“¡Señora!”, escucho desde atrás, es un grito que intuyo dirigido a mi oído. Por eso me doy vuelta y lo confirmo: otra vez alguien me llama “señora”; otra vez ese alguien pone cara de susto al verme. Inmediatamente me pide perdón, se le nota con nervios e incomodidad por haberme dicho “señora” y repite que por favor le disculpe. Yo le digo que no sólo no me molesta que me llamen “señora”, incluso me halaga, así que no hay nada que disculpar. No sé si no me escuchan, o si les parece mal que alguien como yo esté contento con que le llamen “señora”, pero siguen pidiendo perdón. Me hacen la pregunta que originó el llamado y después se despiden y vuelven a disculparse poniendo la misma cara de haber echo un desastre. Ya en ese punto estoy molesto porque no pueden aceptar que no está mal que a mí me llamen “señora”, incluso que es algo hermoso que ilumina una parte de mí.
Esto no me pasó excepcionalmente una o dos veces, sino las suficientes como para que haya perdido la cuenta. Recuerdo algunas: una enfermera en un hospital, una policía en una marcha sindical, en una parada de colectivo en Retiro y en la Feria del Libro... Las más curiosas fueron un par de veces en baños públicos, cuando entran hombres y me ven de espaldas y se asustan porque creen que se metieron en el baño de damas. La semana pasada, incluso, un hombre que caminaba a un metro de distancia atrás mío me gritó “ése es el de hombres” cuando yo estaba por entrar a un baño y él pensaba que me equivocaba. Supongo que lo primero que les motiva a decirme “señora” es mi pelo largo con rulos (aunque es un pensamiento retrógrado pensar el pelo largo como femenino, es verdad que una muy grande mayoría de hombres hoy lo usan muy corto). Pero también debe ser mi gordura, tengo un cuerpo con curvas que creo que no marca ninguna pertenencia genérica, especialmente porque visto casi siempre de remera y pantalones holgados. Ni el pelo largo ni de la gordura son sostenidas pensando especialmente para ser más andrógino o ambiguo, pero tal vez sin una determinación consciente mi adscripción a una línea del pensamiento queer, a cierta desregulación de las identidades fijadas, se haya hecho carne en mí y emerge un poco en ese “señora”, pero que dura solamente cuando me observan de atrás porque mi barba, que uso desde hace más dos décadas, parece borrar toda mi identidad de “señora” para quien después me mira de frente. ¿El lenguaje inclusivo puede hacer más fluida esta situación de llamarme de alguna manera? Alguien podría responder que no, porque el uso de la “e” no sería muy útil. Pero la verdad es que sí, porque el lenguaje inclusivo debería ser una forma de pensar que nombrar no debería tener un patrón único, fijado, sino que es una manera de relacionarse entre personas, una interacción construida a escala humana y no una predeterminación, una regla estricta impuesta desde la lengua. La búsqueda de la desuniversalización de lo masculino como manera de nombrar todo, no implica ni borrar lo masculino y lo femenino ni la búsqueda ideal de un lenguaje neutro y absoluto. Decir “todes” a veces es también equivocado, como también hablarle con la “e” a las personas que sí se identifican con la “a” o con la “o”, un error muy usual. Es decir, que a mí no me afecte que me digan señora no quiere decir que otras personas no se tengan que sentir mal o insultadas en una situación similar, porque mi experiencia con el género no es modelo para nadie, es solamente mi situación. Porque el lenguaje inclusivo es una forma a abrirse al mundo, debe incluir todo tipo de situaciones, lo mejor es que sea una forma de preguntarse cómo hablamos y de aceptar las formas con que cada quien quiere ser llamado. Incluso cuando la forma en que alguien quiere ser llamado parezca la incorrecta, como cuando alguien quiere ser llamado con un insulto, porque el lenguaje inclusivo debe incluir como posibilidad a su propia negatividad. “Queer” originalmente fue un insulto, y todavía lo es, aunque haya comenzado a ser incorporada como una palabra chic para hablar de diversidad, especialmente en países donde el inglés no es idioma oficial.
Para mí no solo no está mal que me llamen “señora”, sino que es hermoso, porque eso hace honor a mi propia historia como marica, porque mi sensibilidad también está ligada a una cultura de las locas que hablan en femenino, y también porque no creo en las identidades ni los géneros como forma totalizadora del yo. Pero esa posición no es programática a otras personas, y menos crea una regla en el lenguaje. Y me molesta que alguien piense que se equivocó o me insultó diciéndome “señora”, porque me está imponiendo tener que responder solo a un género, a una sola forma de llamarme. Y el signo lingüístico es por definición una convención, y no está mal que sea así, porque convención significa acuerdo y eso hay que buscar. Formas de llamarnos en las que estemos de acuerdo quienes participamos, no hay lenguaje sin acuerdos, y toda imposición es lo opuesto a eso y es lo que termina destruyendo nuestras posibles formas de vida. Porque el lenguaje inclusivo es pensar que una palabra, un nombre, tiene una historia que vale escuchar (historia y subjetividad en este caso es lo mismo). Porque a veces cuesta escuchar tanto como aceptar que nuestras convenciones tienen valor.