Uno de los más queridos y revulsivos creadores que dio la música uruguaya en el siglo pasado, caído por la acción devastadora de un sorpresivo cáncer a los 39 años, Jorge Lazaroff este viernes 28 de febrero cumpliría apenas 70 años. Perteneciente a la generación que recibió con toda su frescura e integridad a la dictadura del 73 en el Uruguay, el Choncho —como lo llamaban sus amigos— puso toda su inteligencia y pasión al servicio de una firme resistencia cultural que consistió no sólo en tocar, componer, cantar, actuar, escribir, enseñar y compartir con amigos los escenarios y los proyectos. Sino también en timonear —con la calidad de su amistad, el espíritu indomable y una generosidad incondicional— el barco de los locos que configuró su heroica generación, la misma que construyó el puente que permitió a los trovadores exiliados volver y reintegrarse naturalmente, en perfecta sintonía espiritual con sus herederos. No en vano Daniel Viglietti la denominó como la generación Lazaroff.
Uruguay es un país pequeño, pero con una característica cultural incontrastable: la cantidad y originalidad de los cantautores de su música popular. La dictadura cívico-militar instaurada se ocupó de expulsar al exilio a los principales referentes del canto libre: Viglietti, Zitarrosa, Los Olimareños, el Sabalero y muchos otros debieron irse, amenazados de muerte. Los represores pensaron que la sociedad sería más fácilmente manejable sin sus voces representativas, aquellas que, además de éxito popular, tenían un compromiso ideológico explícito. Pero los jóvenes que los seguían se nuclearon, absorbieron la información del mundo, tomaron conciencia de la responsabilidad social que tenían y planearon dar la pelea desde la canción, en ese mismo tiempo y lugar. Con el llamado Canto Popular Uruguayo resistieron la embestida y eludieron con inteligencia la censura, negando con su propio arte el intento de sometimiento del poder y ayudaron a despertar a muchas almas en el camino. Si comparamos la coyuntura entre ambos vecinos del Río de la Plata, buscando un movimiento de artistas emergente en el “canto popular”, tal vez debamos reconocer que en Argentina no hubo una generación equivalente a la de Lazaroff y sus compañeros en la orilla oriental.
Riguroso desparpajo
Por sus condiciones e inquietudes, el Choncho apuntaba quizás para la composición de vanguardia pero, quizás por tener un sentido del ridículo y del humor muy afilados, además de un deseo de cambio revolucionario en la sociedad a todo nivel, trasladó sus ideas, insólitas y novedosas, al terreno virgen de la música popular (“mesomúsica”, corregiría velozmente su maestro, Coriún Aharonián) y desde allí operó, en la creación, la teoría y la docencia. Cantando lo que nadie espera de un cantor popular, ampliando con la composición y la reflexión el campo de acción para un músico creativo y agitando apasionadamente a los discípulos más ávidos a encontrar su propia voz.
Es probable que la magnitud humana y artística de Lazaroff no pueda ser sintetizada con la mera enumeración de sus obras —apenas cuatro discos solistas, y otros cuatro como parte de Los Que Iban Cantando— ya que vivió un corto tiempo y desbordó todos los límites que se encontró, pero dejó muchas líneas esbozadas que señalan campos aún inexplorados: si tenía alguna misión en la vida era abrir puertas al mañana, mostrar en su arte el mundo ideal que deseaba compartir. Una coctelera de intenciones, imágenes, lenguajes, estéticas y sonoridades tan vasta como inabarcable. ¿Qué era el Choncho? ¿Un cantor de balneario, como insistía en parodiarse? ¿Un dramaturgo en la canción, por su habilidad desplegada en rompecabezas musicales? ¿Un agitador cultural, como demuestra su trabajo periodístico y como percibían sus alumnos?
Detrás de las voces, el libro-fuente escrito por el brasileño-uruguayo Guilherme Alencar Pinto —quien tiempo antes se ocupó de otro genio perdido del paisito, Eduardo Mateo, en Razones locas (1994)— nació como una investigación sobre Jorge Lazaroff pero luego su autor optó por ampliar la exégesis a sus compañeros del célebre grupo Los Que Iban Cantando (1977-1987), paradigma del Canto Popular, permitiendo un panorama generacional más vasto y generoso, que late en las 800 páginas del apasionante y analítico escrito, publicado en el 2014. Los Que Iban Cantando fue un “grupo de solistas”, como se autodefinían, integrado por personalidades y estilos muy diferentes entre sí, lo cual le daba una riqueza y una variedad que pocos conjuntos habían alcanzado. Surgió en Montevideo a partir del encuentro entre tres cantautores: Jorge Bonaldi, Luis Trochón y Jorge Lazaroff, que tenían un óptimo dominio sobre varios instrumentos y recursos, y una claridad conceptual que les permitió ordenar los diversos materiales y que estos parecieran una unidad. El cuarteto definitivo se completó con Carlos Da Silveira, pero temporariamente integró también a Jorge Galemire, Jorge Di Polito y Edu Lombardo. Era un grupo lleno de humor y desparpajo, pero con una organización rigurosa y un horizonte que miró más allá del tiempo en que vivían. La obra de Los Que Iban Cantando, junto a la creación posterior de sus miembros, constituye un proyecto musical y poético único, que detenta absoluta conciencia de su época, abreva en las raíces del continente y apunta hacia el futuro, como una cápsula del tiempo.
