Desde Berlín

Cosa curiosa, teniendo en cuenta la gran tradición literaria rioplatense que hay en ese sentido, desde Borges y Horacio Quiroga hasta Cortázar y Felisberto Hernández, pasando por Silvina Ocampo. Si hay algo que al cine argentino siempre le ha costado, y mucho, es abordar el género fantástico, allí donde se difuminan las fronteras entre realidad e imaginación, entre sueño y vigilia. Y transitar con paso firme esa inquietante tierra de nadie es lo que consigue El prófugo, segundo largometraje de Natalia Meta, presentado ayer en la apertura de la competencia oficial de la Berlinale 70 aniversario.

La base sobre la que trabaja El prófugo proviene de la literatura fantástica argentina, pero de un palo muy distinto, de otra generación. Su fuente de inspiración (y no más que eso, porque la película es muy distinta del libro) es El mal menor, la novela de culto –en un doble sentido: por el culto que se le ha profesado y por el culto que atraviesa su trama— de Charlie E. Feiling, el gran escritor argentino fallecido prematuramente, en 1997, poco después de la publicación de la novela. La primera virtud de El prófugo es haberse liberado del peso del deber, de la mera ilustración del texto, para construir sus propios códigos en relación con esa fantasía que opera sobre la realidad. La segunda es haberlo hecho con levedad y con humor. La pesadilla, literalmente, por la que empieza a deambular la vida de Inés (gran trabajo de Erica Rivas) no le impide a la película permitirse pequeñas pero incisivas, cáusticas cisuras, que rozan a todos los personajes, a cargo de un gran elenco: Nahuel Pérez Biscayart, Daniel Hendler, Cecilia Roth y Mirta Busnelli.

En ocasión de su estreno en Argentina, muy probablemente en abril, ya habrá ocasión de profundizar en las distintas capas de lectura que propone El prófugo, en sus guiños cinematográficos y literarios, y hasta en sus fuentes de referencia. Pero por ahora bastará con saber que para la película de Natalia Meta el sonido (a cargo de Guido Berenblum, colaborador habitual de Lucrecia Martel) es tanto o más importante que la imagen, de la notable directora de fotografía uruguaya Bárbara Alvarez. Para una protagonista que se gana la vida como actriz de doblaje y como cantante lírica, el hecho de que tenga problemas con su voz ya sería de por sí dramático. Pero que además ella escuche voces difusas, interferencias, zumbidos, acoples inquietantes habla de una alteridad metafísica, de algo que pide ser enunciado, una suerte de voz del deseo que no alcanza a ser reprimida y a la que tendrá que darle su posibilidad de expresión. “De algún modo me propuse abordar al cine de terror, pero para desarmarlo”, confesó la directora en la conferencia de prensa que siguió a la proyección. Sin duda, lo consiguió.

Si se habla del cine fantástico en América latina no puede soslayarse el nombre del chileno Raúl Ruiz (1941-2011), un director tan prolífico que nadie ha podido hasta ahora saber con certeza cuántas películas hizo, aunque son seguramente más de un centenar. Y un cineasta tan singular que nadie ha filmado, ni antes ni después, nada siquiera similar a lo que él hacía. Parece muy coherente entonces que un director que siempre ha jugado con los límites entre la realidad y la ficción hasta volverlos irreconocibles, reaparezca ahora --como si estuviera vivo; o mejor aún, como si siguiera filmando después de muerto-- con una película de ultratumba, El tango del viudo, que fue la elegida por el Forum del Cine Joven (quién más joven que un muerto, que ya no tiene edad) para inaugurar nada menos que su edición 50 aniversario.

Que sea Valeria Sarmiento, la viuda de Ruiz, quien haya decidido exhumar El tango del viudo no deja también de tener su lógica, un poco absurda, como es siempre la obra de Ruiz, de un humor muy particular. Cineasta ella misma por derecho propio, Sarmiento ya había encarado en 2017 la recuperación de La telenovela errante, una paráfrasis trastornada de la dramaturgia de la TV chilena que su marido había dejado inconclusa en 1990. Y ahora –como una Orfea que no teme mirar hacia atrás en busca de su Eurídice— se sumergió todavía más profundo en el tiempo y rescató siete bobinas silenciosas de lo que debió haber sido, en 1967, el primer largometraje de Raúl Ruiz, cuando tenía 27 años, antes aún de Tres tristes tigres (1968), la que hasta ahora era considerada su ópera prima.

“El futuro será responsable de darle sonido a esta película que todavía está guardada muda”, declaró proféticamente Ruiz cuando alguna vez le preguntaron por ese film fantasma, que ahora reaparece desde el más allá. Y que por supuesto es, como debe ser, una película de fantasmas, en más de un sentido. Porque el pobre viudo del título, un burgués pequeño pequeño, con aspiraciones artísticas, se siente permanentemente acosado por el espectro de su mujer, que se le reaparece en su cama, o bien debajo de ella, cuando no son sus inquietantes pelucas las que lo atormentan al cobrar vida propia.

Una vez que la película –cuyos diálogos, a falta de un guion, fueron reconstruidos por especialistas en lectura de labios-- parece haber llegado a su clímax, de pronto retrocede, como si Valeria Sarmiento hubiera decidido rebobinar todo lo hecho hasta entonces, para encontrarle un nuevo sentido al material. De ahí el título completo del film, que ahora se llama El tango del viudo, y su espejo deformante. Es casi como volver de nuevo al origen del film. Y lo hace a una velocidad fuera de norma, como si se tratara de esos vinilos satánicos en los cuales —cuenta la leyenda-- si se los escucha en su sentido inverso se podría escuchar la voz del diablo. Aquí suena tan inquietante como las voces de El prófugo. Y entre las sombras en blanco y negro del material original de Ruiz aparece una figura siniestra. ¿El director que emerge -cual Nosferatu- de las tinieblas a la luz de una pantalla? Por qué no, con Raúl Ruiz todo siempre fue posible.