súper show ochentoso, antes de que terminara el siglo. 

María José Gabin nació en 1962. Es actriz, directora, autora, (con formación en dramaturgia, narrativa y guion cinematográfico) y docente. Integrante fundadora del grupo Gambas al Ajillo y ganadora del ACE como Actriz en musical por Gambas Gauchas, ha realizado numerosos unipersonales entre los que se destaca Congelada (versión propia de una novela de César Aira). Desde hace 10 años dicta la cátedra “Dramaturgia y actuación” en la Maestría de Dramaturgia en la UNA. mariajosegabinactriz.blogspot.com.ar