Vanguardia popular
Un carácter distintivo y peculiar de estos músicos, como así también de Leo Masliah, Rubén Olivera y Fernando Cabrera, entre otros, es que se dejaron encantar por los aires de la música contemporánea. Y en ese campo, Uruguay tuvo dos maestros recordados por los “Cursos Latinoamericanos de Música Contemporánea”, creados en 1971: Coriún Aharonián y su compañera Graciela Paraskevaidis. Con ese aporte de información de las más significativas ideas de composición, movimientos artísticos alternativos, estéticas ignoradas por la academia y paradigmas en mutación, los jóvenes músicos adoptaron nuevas actitudes y comenzaron a agitar la escena popular, dormida por la represión y el miedo, dando un vuelco decisivo a la historia la nueva música uruguaya.
“Hay que transferir el papel de la vanguardia, aún en manos de la música culta, a los músicos populares”, escribió Lazaroff. “Hay que comenzar a abrir brechas hacia adelante desde la música popular y con sus reglas de juego, hay que nutrirse (entre otras tantas cosas) por las brechas abiertas por esa vanguardia culta, lo mismo que nos nutrimos por elementos del pasado. Hay que comenzar a abrir los ojos a otras culturas, no europeas, como una verdadera comprensión y educación musical globalizadora e integral. Hay que ir perdiendo la brutal dependencia con la enseñanza oficial e ir creando nuevos mecanismos de apreciación del fenómeno humano y cultural.”
Su imaginación deslumbrante y el dominio de las herramientas técnicas de varios lenguajes lo llevaron a tocar una cima visionaria, desde donde lanzar su botella al mar de lo nuevo. Entre sus cuatro discos solistas —Albañil (1979), Dos (1983), Tangatos (1985) y Pelota al medio (1989)— hay una rica paleta de recursos poéticos y musicales, aunque la austeridad lo lleva a usar lo mínimo indispensable. En Dos, la austeridad de un cantautor acompañado por su guitarra se potenciaba con una pantalla de cine, desde donde el Choncho dialogaba con sí mismo, resaltando sus contradicciones. Tangatos, abreviación de “Faltan gatos”, es quizás su opus más extremo, una catársis surreal, imbricando la dramática realidad social de su pueblo hambriento (comían gatos), con la represión violenta de sus militantes desaparecidos. Nadie llegó tan lejos, articulando con sabiduría y convicción un lenguaje conmocionante y paradojal que inauguraba nuevos puentes, utopías de la invención que pedían oídos despojados de fronteras definidas: un territorio inédito y abierto para atravesar sin prejuicios. Sus canciones experimentales “Etcétera ”, “El ojo ” y “Dame un mate”, entre otras gemas sonoras, muestran a todas luces el alcance del viaje trascendental y glorioso del Choncho Lazaroff por la historia de la música sudamericana. Goteando sus tramas sonoras a lo Pollock, hurgando en las sensaciones más extremas, del acto sexual a la locura, encarnando la piel de un rehén en su calvario o multiplicándose en un radio teatro identitario que se burla trágicamente de la sociedad. “Tangatos acentúa varias de las características modernistas que Lazaroff venía explorando: el absurdo, el grotesco, los discursos palimpsésticos, antiacademicismo tonal”, escribió Alencar Pinto. “Es un disco lleno de interrupciones y espejos. Todo se interrumpe: el discurso, el ritmo, el clima, la lógica”.
La revolución empieza desde dentro
Si algo quería Lazaroff, con gran pasión, era motivar a sus oyentes y discípulos a imaginar con él esa otra dimensión a la que accedía en su vuelo, ese mundo desconocido que se abría ante sus sentidos y los invitaba a explorar. Y en ese deseo colectivo quizás falló algún factor, tal vez necesitó una amplificación más potente o quizás se adelantó demasiado tiempo al resto de sus compatriotas que no acudieron al llamado y no acompañaron su desafío más personal e iconoclasta, en aquel tiempo que les tocó vivir. Sin embargo, Los Que Iban Cantando, el Caballo de Troya más efectivo en los años de la dictadura, tuvo una repercusión popular inimaginable, cuya onda expansiva empujó a toda su generación al campo de batalla cultural y que finalmente logró imponerse con valentía y creatividad frente a la prepotencia del poder.
Su obra artística fue una estrategia para usurpar las herramientas del canto popular de su tiempo para instalar un discurso revulsivo y movilizador. La convicción que la revolución empieza desde adentro lo potenció a encontrar lo mejor que tenía en su alma para irradiarlo a los cuatro vientos, con toda la energía de la que fue capaz. Catalizó mucha de la fuerza que vibraba a su alrededor en esos años dolorosos donde su patria sangraba y se dispersaba. Tenía un espíritu lúdico que lo motivaba a juntar, agrupar y estimular a las personalidades más creativas que tenía a su alrededor, en un pequeño país en donde “todos se conocen”, como se estila decir entre sus coterráneos.
Pero el público uruguayo que asistió a sus espectáculos solistas fue una mínima parte del que llenaba las salas de Los Que Iban Cantando, que tuvieron una puesta en escena compleja y sorprendente que dejó boquiabierta a toda la comunidad musical y teatral de Montevideo. En cambio Dos y Tangatos no fueron atendidos popularmente. Hubo una brecha, quizás un temor a algo difícil o complicado, que alejó a la muchachada movilizada y vital. Tal vez algo había cambiado en la sociedad y un cantor solo con su guitarra ya no atraía a un público ávido por vibraciones eléctricas y estruendos sonoros.
Con apenas 39 años, alguien insinuó que el Choncho murió de tristeza. Dejó un pequeño hijo de 4, Andrés, que continúa hoy en la música, cerca de su espíritu murguero y de la Falta y Resto, la comparsa de su cara más festiva y popular. Tres décadas después de su muerte, su aporte aún continúa desconocido para el mundo. Apenas venerado por un pequeño núcleo de oyentes de Uruguay y Argentina, que reconocen su obra como la más imaginativa y revolucionaria experiencia que alcanzó la canción latinoamericana en el siglo pasado.